El triunfo de las fuerzas mitristas en Pavón, en 1861, había puesto fin a la Confederación Argentina y había iniciado un proceso de reorganización nacional bajo la preeminencia de Buenos Aires, hasta entonces separada del resto de las provincias. Así, el proyecto federalista parecía acabado, derrotado por el proyecto liberal unitario.
Sin embargo, en 1862, el levantamiento del caudillo riojano Ángel Vicente “Chacho” Peñaloza puso en cuestión al centralismo porteño. Nacido en época del virreinato, en 1798, en los llanos del sur riojano, recibió educación de parte de un tío sacerdote y pronto se integró a las filas de Juan Facundo Quiroga, alcanzando el grado de general en Cuyo, región en cuyos destinos influyó notablemente, por ejemplo, interviniendo la provincia de San Juan en nombre de la Confederación Argentina.
Tras Pavón, en 1862, Peñaloza inició la resistencia con un ejército numeroso. Pero sin el apoyo de Urquiza, el líder cuyano fue, derrota tras derrota, obligado a replegarse. Su última irrupción fue el intento de tomar la provincia de San Juan, pero fue vencido en la entrada de la capital y perseguido hasta Los Llanos. Visiblemente agotado, fue capturado y, una vez que entregó sus armas, fue asesinado brutalmente. Era el 12 de noviembre de 1863. Su cabeza fue exhibida sobre una pica en la plaza de Olta, en medio de los llanos riojanos.
El “Chacho” fue capturado en su residencia de Olta por el entonces capitán Ricardo Vera, primo político de Peñaloza, quien recibió del líder federal su daga en señal de rendición; pero no contaba Peñaloza que, detrás de Vera, vendría el mayor Pablo Irrazábal, bajo mando del coronel José Miguel Arredondo, y cobardemente lo asesinaría con una lanza, ya desarmado, ultimándolo luego con disparos de carabina.
Durante años, cayó sobre Vera la acusación de traición, lo que lo motivó a publicar un folleto donde se defendía, narrando lo ocurrido en aquel episodio “tan deplorable como sangriento”. Aquí reproducimos la carta de Vera, deslindándose del cobarde asesinato, pero no del “orgullo de haberlo tomado prisionero”.
Fuente: Ernesto Fitte, La muerte del general Peñaloza, Buenos Aires, 1974, págs. 8-10.
Señor Director de La Revista de la Biblioteca.
Estimado señor y amigo:
Tengo el agrado de contestar su comedida y amistosa carta del 1° del corriente, en la cual usted me pide datos exactos sobre la muerte del general Ángel Vicente Peñaloza, pues el rumor público, según usted, me señala como autor de aquélla; mucho más después de la publicación de las Efemérides Americanas, obra en la cual, su autor don Pedro Rivas, arroja sobre mí la responsabilidad histórica de aquel hecho tan deplorable como sangriento.
(…)
Las cosas pasaron así: el año 1863, después del combate de Caucete entre las fuerzas de Peñaloza y la división nacional que mandaba el sargento mayor don Pablo Irrazábal, en el cual las primeras fueron derrotadas –el entonces coronel y actual general don José Miguel Arredondo, jefe superior de las fuerzas nacionales expedicionarias contra las montoneras- desprendió en persecución de Peñaloza una división al mando del mismo sargento mayor don Pablo Irrazabal, en la cual yo venía como jefe de vanguardia.
Esta división, a marchas forzadas, se dirigió a los Llanos de esta Provincia, y en uno de los días del mes de noviembre, cuya fecha no recuerdo con precisión, se dio alcance a los fugitivos de Olta, donde Peñaloza acababa de hacer campamento general para reunir y organizar nuevamente sus fuerzas deshechas en el combate de Caucete.
La sorpresa fue completa, pues nuestras fuerzas, favorecidas por una lluvia que caía en aquel día, pudieron descender desde la montaña a la población de Olta sin ser sentidas por el enemigo.
A mí, como jefe de vanguardia, cúpome el primer puesto en el ataque, que fue llevado por la vanguardia a mis órdenes con la rapidez y la energía que el caso lo requería.
Llegar a gran galope, rodear la casa donde estaba acampando el general Peñaloza y la fuerza que lo acompañaba, fue obra de un instante, quedando todos detenidos por un cerco de soldados en la casa aquella.
Yo mismo, que llegué de los primeros, fui quien personalmente intimé rendición al general Peñaloza, que a la sazón se encontraba sentado en un catre y con un mate en la mano.
El general ni los suyos hicieron resistencia alguna, entregándose presos en el acto, con excepción de los pocos que pudieron huir por las huertas y en dirección al monte.
Recuerdo, como si hoy mismo hubiera sucedido, que, a mi intimación de rendirse, el general contestó más o menos en estos términos: “Estoy rendido”, y me pasó su puñal, que era la única arma que tenía en ese momento.
Después de tranquilizarlo con las palabras más comedidas, púsele centinela de vista, enviando el parte ocurrido a mi jefe superior el sargento mayor don Pablo Irrazábal, que aún no había llegado, porque con el grueso de la división venía media legua atrás.
Una hora después el mayor Irrazábal llegaba de galope a la casa donde yo mantenía preso al legendario caudillo de las montoneras riojanas.
Llegar, preguntar por el preso y pasarlo de un lanzazo fue obra de un segundo, dando orden a los soldados que lo custodiaban que concluyeran con el herido, como en efecto verificaran con una descarga de carabinas que le hicieron.
En aquel momento supremo yo procuré evitar la muerte de Peñaloza, interponiéndome entre él y la lanza de Irrazábal; pero todo fue inútil, porque ni tuve tiempo para parar el golpe, ni podía hacerlo tampoco en mi condición de subalterno del que ejecutaba aquel atentado.
Hago la historia estricta y fiel de lo ocurrido, como lo acreditan las cuatro cartas que le acompaño, de testigos presenciales en aquel suceso, uno de ellos don Nicolás Peñaloza, primo hermano de la víctima de Olta, y como pueden atestiguar el general don José Miguel Arredondo y los demás que han actuado en aquella época.
Pero hice más: no sólo no tuve participación alguna en la muerte de Peñaloza sino que por reprobarla en la forma en que fue ejecutada, pedí inmediatamente mi separación del puesto de jefe de vanguardia y mi pasaporte para buscar la incorporación del coronel Arredondo, como en efecto sucedió, siendo yo mismo quien llevó el parte de lo ocurrido.
Ya ve, mi amigo, que en el fin desgraciado que cupo al general don Ángel Vicente Peñaloza no me corresponde otra responsabilidad –que la acepto de lleno y con orgullo- que la de haberlo tomado prisionero, en cumplimiento de mi deber y en el obsequio de la tranquilidad nacional, eternamente perturbada por el jefe obligado del gauchaje alzado contra las leyes y la civilización de la República.
Pero en su muerte, que fui el primero en reprobar y que ocurrió tal cual le dejo relatada en esta carta, ningún rol desempeñé, pues fue obra personal y exclusiva del entonces sargento mayor don Pablo Irrazábal, cuyos actos no podía ni estaba en mi mano evitar; porque como ya lo he dicho, era su subalterno y las leyes militares me imponían el penoso deber de presenciar los hechos en la forma que se produjeron.
Para causar impresiones desfavorables, en mi contra, por los que han pretendido endiosar la memoria del caudillo riojano, se ha llegado hasta afirmar que la muerte fue el fruto de una traición mía a su amistad.
Parte de este cargo injusto queda completamente desvanecido por la exposición que acabo de hacer; y en cuanto a mis relaciones personales con el general Peñaloza, oportuno es consignar ahora que nunca fueron cordiales, pues un año antes de su muerte me vi obligado a emigrar de la provincia para salvar de las persecuciones del que se quiere presentar como uno de mis amigos. El hecho es de pública notoriedad.
Mucho más podría decir en abono de las afirmaciones que esta carta contiene pero lo expuesto basta y sobra para dejar las cosas en su verdadero lugar.
Réstame sólo agradecer a mi distinguido amigo señor Delheye, el interés que se toma por disipar las injustas sombras que algunos, mal informados quizá, han querido esparcir sobre mi modesta pero honrada foja de servicios en el país.
Lo saluda afectuosamente su servidor y amigo,
Ricardo Vera
Rioja, febrero 12 de 1890
Fuente: www.elhistoriador.com.ar