
Autor: Mariano Fain
Los entusiastas lectores de la historia bélica conocen muy bien el nombre de Manfred Albrecht Freiherr von Richthofen. Pero para el resto de los mortales, ese nombre aristocrático resulta desconocido y ajeno. La razón es simple: el mundo lo recuerda por su mote, el “Barón Rojo”.
Este apodo se lo ganó por dos motivos. El primero, por el color carmesí de su avión triplano Fokker Dr.I, con el que surcaba los cielos en busca de presas. El segundo, por la estela de sangre que dejaba a su paso: derribó 80 aviones enemigos, un récord apenas superado en la Segunda Guerra Mundial.
Manfred nació en 1892, en Breslavia, por entonces parte del Imperio Alemán. Provenía de una familia aristocrática, los Richthofen, emparentada con la realeza prusiana. Su padre, un oficial retirado, lo obligó a seguir la tradición familiar. Con 11 años ingresó en la escuela militar, forjando su carácter marcial.
Al estallar la Gran Guerra en 1914, Manfred era teniente de caballería. Pero el alto mando prusiano lo reconvirtió en infante, destinándolo a las trincheras del frente oriental. Ese “castigo” no lo amilanó, sino todo lo contrario. Cuando la incipiente aviación buscaba reclutas, saltó como voluntario sin dudarlo. Veía en esos frágiles biplanos la oportunidad de librarse del fango de las trincheras.
Ingresó en la escuela de vuelo como un piloto mediocre. Sus instructores no vislumbraban su potencial letal. Lo asignaron a misiones de reconocimiento, hasta que por azar entró en combate aéreo. Sus osadas maniobras evasivas llamaron la atención de Oswald Boelcke, padre de la nueva arma aérea alemana. Personalmente lo reclutó para la élite, el escuadrón de caza Jasta 2.
Ese educado y cortés aristócrata se transformaba al tomar los mandos. Se convertía en un implacable depredador, llevando su frágil biplano Albatros DII al límite. Sus compañeros no salían de su asombro ante semejante despliegue de valor y pericia. “No se puede mandar ese avión así; debe dirigirlo con su espíritu”, decían admirados. Si el Barón Rojo entraba en combate, el enemigo estaba condenado.
Abatido en una batalla aérea, sufrió una grave herida en la cabeza que le provocó temblores en un brazo. Desafiando a sus médicos, en pocos meses regresó al frente para sumarse al escuadrón de caza Jasta 11. Allí lo aguardaban los modernos Fokker Dr.I, los letales triplanos carmesí que pilotaba en sus últimas hazañas.
Sus enemigos le profesaban una mezcla de respeto y temor, rara vez vista en una guerra. Cuando derribaba un avión contrario, sobrevolaba la zona y arrojaba flores sobre el aparato caído. Incluso llegó a organizar el funeral de un piloto británico al que había abatido.
La increíble racha del Barón Rojo llegó a su fin el 21 de abril de 1918, con solo 25 años. Una andanada antiaérea disparada por la artillería australiana impactó en su triplano sobre el cielo de Vaux-sur-Somme, en Francia. Su avión, envuelto en llamas, se estrelló a tierra en territorio aliado.
Irónicamente, sus enemigos le rindieron un emotivo homenaje póstumo. Lo enterraron con honores militares junto a los restos de su aeronave, en el mismo lugar de la caída. Adornaron su tumba con flores silvestres y dispararon tres salvas en su memoria. Incluso colocaron una lápida que rezaba: “Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz”.
Ese fue el extraordinario final del Barón Rojo. Un temerario caballero de los cielos que sembró el pánico entre sus enemigos y se granjeó su respeto más allá de las trincheras. La Primera Guerra Mundial inventó un nuevo tipo de héroe moderno, en el que converge valor, caballerosidad y genio guerrero. Ese arquetipo estático e inmortal tiene un nombre propio tallado a fuego en la historia bélica: Manfred von Richthofen, el Barón Rojo.