El 5 de abril de 1818 tuvo lugar la batalla de Maipú. El general don José de San Martín, al mando de fuerzas argentino-chilenas, derrotó en los llanos de Maipú, Chile, al ejército realista, al mando del general español Osorio. Tras esta batalla, quedó sellada la independencia de Chile. A continuación, transcribimos el discurso pronunciado el 5 de abril de 1877, en el aniversario de esta batalla, por el presidente Nicolás Avellaneda, invitando a recolectar fondos para la repatriación de los restos de San Martín.
Fuente: Gutiérrez, Juan María, Biografía del general don José de San Martín, Mónica Editorial, Buenos Aires, 1945, págs. 35-42.
Conciudadanos:
Es hoy el aniversario de Maipú. Han trascurrido cincuenta y nueve años desde el día excelso de la victoria, y tres Naciones independientes y diez millones de hombres libres pueden ponerse de pie impulsados por la gratitud, para repetir el grito con que el Dictador O’Higgins saludó al vencedor sobre el campo mismo de la batalla: “¡Gloria al Salvador de Chile!”
¿Quién era el vencedor?
Su nombre, se encontraba ya inscripto en el número de los Grandes Capitanes de la Historia. La hazaña de la epopeya americana estaba ejecutada; y un año antes, el pueblo argentino había levantado sobre su cabeza, en la plaza de Mayo y bajo la sombra de la nueva bandera enarbolada por Belgrano, un Escudo con este letrero que leyó entonces la América y que ha recogido hoy la Historia: “La patria en Chacabuco al vencedor de los Andes”.
Tres años después, el nombre del vencedor de Chacabuco y de Maipú volvía a asociarse a una de las escenas más solemnes en la historia de este Continente.
Detengámonos para contemplarla.
Lima –La Ciudad de los Reyes- la Metrópoli de las Colonias es ya libre. Están solamente representadas en su Plaza Mayor todas las instituciones coloniales. He ahí –el excelentísimo Ayuntamiento que ha custodiado durante tres siglos el Estandarte Real de la conquista, que trajo Pizarro y que fue bordado por las manos augustas de la madre de Carlos V –helo ahí abatido sobre la haz de la tierra –he ahí la Universidad de San Marcos precedida por sus cuatro colegios y los prelados y párrocos de sus setenta iglesias. Hay construido un tablado en el lugar mismo, donde la Santa Inquisición encendió su hoguera. Un hombre está de pie para hablar desde su altura y agitando el pendón de una nueva Nación, pronuncia estas palabras: “El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”.
El nombre del general don José de San Martín subió en clamoreos hasta el cielo; y el hecho del día fue perpetrado por las inscripciones de una medalla vaciada en bronce imperecedero: “Lima juró su independencia en 28 de julio de 1821, bajo la protección del ejército libertador comandado por San Martín”.
Es ésta la obra del guerrero. Su espada sólo brilló para emancipar pueblos; y representa la acción exterior de la Revolución de Mayo, saliendo de sus límites naturales, abarcando la mitad de la América con sus vastas concepciones y contribuyendo con sus generales y sus soldados a sellar la independencia de muchos pueblos.
Las victorias de San Martín son los lampos de luz que circundan el nombre argentino; y mostrando sus trofeos que fueron pueblos redimidos, nos cubrimos con sus esplendores para llamarnos –Libertadores de Naciones 1.
La obra del guerrero se perpetúa y se magnifica, representada por pueblos nuevos que prosperan cada día en la civilización y en la libertad. Su nombre pertenece a la historia que lo menciona entre los grandes capitanes del mundo, y es honor de la América y gloria de un pueblo. He ahí su obra encarnada en millones de hombres. He ahí su nombre encumbrado sobre uno de los más altos pedestales del siglo y resguardado contra el olvido por el juicio humano. ¿Dónde está su tumba, para que vayamos en piadosa romería a rendirle honores fúnebres en el aniversario de sus batallas?
¡¡Su tumba!! El movimiento natural del corazón enternecido y agitado por grandes y poéticos recuerdos, iría a buscarla en el fondo de ésta su América, apartando las yedras gigantescas que aprietan las piedras de los templos derruidos, en aquel misterioso pueblo de Yapeyú. Capital de las Misiones, entre las selvas impenetrables y los monumentos legendarios de la dominación jesuítica, que fueron la primera visión de su infancia!
¡¡Su tumba!! La gratitud y el orgullo querrían encontrarla en la Plaza del Retiro, de donde salieron sus famosos granaderos que vencieron en San Lorenzo y once años después en Junín, para que su gran Sombra continuara pasando la revista de nuestros soldados, a la vuelta y en la partida. Busquemos más. –Donde se durmió el sueño de la victoria, se puede dormir en paz y en gloria el eterno sueño de la muerte-. ¿Por qué no hallaríamos la tumba del General San Martín del otro lado de los Andes, al pie de la cuesta de Chacabuco, entre las ásperas sinuosidades de la roca dura, donde reclinó su frente tras de la batalla, sin orgullo y meditabundo, austero y doblemente vencedor?
Mas no. La América independiente no muestra entre sus monumentos el sepulcro del primero de sus soldados. La República Argentina no guarda los despojos humanos del más glorioso de sus hijos.
La reparación es inevitable. Hay justicia póstuma en los pueblos, conciencia en la historia y luz sin sombras para las nuevas generaciones.
En nombre de nuestra gloria como Nación, invocando la gratitud que la posteridad debe a sus benefactores, ivito a mis conciudadanos desde la Plata hasta Bolivia y hasta los Andes, a reunirse en asociaciones patrióticas, recoger fondos y promover la traslación de los restos mortales de D. José de San Martín, para encerrarlos dentro de un monumento nacional bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.
Miremos más de cerca la figura inmortal de nuestro Gran Capitán. Es además el primer patriota de la América. Somos y seremos los ciudadanos de una República pacífica y al consagrar nuestro entusiasmo, no debemos desprendernos del sentimiento de nuestros destinos. Los laureles del guerrero no llenan el cuadro histórico.
Un año ha pasado después de jurada la independencia de Lima. Un Congreso soberano se ha reunido en su recinto; y el Libertador de Chile y Protector del Perú se apresta a desprenderse en su presencia de las insignias del mando, abandonando para siempre la vida pública. –Oigámosle-. Va a pronunciar palabras sencillas y grandes, las más grandes que se hayan oído bajo el cielo de América, porque expresan una abnegación sin ejemplo, mezclándose al mismo tiempo en su austera simplicidad a acontecimientos inmensos.
“Presencié la declaración de la independencia de los Estados de Chile y del Perú. Existe en mi poder el Estandarte que trajo Pizarro para esclavizar al Imperio de los Incas, y he dejado de ser hombre público. He ahí recompensados con usura diez años de revolución y de guerras. Mis promesas para con los pueblos están cumplidas –hacer su independencia- y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos. La presencia de un militar afortunado, por mayor desprendimiento que tenga, es temible para los estados que se constituyen de nuevo”.
Estas palabras fueron las últimas y tras de ellas se cierra la carrera pública de don José de San Martín. Eran el desenlace de un drama. Los dos más famosos guerreros de la revolución, partiendo el uno desde la Plata y el otro desde el Orinoco, habían venido inevitablemente a encontrarse sobre el último capo de batalla que les quedaba en América. “Señor, dijo el general argentino, seré vuestro segundo y pelearé bajo vuestras órdenes.” El libertador Simón Bolívar guardó silencio, y la escena histórica quedó concluida por la inmolación voluntaria del patriotismo.
Las célebres Conferencias de Guayaquil han sido por mucho tiempo el problema de la historia. “Serán un día revelados sus misterios”, hemos oído todos decir, desde que hubimos sentido esas ingenuas curiosidades suscitadas por la fascinación del renombre; y cuando alguno de los testigos presenciales se ha levantado pera hablar en son de confidencia, la América entera ha quedado atenta escuchándolo.
Pues bien, las revelaciones están hechos –han hablado testigos y actores y podemos nosotros levantarnos a nuestra vez para decir-. Nunca hubo tales misterios en la Conferencia de Guayaquil. No hay invisible, sino lo que fue visible del primer momento y lo que los ojos no quisieron creer, a pesar de verlo, porque era grande y portentoso.
Sí, un hombre en la plenitud de la vida y bajo todo el poder de las pasiones, abdicó el mando supremo, y renunciando al Ejército que había formado, a nuevas lides y a mayores glorias, a la vida misma de los campamentos fuera de los que no hay aire vital para el que nació soldado, y apretándose el corazón, fue a refugiarse durante treinta años en el silencio como en una tumba, para que otro general más afortunado completara sin celos ni rivalidades la obra de la independencia americana.
La envidia gritó –los misterios de Guayaquil-. La calumnia irguiéndose fue a buscar al héroe en las soledades del desierto. San Martín se concentra silencioso en el sentimiento de su gloria. ¿Qué valdría la palabra, si no valió la inmolación? Los años pasan estériles. Pongámonos de pie. El drama humano ya concluye. El general San Martín va por fin a hablar, no en presencia de los hombres, sino ante Dios.
¡Es él!, y se nombra. Escuchemos la enumeración de sus títulos que ningún argentino de las presentes y futuras generaciones volverá a reunir: “Yo José de San Martín, generalísimo de la República del Perú y fundador de su libertad, capitán general de la de Chile y brigadier general de la República Argentina…prohíbo que se me haga ningún género de funerales”.
¿Para qué, en verdad? Hace treinta años que sobreviviéndose a sí mismo, lleva sus funerales como una urna cineraria, dentro de su propio corazón. Pero no todo está muerto en él. La fibra humana conserva aun sus vibraciones para los cariños supremos. Ama a su hija y la menciona con palabras de indecible ternura. Ama a su patria…y le lega su corazón. “Desearía que mi corazón fuese depositado en el cementerio de Buenos Aires”.
Invito nuevamente a mis conciudadanos para recoger con espíritu piadoso y fraternal este santo legado. Las cenizas del primero de los argentinos según el juicio universal, no deben permanecer por más tiempo fuera de la patria. Los pueblos que olvidan sus tradiciones, pierden la conciencia de sus destinos, y las que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son las que mejor preparan el porvenir.
Nicolás Avellaneda
Buenos Aires, 5 de abril de 1877
Referencias: