Hasta los años 1950 las carreras de caballo fueron el mayor espectáculo deportivo de la Argentina. Esta práctica estuvo en un principio reducida a la comunicad británica, pero con el correr de los años fue ganando adeptos entre los habitantes del país.
A diferencia de lo que sucedía en otras latitudes, en nuestro país las carreras de caballo concitaron el interés de los sectores populares. No fue casualidad. Como dice Roy Hora, el autor del libro Historia del turf argentino: “El hecho de que Buenos Aires o Entre Ríos tuviesen veinte o treinta veces más caballos per cápita que las sociedades europeas, distribuidos de manera más igualitaria a lo largo de toda la escala social, ayuda a explicar por qué en este rincón americano no era posible convertir al caballo en un símbolo de distinción social”.
El libro analiza el nacimiento del turf en nuestro país en relación a la cultura ecuestre criolla que lo precedió, su auge, tras la fundación del Jockey Club y del Hipódromo, y su ocaso, con el surgimiento de deportes, como el box y el fútbol.
Reproducimos aquí fragmentos del primer capítulo de este libro, que analiza a través de esta singular historia, las relaciones entre la elite, las clases medias y los sectores populares.
Fuente: Roy Hora, Historia del turf argentino, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, 2014, págs. 37-64.
Capítulo 1 – El origen del turf
La democracia ecuestre
El turf, la actividad que se desarrolla en torno a las carreras de caballos en los hipódromos, y el elevage, que comprende lo concerniente a la cría del caballo purasangre de carrera, se iniciaron tardíamente en nuestro país. 1 De hecho, hasta entrado el último tercio del siglo XIX las competencias hípicas no despertaron mayor entusiasmo entre los integrantes más encumbrados de la clase propietaria nativa, que constituía el único grupo capaz de poner en marcha una actividad tan compleja como costosa. Las inhibiciones de los potentados locales se explican, en gran medida, por el carácter socialmente plebeyo de la cultura ecuestre nativa. Una somera comparación con el panorama de otras regiones de Europa y América resulta de utilidad para introducirnos en este problema y, en particular, para resaltar las peculiaridades de la situación argentina en lo que se refiere al mundo del caballo.
En Europa, el caballo, primero de guerra y luego de paseo y de carrera, fue durante siglos un emblema del mundo aristocrático. Tan importante era el equino como símbolo y como realidad de poder que, todavía en el siglo XVIII, las leyes penales impuestas por los invasores ingleses sobre los católicos irlandeses prohibían a los hombres de esta confesión poseer caballos valuados en más de cinco libras. A tal punto la posesión de estos animales constituía un símbolo de riqueza, poder y estatus que, en más de una lengua, la palabra que designa al hombre que monta un equino también indica una posición social prominente. 2 Cheval y chevalier, cavalo y cavaleiro, cavallo y cavaliere y, por supuesto, caballo y caballero son las maneras en que se observa esta asociación en las cuatro grandes lenguas romances del continente europeo.
La historia moderna del caballo de carrera, empero, no nació en Europa continental sino en Inglaterra. A inicios del siglo XVIII comenzó en este reino el proceso de selección sistemática de caballos de carrera a partir de tres ejemplares importados del Oriente Medio (que pasaron a la historia con los nombres de Darley Arabian, Godolphin Arabian y Byerley Turk). Nacida como una afición aristocrática, la cría de los esbeltos y veloces thoroughbreds descendientes de estos caballos árabes pronto concitó un interés muy amplio en el Reino Unido. El gusto por la cría del purasangre también ganó terreno del otro lado del Canal de la Mancha, y poco a poco se extendió por el resto del continente europeo, así como en las colonias británicas de ultramar.3 A la aristocrática Virginia, por ejemplo, el primer purasangre llegó en 1730, y desde entonces la cría de ejemplares de esta raza se convirtió en un pasatiempo propio de los sectores más encumbrados de la elite colonial, que reflejaba y sancionaba una rígida estructura social.4 (…)
En contraste, en la Argentina, y en especial en la región pampeana, los caballos no eran especialmente relevantes ni como índices de posición social ni como bienes de prestigio. La relación de los habitantes con estos animales era peculiar. El equino de las pampas, pequeño y resistente, descendía de los ejemplares que habían acompañado a los conquistadores españoles del siglo XVI. En estas fértiles praderas, los caballos provenientes de la Península Ibérica se habían cruzado entre sí a lo largo de los siglos, sin ningún aporte de otras razas, dando forma a un tipo de animal de rasgos muy uniformes. Los registros señalan que sólo en 1806, cuando fue capturado el caballo de William Carr Beresford, jefe de las fuerzas británicas que invadieron Buenos Aires en el invierno de ese año, ingresó en la reproducción un ejemplar de sangre inglesa. En el medio siglo que corre hasta la batalla de Caseros en 1852, apenas otros tres caballos y una yegua británicos, todos ellos de raza Shire (esto es, un tipo de animal lento aunque de gran potencia, con frecuencia utilizado para la guerra), arribaron al Río de la Plata. Tanto por su muy escaso número como porque casi todos ellos eran machos, no fue posible asegurar la preservación en el tiempo de sus características específicas. Cuando estos pocos caballos británicos se cruzaron con ejemplares nativos, sus rasgos singulares terminaron desapareciendo, diluidos en un mar de equinos criollos.
(…) En síntesis, en la Argentina de la primera mitad del siglo XIX, pobres y ricos montaban animales de aspecto y genética muy similares. No es casual que los ejemplares de renombre, como el famoso caballo moro de Facundo Quiroga inmortalizado por Sarmiento en el Facundo, muchas veces fuesen reconocidos por el color de su pelaje, las peculiaridades de su carácter o su manera de caminar o galopar, antes que por sus rasgos físicos. “El mejor caballo que he tenido y tendré jamás, me lo regaló don Claudio Stegmann. Era bayo, del Entre Ríos”, rememoraría, ya anciano y nostálgico, el general Juan Manuel de Rosas, poniendo de relieve el imperio de este sistema de clasificación.5 Como nos recuerda la triste suerte del europeizado protagonista del más afamado relato de Esteban Echeverría, “El matadero”, en la Buenos Aires rosista un jinete singular no se distinguía por el tipo de bruto que montaba sino por las peculiaridades de su atuendo o su estilo de cabalgar.
Ese cuadro estaría incompleto si no señalamos un último elemento, de importancia capital para comprender el lugar del caballo en la sociedad litoral hasta más allá de mediados del siglo XIX. Amén de sus similitudes físicas, el rodeo argentino poseía dimensiones extraordinarias. Era, muy probablemente, el más grande del mundo en relación con la población que explotaba su energía. Los equinos eran omnipresentes: en las ciudades de la región pampeana todos parecían poseer caballos, y en la campaña incluso trabajadores relativamente humildes eran dueños no de uno sino de una tropilla.
Los equinos estaban en todas partes, y se empleaban para todo tipo de tareas. Hasta los pescadores los utilizaban para tender y recoger sus redes, y en la propia capital del país lo siguieron haciendo al menos hasta entrada la década de 1870.6 El caballo también tenía una presencia dominante en la guerra. Rosas y Sarmiento, que disentían en muchas cosas, sin embargo coincidían en que un ejército no se hallaba en condiciones operativas si no contaba con al menos tres montas por cada soldado de caballería, el arma que constituía el corazón de las fuerzas militares en la era que se extiende entre Mayo y la Guerra del Paraguay (y estos animales, por otra parte, solían ser provistos por los propios milicianos, como parte de sus obligaciones patrióticas en una sociedad republicana).7
No es sencillo determinar el tamaño del rodeo pampeano en la primera mitad del siglo XIX. De todos modos, la información disponible para el último tercio de esa centuria sirve para trazar algunos parámetros generales que comprenden el período anterior. El censo de Buenos Aires de 1881 señala que todavía entonces, luego de dos décadas de expansión del riel, la primera provincia argentina contaba con un promedio de 4,4 equinos por habitante. Hacia 1860, Entre Ríos poseía casi cinco caballos por persona, lo que explica por qué esta provincia sería recordada por largo tiempo como una “región de centauros”, en la que un hombre a pie era “una cosa incompleta”.8 Los relevamientos censales no permiten establecer con precisión cuál era la situación en otros distritos. Todo indica que, en Santa Fe, los equinos eran tan abundantes como en Buenos Aires o Entre Ríos. En las provincias del interior, sin duda, el rodeo equino era más pequeño, aunque es difícil realizar estimaciones al respecto. Visto en conjunto, es claro que el litoral era el reino del caballo, incluso en sus centros urbanos de mayor tamaño. Una estimación cautelosa sugiere que, en promedio, en la provincia de Buenos Aires y su capital, al igual que en las demás provincias pampeanas, no debía haber menos de 3 caballos por habitante en el tercer cuarto del siglo XIX. El contraste no podría ser más marcado con la situación imperante en Europa, pues para esos años Gran Bretaña, Francia y los estados alemanes poseían menos de 0,1 equino por habitante.
El hecho de que Buenos Aires o Entre Ríos tuviesen veinte o treinta veces más caballos per cápita que las sociedades europeas que acabamos de mencionar, todos ellos muy parecidos, y además distribuidos de manera más igualitaria a lo largo de toda la escala social, ayuda a explicar por qué en este rincón americano no era posible convertir al caballo en un símbolo de distinción social. (…) Este contraste, no sólo con Europa sino también con otras sociedades de inmigración y extensas praderas, permite explicar la sorpresa de los visitantes extranjeros de la primera mitad del siglo ante escenas como la del menesteroso que mendiga desde el lomo de su caballo. Y es que si algo caracterizaba a esta sociedad, era precisamente su condición de democracia ecuestre.
(…)Entrado el último cuarto del siglo XIX, la abundancia, el bajo costo y la uniformidad del rodeo equino seguían igualando a los hombres de esta región en el común disfrute del equino. En la década de 1880, el francés Emilio Daireaux, agudo observador de las costumbres rioplatenses, lo afirmaba con estas palabras: “La extrema baratura de los caballos al generalizar su uso entre todas las clases sociales, y por otra parte, la extensión del país haciéndole necesario, han convertido la equitación en una costumbre más que en un sport elegante”.9
El dominio sobre el caballo era una competencia casi universal entre la población nativa. Los “maturrangos” –aquellas personas carentes de destreza para montar, una actividad que esa sociedad concebía como no muy distinta de correr o caminar– eran objeto de un extendido desprecio popular y se los solía identificar con la condición de extranjero. (…)
Además de constituir un medio de transporte a disposición de todos y un proveedor de energía para los usos más variados, el caballo también estaba al servicio del entretenimiento popular. Las crónicas registran una gran variedad de competencias ecuestres, destinadas a probar la destreza, velocidad, fortaleza y resistencia de los equinos pero también de sus jinetes: doma, pato, salto de la maroma, juego de sortija, se cuentan entre ellos. Y también, claro, estaban las carreras cuadreras. Durante siglos, este tipo de competencias ocupó un lugar central en el repertorio de diversiones de los sectores subalternos, tanto rurales como urbanos. Las carreras cuadreras se disputaban en distancias cortas, en línea recta. No sólo eran muy frecuentes en la campaña sino también en las orillas de las ciudades.
Para asistir a una carrera de caballos en Buenos Aires no había más que avanzar unos cientos de metros hasta la costa del río, o alcanzar los descampados que comenzaban a hacerse frecuentes más allá de la plaza Once de Septiembre, a menos de dos kilómetros de la Plaza de Mayo. Demostraciones de destreza masculina, en las carreras cuadreras los jinetes solían correr descalzos y en pelo (es decir, sin recado ni montura), únicamente auxiliados por un freno.
Este mundo plebeyo constituyó una presencia cotidiana en la vida urbana de la mayor ciudad del país hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, y sus ecos se advierten, invariablemente, en los relatos que toman por objeto las costumbres de esos años. “Muchos eran los aficionados que cuidaban pingos de carrera en los corralones de la ciudad y hasta en sus mismas viviendas, para acudir, los domingos, a las famosas pulperías, donde se jugaban fuertes sumas”, rememoraba Felipe Mayol de Senillosa en sus recuerdos de infancia y juventud, transcurridas en las décadas de 1860 y 1870.10
En este contexto signado por una estrecha asociación entre el caballo y el mundo popular, tanto en su calidad de instrumento de locomoción como de medio de entretenimiento, la equitación difícilmente podía concitar el interés de los poderosos. Montar, observaba Emilio Daireaux, no era una actividad capaz de prestigiar o enaltecer a quien la practicaba: “Las formas vulgares, la marcha, el pelo mismo del caballo pampa, son condiciones suficientes para hacer poco airosa la posición del mejor jinete y bien podrían decidirle a renunciar a un ejercicio que sobre no proporcionarle ninguna utilidad, tampoco puede lisonjearle bajo ningún otro aspecto”.11
En estas circunstancias, no extraña que cuando en otras ciudades de América Latina ya habían surgido asociaciones hípicas que gozaban del patrocinio de los hombres de fortuna y posición –en Río de Janeiro en 1849, y en Santiago en 1869– nuestras clases propietarias continuaran dándole la espalda al caballo.12 La abundancia y difusión de los equinos, antes que su falta, es lo que explica la paradójica ausencia de asociaciones hípicas en la auténtica tierra del caballo.
Los británicos y los orígenes del turf
En gran medida porque actuaban a partir de otras coordenadas sociales y culturales, fueron los miembros de la comunidad británica de Buenos Aires quienes primero concibieron a los equinos como algo más que un medio de transporte y a la equitación como algo distinto de un hábito popular, impuesto a todos por la baratura de los animales y la extensión del territorio. Algunos relatos señalan que las primeras carreras de caballos “a la inglesa”, disputadas entre estos extranjeros, tuvieron lugar a mediados de la década de 1820. Pero fue un cuarto de siglo más tarde, una vez que la comunidad británica había adquirido mayor envergadura y madurez, cuando sus miembros más destacados promovieron la realización de competencias hípicas que remedaban las que tenían lugar en su tierra de origen. Producto de estos esfuerzos asociativos nació, en 1849, la Foreign Amateur Racing Society, la primera sociedad hípica creada en el país.
James White, un próspero comerciante y propietario rural de antigua residencia en la región, fue el promotor de esta iniciativa. En su quinta de Belgrano se trazó la primera pista de carreras a la inglesa. Las competencias solían realizarse dos veces al año, en otoño y primavera. Las carreras organizadas por la Foreign Amateur Racing Society se distinguían de las cuadreras criollas en primer lugar porque se disputaban sobre distancias más largas, superiores a la media milla, y en una pista de forma oval, a la que pronto se agregó una pequeña tribuna de madera. Los caballos solían ser montados por sus propios dueños, sobre todo si eran jóvenes. Si bien los miembros de la comunidad británica fueron los impulsores y principales animadores de estos eventos, las carreras a la inglesa alcanzaron una repercusión más amplia, que incluyó a integrantes de los grupos encumbrados de la sociedad nativa. Reflejo quizá de un temprano proceso de secularización de la vida social y del interés en las aficiones de impronta europea, la pista de White se convirtió en una importante atracción para la población nativa. Para 1852, el volumen de los concurrentes justificó que, en los días de carreras, Juan Rusiñol, uno de los primeros empresarios del transporte del país, sirviera la ruta que conducía al hipódromo de Belgrano con dos coches de pasajeros.13 Rosas visitó las carreras de la Foreign Amateur Racing Society durante los últimos años de su gobierno, y lo mismo hizo el general Urquiza tras su ingreso a Buenos Aires en febrero de 1852.
Por mucho tiempo casi todos los animales que competían en el hipódromo de la Foreign Amateur Racing Society fueron de […] raza [criolla].14 De hecho, sólo tenemos registro fehaciente de la existencia de dos thoroughbreds, importados por Wilfrid Latham y Frederick Plowes hacia 1853. Antes de Caseros, ninguno de los muy escasos equinos arribados a la Argentina desde el hemisferio norte descendía de los veloces y esbeltos corredores originarios de Medio Oriente. (…) De hecho, sólo en la década de 1860, gracias a la mejora de las comunicaciones transatlánticas, el incremento del tamaño y la prosperidad de la comunidad británica rioplatense, y el aumento del interés por la posesión de ejemplares purasangres, comenzaron a arribar thoroughbreds en número suficiente como para impulsar el proceso de cambio genético entre los equinos utilizados en estas competencias.15
La llegada de los primeros purasangres tuvo lugar en un período en el que la expansión y el enriquecimiento de la comunidad británica dio lugar a la formación de un tejido asociativo de mayor densidad. Gracias a ello, las carreras de caballos a la inglesa pudieron disputarse con mayor frecuencia y regularidad. Desde la década de 1860 los británicos dieron vida a más de media docena de pequeñas asociaciones hípicas. La más importante, heredera de la Foreign Amateur, organizaba carreras en Belgrano. Allí también desarrolló sus actividades el Buenos Aires Jockey Club, de breve existencia, y del que Sarmiento fue presidente honorario. No se trató, sin embargo, de un fenómeno exclusivamente porteño. También surgieron sociedades hípicas en los distritos de la campaña donde los estancieros británicos constituían una presencia cada vez más visible y poderosa. Así nacieron el Racing Club de Capilla del Señor en 1863, la Navarro Amateur Racing Society en 1865, el Hiberno Argentino Racing Club del Norte en 1867, el Nueve de Julio Steeplechases and Races en 1868, el Azul and Tandil Race Horse de 1870, el Ranchos Steeplechase Club en 1871, el Central Racing Club de Mercedes de 1877, y otras asociaciones en Gualeguaychú, Santa Fe y Rosario.
Muchos de estos clubes fueron establecidos por estancieros de origen irlandés que, gracias al auge de la economía lanar, pudieron destinar recursos a satisfacer su gusto por los caballos importados. En los distritos de la campaña, las jornadas de carreras se convirtieron en eventos que nucleaban a la comunidad británica local, de manera que cumplían una función no sólo deportiva sino también social. En los años que corren entre las presidencias de Mitre y Avellaneda, mientras los inmigrantes de las Islas Británicas desempeñaron el papel preponderante en la expansión del turf, las carreras se mantuvieron estrechamente vinculadas a los círculos de sociabilidad de habla inglesa. Prósperos estancieros y comerciantes como James Lawrie, William Anderson y Wilfrid Latham fueron algunos de sus protagonistas más visibles, cuyos nombres están asociados a la importación de costosos caballos. Por su condición de eventos comunitarios, empero, las carreras también incorporaron a miembros subalternos de esta comunidad inmigratoria, muchos de los cuales concurrían con sus propios caballos.
En este marco, los rasgos que hacían de la Argentina una democracia ecuestre también imprimieron su sello a las competencias hípicas que se desarrollaban en el seno de la comunidad británica, atenuando los rasgos exclusivistas tan típicos de esta actividad en Europa. La pervivencia de este fenómeno también se vincula con lo que sucedía en la pista. Pese al incremento del número de equinos importados, la superioridad de los costosos ejemplares purasangres traídos del Reino Unido no se consagró de manera inmediata. De hecho, durante varios años no resultó sencillo determinar de manera fehaciente si los thoroughbred eran más veloces y resistentes que los caballos criollos. La pobre preparación, y quizá la baja calidad relativa de esos primeros ejemplares importados, permitieron que los mejores caballos criollos se mantuvieran en un pie de relativa igualdad, e incluso los aventajaran en numerosas carreras.16 En esos años, además, algunos poderosos criadores argentinos volcaron su prestigio y sus recursos del lado de los caballos nativos.
Las disputas que protagonizaron exponentes de ambas razas no estuvieron desprovistas de ecos nacionalistas. En 1863, una carrera entre Belgrano, un mestizo de raza inglesa perteneciente a White, y un criollo de propiedad de Miguel Martínez de Hoz atrajo gran atención. Los propietarios arriesgaron $ 2500 y los asistentes apostaron sumas varias veces superiores. La victoria correspondió al ejemplar criollo, para gran alegría de los argentinos que asistieron al evento.17 Manuel Hornos, un alto jefe militar, fue un personaje de considerable relieve en las pistas en las décadas de 1850 y 1860. A veces tenido por “el turfman más popular de la época”, este general de caballería fue un defensor entusiasta de los animales nativos. Sus caballos “patrios” en más de una oportunidad pusieron en apuros a los ejemplares de sangre importada de White, Latham, Malcolm y otros aficionados británicos de renombre.18 En ocasiones, los propios extranjeros también confiaron en las bondades del caballo nativo, o en animales mestizos, a veces con resultados sorprendentes.
Así, por ejemplo, Gauchito, un mestizo de William Anderson, venció en todas las pruebas que disputó entre 1865 y 1869, dejando atrás a numerosos ejemplares de raza.19
En la década de 1870, sin embargo, la balanza se inclinó de manera definitiva en favor de los purasangres. En octubre de 1873, en todas las pruebas realizadas por el Club de Carreras Argentinas, la principal sociedad hípica entonces existente, los thoroughbreds se impusieron sobre los mestizos, y estos sobre los criollos.20 (…)
Fue entonces cuando los hombres de fortuna nativos abrazaron la cría de purasangres con entusiasmo. El fin del reinado del caballo criollo como gran corredor de la pista abrió el camino para el ingreso pleno de la elite propietaria nativa al mundo del turf. El interés en el purasangre formó parte de un proceso más amplio de europeización de las costumbres de la clase propietaria, a través del cual este grupo aspiraba a tomar distancia de una cultura ecuestre de acentuados tonos plebeyos, asociándose con un mundo cultural y práctico considerado superior.21 El turf trascendió las fronteras de la comunidad británica para transformarse en una afición de gran eco en el seno de la elite argentina cuando las competencias hípicas se convirtieron en una actividad muy costosa, eminentemente elitista y predominantemente urbana. (…) En el turf, los recursos económicos pronto adquirieron una importancia decisiva a la hora de determinar quiénes poseían los mejores ejemplares. La contratación de jinetes profesionales (…) también operó en el mismo sentido, pues puso a las mejores montas al servicio de los propietarios de más recursos. A la luz de estas transformaciones, no parece casual que el gusto de los hombres de fortuna por la cría del purasangre coincidiese con el inicio de un período de enorme prosperidad, que benefició en particular a los terratenientes y empresarios agrarios, y que se extendería hasta fines de la tercera década del siglo XX.
Una vez que se volcaron al cultivo de esta afición, y gracias a los vastos recursos que les aseguraba el auge exportador de las décadas del cambio de siglo, los turfmen nativos poco a poco desplazaron a los pioneros británicos del centro del escenario hípico. En la década de 1870 comenzó a crecer la reputación de figuras como Miguel Martínez de Hoz, entonces considerado como “el primer criador de caballos de carrera en la República”, propietario de Talismán y otros grandes corredores de ese tiempo.22 De esos años data la fundación de los primeros establecimientos dedicados a la cría de caballos de carrera cuyos dueños eran argentinos. La Quinua, luego denominado Ojo de Agua, de Santiago Luro (1873), San Jacinto, de Saturnino E. Unzué (1877), y Las Ortigas, de Ignacio Correas (1888), se cuentan entre los haras más afamados nacidos en esa fase inicial de la historia del turf.
(…) En la década de 1870, y con mayor fuerza en la década de 1880, los criadores de mayor relieve hicieron caer todo el peso de su reciente prosperidad sobre el mercado internacional de caballos de carrera. (…) Entre 1882 y 1888, unos 440 reproductores importados arribaron al país, y otros 400 sólo en 1889.23 Tan importante fue este flujo que en 1888 comenzó a disputarse un premio denominado Europa, reservado para caballos importados. Hay que señalar, empero, que los más famosos de estos ejemplares extranjeros fueron caballos maduros, ya consagrados como grandes corredores, que fueron adquiridos para la reproducción más que para la pista. Este fue el caso de Ormonde, el más importante de los sementales que arribaron en la década de 1880. Ganador de la Triple Corona, y por tanto consagrado como el mejor caballo británico (y por extensión, del mundo) de su generación, Ormonde fue adquirido por Juan Salvador Boucau en 1889 para servir como padrillo de Luis Chico, el haras que este terrateniente poseía en su estancia de Magdalena. La compra de Ormonde en 12.000 libras [unos $ 60.000 oro], fue la operación más cara de la historia del turf hasta ese momento a escala mundial.24 La llegada a Buenos Aires del “caballo del siglo” elevó a los criadores de nuestro país a la categoría de actores de primer rango en el mercado internacional de purasangres. (…) Esta afirmación parece exagerada, ya que los aficionados argentinos no eran los únicos que por entonces pujaban por los mejores productos del turf británico. (…)
En poco tiempo, los descendientes de los valiosos padrillos incorporados al turf nacional en esos años de fiebre importadora comenzaron a dejar su marca en las cada vez más competitivas pistas argentinas.25 Pero este auge también puso de relieve la precariedad de las estructuras institucionales sobre las que se asentaba el turf local. Amén de criadores poderosos y entusiastas, el desarrollo de las competencias hípicas requería bases institucionales más sólidas que las que podían conferirles las asociaciones nacidas en el seno de la comunidad británica, los criadores nativos que participaban en la actividad hípica, o los animadores de los modestos hipódromos existentes en las afueras de Buenos Aires. En este aspecto, la creación del Jockey Club supuso un avance decisivo, que al cabo de algunos años colocó al turf en un nuevo umbral. La idea de fundar este centro hípico surgió en 1876, cuando Carlos Pellegrini y otros entusiastas del purasangre, luego de asistir al Derby de Chantilly, convinieron formar una institución similar a la que organizaba las carreras de caballos en Francia. Algunos años más tarde, en 1882, el Jockey Club de Buenos Aires abrió sus puertas, con Pellegrini como su primer presidente. El impulso de esta figura resultó fundamental para hacer prosperar la iniciativa, en parte porque, además de un entusiasta de los caballos, para entonces Pellegrini ya era uno de los políticos más influyentes de Buenos Aires, así como uno de los mejor conectados con la elite propietaria.
Los británicos constituyeron una presencia numerosa y muy visible en la nueva asociación. Sin embargo, su perfil no era igual al de los extranjeros que habían animado las asociaciones hípicas comunitarias surgidas en el cuarto de siglo posterior a la caída de Rosas. En primer lugar, casi todos ellos habían nacido en la Argentina y se hallaban integrados en círculos de sociabilidad y negocios más amplios que los propiamente británicos. (…) Por otra parte, la influencia de los aficionados de origen británico fue atenuándose a lo largo de esa década, cuando el centro de gravedad del turf se alojó de manera definitiva entre criadores pertenecientes a la elite propietaria nativa.26 De allí en adelante, apellidos como Luro, Unzué, Atucha, Bosch, Martínez de Hoz, Correas o Alvear se escucharían cada vez con mayor frecuencia en la pista y en las tribunas. Señalemos, de paso, que este reemplazo étnico y social coincidió con un desplazamiento en la musa inspiradora del turf nacional. Sin que la referencia al todopoderoso turf británico desapareciera del todo, quedó atenuada al pasar por una lente que celebraba a París y no a Londres como principal centro de cultura. De hecho, la idea de fundar el Jockey Club porteño no se gestó en Epsom o Ascot sino en Chantilly. Y basta una ligera mirada a los nombres de los caballos, studs y haras más famosos para confirmar que, también en las pistas, el influjo de París era más intenso que el de Londres. Es cierto que el turf argentino dio sus primeros pasos cuando la hípica francesa atravesaba una edad de oro, que incluyó grandes triunfos en las exigentes pistas inglesas. Pero una vez que esa breve primavera llegó a su fin, el influjo del hipódromo francés mantuvo su vigencia, revelando afinidades culturales y deseos de emulación que excedían los aspectos meramente deportivos de esta actividad.
Al igual que otras asociaciones nacidas en esos años, el Jockey Club fue concebido como un centro de sociabilidad destinado a elevar culturalmente a los varones de la clase propietaria, promoviendo, a través del cultivo del ocio refinado y cosmopolita, la sofisticación de sensibilidades y comportamientos. A este proyecto dedicaron sus esfuerzos personajes como Miguel Cané, uno de los hombres de letras más destacados del país, y, en alguna medida, el propio Pellegrini. Empero, describir al Jockey Club sólo o de manera predominante como un ámbito de sociabilidad elitista impide captar cuál era la peculiaridad de este emprendimiento y qué tipo de intereses movían a sus miembros más activos. El Jockey Club nació con el fin de colocar las carreras de caballos bajo el imperio de los socialmente poderosos. Creado para reformar a los actores del hipódromo, sus iniciativas más significativas y perdurables se desplegaron en este terreno. La forja de un turf más competitivo, pero también más elegante y sofisticado, capaz de asemejarse al de las grandes capitales europeas, fue su norte. (…)
El hipódromo gravitó de manera decisiva en la definición del perfil institucional del Jockey Club. (…) el Jockey Club aspiraba a ejercer una misión orientadora sobre el gusto de la clase propietaria. Hay que recordar, sin embargo, que este edificio fue inaugurado recién en 1897, esto es, una década y media después de la fundación del club, en un momento en el que su perfil como centro turfístico se hallaba bien establecido. Durante más de quince años, el Jockey Club pudo funcionar sin una sede permanente pero, como veremos, no sin un hipódromo.
A diferencia de Cané, Carlos Pellegrini fue un personaje de enorme gravitación no sólo porque el Gringo poseía un gran gusto por los caballos de carrera sino también porque colocó el muy considerable ascendiente que había ganado en la vida pública al servicio de la formación de un turf de impronta elitista. Este proyecto no estaba desprovisto de dimensiones políticas toda vez que, según el modelo del hipódromo europeo –y en particular el de Chantilly, el más aristocrático de los estadios hípicos franceses–, el turf que Pellegrini aspiraba a construir debía servir no sólo para elevar la calidad del espectáculo y promover la mejora de la raza caballar sino también para realzar la presencia pública de la clase propietaria. (…)
Las carreras de caballos en el umbral del último cuarto del Siglo XIX
Cuando el Jockey Club apareció en el escenario turfístico porteño, las reuniones hípicas aún no habían perdido sus lazos con una cultura ecuestre de acusados rasgos plebeyos. La mercantilización del espectáculo, por otra parte, todavía se hallaba en su infancia. Los modestos hipódromos creados en las décadas de 1860 y 1870 en los alrededores de la ciudad –el de Lanús, el de Morón, el de Belgrano y el de Luján se encontraban entre los más frecuentados– permitían el acceso más o menos libre de los espectadores, muchos de los cuales seguían las alternativas de las carreras desde sus propios vehículos o sobre el lomo de sus caballos. En casi todos estos circos, unas pequeñas tribunas, a veces dotadas de palcos, constituían el único sector restringido al público general, pero al que cualquier espectador podía acceder mediante el pago de una entrada.
Así sucedía, por ejemplo, en el hipódromo Santa Teresa, erigido en una propiedad perteneciente a Anacarsis Lanús, y donde hasta entrada la década de 1880 se disputaron importantes carreras. El hipódromo de este acaudalado comerciante porteño estaba ubicado a unos quince kilómetros al sur de la ciudad, a poca distancia de las vías del Ferrocarril Sur.27Cuando se inauguró en 1871, Santa Teresa poseía una tribuna con capacidad para unos mil espectadores, pero era “poco cómoda”, por lo que, según informa la prensa, las damas que asistieron al evento presenciaron las pruebas sin descender de sus carruajes.28 En los carros que conducían a los espectadores desde la estación ferroviaria hasta el hipódromo, señalaba sin alegría el cronista de un promotor del refinamiento del turf como El Nacional, se codeaban “el endomingado high life y el negro peón”.29 Y aunque quizá con algo más de decoro, también en el hipódromo surgido en Palermo un quinquenio más tarde eran frecuentes los encuentros entre personas de distintos mundos sociales, como en aquella jornada de noviembre de 1883 en la que “encontrábanse en los grandes palcos desde el Presidente de la República hasta el artesano”.30
En la década de 1870, derrotados, los caballos criollos habían sido desterrados de las pistas. Sin embargo, en numerosas competencias todavía se medían ejemplares puros y mestizos, y no siempre los purasangres llevaban las de ganar. Gladiador, por ejemplo, el caballo más notable de la primera mitad de la década de 1880, al que entonces se consideraba el “rey del turf argentino”, era hijo de padre puro y madre mestiza. El desorden también imperaba entre los jinetes. (…) Las características de las monturas, estribos y frenos también dependían del gusto o el capricho de los corredores, y tampoco había convenciones uniformes en relación con el peso de los jinetes. Finalmente, gran parte de las apuestas se acordaba entre particulares, sin la mediación de los organizadores. La infraestructura de los hipódromos era modesta, con frecuencia no más que una pista y unas pobres gradas de madera, toda vez que no existía la posibilidad de captar ingresos considerables monopolizando la toma de apuestas o en concepto de derechos de admisión.
En este contexto de fragilidad institucional, las competencias hípicas no podían funcionar sin el auxilio del patronazgo privado. Y ello otorgaba gran importancia a figuras que no sólo desempeñaban un papel muy visible en las pistas sino que también aportaban considerables recursos materiales y humanos, imprescindibles para realizar las carreras. La descripción de las tareas que Eduardo Casey solía desempeñar es al respecto ilustrativa. Casey, se lee en uno de los muy escasos trabajos existentes sobre la historia del turf, “determinaba las fechas de las reuniones, establecía la programación, organizaba la publicidad, recaudaba las entradas y contribuciones para los premios y no vacilaba en actuar en el hipódromo como largador, juez de raya, comisario u otra función, aunque fuera subalterna, pero necesaria”.31 Y a ellos se agregaba, claro, su contribución financiera, decisiva sobre todo para ofrecer premios capaces de concitar el interés de los propietarios de los mejores ejemplares y de ese modo dar mayor realce al espectáculo.
Estos grandes patronos del turf constituían, en buena medida, el esqueleto sobre el que reposaban las competencias hípicas. Hay que señalar, empero, que el amplio margen de maniobra de que gozaban no siempre contribuía a consolidar el espectáculo y, en particular, a dotarlo de un mayor grado de respetabilidad. Un episodio que implicó al coronel Francisco Bosch ilustra ocurrencias habituales en el contexto de baja institucionalización que estamos describiendo. (…)
En mayo de 1883, Bosch hizo correr a varios de sus caballos en el hipódromo de Lanús. Descontento con el dictamen del juez de raya, que dio ganador a un rival, Leandro Álvarez, entrenador y jinete de la caballeriza de Bosch, decidió retirar a todos sus animales de la competencia. Sin la presencia de los destacados ejemplares de La Laura, la jornada, que se hallaba en sus inicios, perdió todo atractivo. Apenas se conoció la noticia, el público comenzó a abandonar el hipódromo. (…) Como el turf carecía de un tribunal de disciplina capaz de intervenir en estos asuntos, ni Bosch ni Álvarez recibieron sanción alguna. El redactor de El Nacional debía tener en mente cuadros como este cuando describía a las competencias de esos años como “reuniones de pulpería”.32
Un hito importante en la transformación del espectáculo turfístico fue la creación del Hipódromo Argentino, cuyas puertas se abrieron en mayo de 1876. Estaba ubicado en Palermo, en tierras cedidas en concesión por el estado, linderas con el Parque Tres de Febrero. La sociedad que lo puso en marcha, presidida por Narciso Martínez de Hoz y de la que Carlos Pellegrini fue secretario, reunía a un grupo de propietarios de caballos en el que ya predominaban ampliamente los nativos. Fue el primer hipódromo que contó con un cerco perimetral, erigido para impedir el libre acceso del público. El predio poseía un sector de tribunas y palcos más amplio y confortable que el de otros circos, donde podían alojarse unas 1600 personas. También contaba con servicios de gastronomía –café y restaurante– a cargo del Hôtel de la Paix, uno de los más prestigiosos de la Capital. Una nueva estación de ferrocarril, Hipódromo, facilitaba el traslado de los espectadores desde el centro de Buenos Aires hasta Palermo, entonces un descampado suburbano.33 La entrada general para los espectadores a pie se fijó en $ 10 m/c (el signo monetario de ese entonces), que equivalían a unos $ 0,4 en moneda metálica. El costo de esta entrada representaba cerca de la mitad del ingreso percibido por un obrero no calificado por una jornada de trabajo, o entre el 2 y el 3% de su ingreso mensual. Quien quisiera ingresar con su caballo debía abonar $ 15, y $ 30 en caso de que se tratase de un carruaje. El acceso a la tribuna costaba entre $ 25 y $ 125. Los palcos tenían un costo de $ 500.34
Gracias a su superior infraestructura, el Hipódromo Argentino prometía una mejora en la calidad del espectáculo. Ello no se produjo de inmediato, sin embargo. Y para no pocos aficionados, el cambio no parece haber sido tan grande, salvo en lo que se refiere a la obligación de abonar una entrada para disfrutar de un entretenimiento que no difería demasiado de los que hasta entonces se habían ofrecido a muy bajo costo o sin costo alguno. De hecho, el día de la inauguración del estadio se suscitaron grandes disturbios, producto de la reacción de numerosos asistentes que entendieron las restricciones de acceso como un menoscabo a sus derechos. Según la detallada crónica de La Prensa, muchos espectadores se abrieron paso a la fuerza, destruyendo el cercado, “porque la administración del circo es muy mala y los precios muy elevados”. La policía, continuaba este diario, “representada por algunos vigilantes, quiso intervenir con el objeto de contener el desorden, pero fue rechazada violentamente. […] La muchedumbre amotinada vociferaba contra los precios y contra la empresa, que obligaba a muchos concurrentes a estar entre los caballos y carruajes. […] Hasta se gritaba ¡fuego al palco!”.35
El relato de La Prensa exagera, si no la magnitud de los incidentes, al menos el talante de los revoltosos. De hecho, otros diarios describieron la escena sin tanto dramatismo. El periodista de La Pampa, por ejemplo, además de forcejeos, gritos y amenazas, también escuchó “carcajadas y silbidos”. Para calmar a los exaltados, más que permitirles incendiar las instalaciones sólo fue preciso dejarles el camino franco hacia las mejores ubicaciones. Todo lo que querían los indisciplinados espectadores, concluye el cronista del diario de Ezequiel Paz, era “tomar por asalto el gran palco que hay colocado en el Circo para librarse de pagar las diversas entradas”. (…)
El comportamiento de los espectadores sólo ilumina una parte del problema, toda vez que el público popular no era el único actor que necesitaba ser educado. A poco de su fundación, el Jockey Club primero arrendó y luego adquirió las instalaciones del Hipódromo Argentino. Desde 1883, pues, este centro social se convirtió en el administrador del hipódromo de Palermo (mantendría esta concesión hasta su revocamiento en 1953, con motivo de los incidentes que se narran en el último capítulo de este libro). (…)
Cuando tomó el control, el Jockey Club puso en marcha un nuevo programa de carreras, más regular y mejor organizado. El cambio, sin embargo, fue lento. Los acontecimientos que tuvieron lugar el día en que se disputó por primera vez el Gran Premio Nacional sugieren que el mundo de la pulpería criolla aún no había terminado de esfumarse de Palermo. (…)
Todo ello sucedió a muy poca distancia del lugar en el que estaba el presidente de la nación, quien había sido invitado por las autoridades del Jockey Club para presenciar el Gran Premio Nacional. Además de la visita de Julio A. Roca, la carrera contó con el apoyo material del gobierno federal, que destinó $ 8000 oro para recompensar al propietario del caballo ganador. Con esa donación comenzó a cobrar forma una estrecha asociación entre el estado y la actividad hípica promovida por el Jockey Club, cuya importancia enfatizaremos en el próximo capítulo. (…)
En efecto, a ese Primer Gran Premio le faltó decoro y calidad. De los 51 competidores anotados, sólo 16 se presentaron en la línea de largada. En gran medida, esa carrera tuvo el carácter de una disputa personal entre las dos grandes figuras del turf de esos años, el coronel Francisco Bosch y Eduardo Casey, cuya rivalidad había dominado las pistas durante varios años. Dispuesto a alcanzar el triunfo a toda costa, el temperamental coronel Bosch colocó tres caballos en la línea de largada. La victoria, sin embargo, le correspondió a un caballo del stud Buenos Aires, propiedad de Emilio Casares y W. H. Taylor, que también habían anotado tres ejemplares. El triunfo de Souvenir fue recibido con gran sorpresa, ya que nadie le atribuía mayores posibilidades de éxito a un animal que hasta entonces no había tenido una performance destacada. Otro dato resulta revelador del carácter del evento: el jockey triunfador, José Viera, tenía apenas 11 años. (…)
Disputas personales y resultados inesperados, desorden y desafío a las jerarquías sociales revelan que en 1884 el hipódromo elitista era sólo un proyecto. (…) En esos años, la apuesta no sólo era socialmente aceptada sino también públicamente estimulada, tal como se advierte al recordar que las carreras solían promocionarse haciendo referencia, más que al nombre de la competencia, al tamaño de la bolsa que se ofrecía al ganador.
A la luz de estas evidencias, parece claro que la pedagogía de los modales elegantes y circunspectos y el comportamiento civilizado que los animadores del Jockey Club deseaban promover –y que mandaba controlar los impulsos, separar las cuestiones del dinero de las referidas al espíritu, y colocar la apuesta bajo la ideología del fair-play– estaban muy lejos de haberse impuesto. En muchos aspectos, pues, y al igual que al público popular, también al círculo más encumbrado del hipódromo parecía faltarle bastante cepillo. Entrada la década de 1880, el arribo de costosos caballos importados había incrementado rápidamente la gravitación de la elite propietaria, lo que ubicó a este grupo en el centro del hipódromo. Construir un turf capaz de emular al de las grandes capitales europeas, empero, era una empresa todavía en ciernes.
Referencias:
1 E. S. Blousson, Turf y elevage argentinos. Origen, evolución, importancia, Buenos Aires, s.e., pág. 17.
2 F. M. L. Thompson, English Landed Society in the Nineteenth Century, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1963, pág. 1; “Nineteenth Century Horse Sense”, Economic History Review, segunda serie, XXIX (1976); David Cannadine, “Nobility and Mobility in Modern Britain”, en Aspects of Aristocracy. Grandeur and Decline in Modern Britain, Londres, Penguin, 1994, pág. 55.
3 En el medio siglo que antecede a la Declaración de Independencia de 1776, más de 170 caballos de raza árabe ingresaron en las colonias de América del Norte. John Eisenbergt, The Great Match Race, When North met South in America’s First Spectacle, Boston y Nueva York, Houghton Mifflin Company, 2006, págs. 29-40.
4 Timothy Breen, “Horses and Gentlemen: The Cultural Significance of Gambling among the Gentry of Virginia”, William & Mary Quarterly, 34 (1977), págs. 329-347.
5 Máximo Aguirre, “Los caballos del Restaurador”, Todo es Historia, III, Nº 29, septiembre de 1969, pág. 74.
6 Felipe Mayol de Senillosa, Memorias parleras, t. I, Pajarico Volantón, Buenos Aires, s.e., pág. 50.
7 Ricardo Levene, La anarquía del año 1820 y la iniciación de la vida pública de Rosas, Buenos Aires, Unión de Editores Latinos, 1954, págs. 251-252; Domingo F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1997, págs. 160-163.
8 Sobre el tamaño del rodeo entrerriano, Roberto Schimt, Historia del capitalismo agrario pampeano, t. V, Los límites del progreso: expansión rural en los orígenes del capitalismo rioplatense, Entre Ríos, 1852-1872, Buenos Aires, Editorial de Belgrano – Siglo XXI, 2008, págs. 49, 83; la cita es de Last Reason, “Donde el gaucho es rey…”, Crítica, 23/10/1924.
9 Emilio Daireaux, Vida y costumbres en el Plata, vol. II, Buenos Aires, 1888, F. Lajouane, pág. 284.
10 F. Mayol de Senillosa, Memorias parleras, op. cit., t. I, págs. 83-84.
11 E. Daireaux, Vida y costumbres en el Plata, ob. cit., vol. II, pág. 285.
12 Armold Bauer, Chilean Rural Society. From the Spanich Conquest to 1930, Cambridge, Cambridge University Press, 1975, pág. 206, William H. Beezley, Judas at the Jockey Club and Other Episodes of Porfirian Mexico, University of Nebraska Press, Lincoln y Nebraska, 1987, pág. 27, Jeffrey Needell, A Tropical ‘Belle Époque’: Elite Culture and Society in Turn-of-the-Century Rio de Janeiro, Cambridge, Cambridge Univesity Press, 1987, págs. 74-75.
13 J. Viale Avellaneda, El turf en la Argentina, ob. cit. pág. 51
14 J. Viale Avellaneda, El turf en la Argentina, op. cit., pág. 55; E.S. Blousson, Turf y elevage, ob. cit., pág. 92.
15 Jorge Newton y Lily Sosa de Newton, Historia del Jockey Club, Buenos Aires, Ediciones La Nación, 1966, págs. 38-50.
16 Ibíd., pág. 46-49.
17 J. Viale Avellaneda, El turf en la Argentina, ob. cit., pág. 198.
18 Ibíd., pág. 427.
19 J. Newton y L S. de Newton, Historia del Jockey Club, ob. cit., págs. 46-49; E. S. Blousson, Turf y elevage, ob. cit. pág. 96.
20 J. Viale Avellaneda, El turf en la Argentina, ob. cit., pág. 486.
21 Sobre este proceso, véase Leandro Losada, La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
22 El Campo y el Sport, 29/9/1892, pág. 38.
23 Anuario Jockey Club, 1882-1924, pág. 41; Jockey Club, Memorias y Balances presentados por la Comisión Directiva del Jockey Club, 1883-1884/1900-1901, Memoria 1889-1890, pág. 87.
24 E.S. Blousson, Turf y elevage, ob. cit., pág. 38.
25 El campo y el Sport, 17/12/1908.
26 Sobre el Jockey Club, Francis Korn, “La gente distinguida”, en José Luis Romero y Luis Alberto Romero (eds.), Buenos Aires. Historia de cuatro siglos, Buenos Aires, abril, 1980, vol. II, págs. 45-55. Leandro Losada, La alta sociedad, ob. cit., págs. 177-197.
27 J. Viale Avellaneda, El turf en la Argentina, ob. cit., pág. 475.
28 Ibíd., pág. 481.
29 El Nacional, 17/5/1882.
30 La Campaña, 4/11/1883.
31 E. S. Blousson, Turf y elevange, ob. cit., pág. 109.
32 El Nacional, 11/10/1883. Para otros ejemplos, véase J. Viale Avellaneda, El turf en la Argentina, ob. cit., pág. 661.
33 Ibíd., pág. 604.
34 Ibíd., pág. 607.
35 La Prensa, 9/5/1876.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar