El primer Teatro Colón, impresiones de una viajera


Las diversiones del Buenos Aires colonial no eran demasiadas. El pato, las riñas de gallo, las cinchadas y las carreras de caballo eran entretenimientos de los suburbios orilleros a los que de tanto en tanto concurrían los habitantes del centro. Allí podían escucharse los «cielitos», verdaderos alegatos cantados sobre la situación política y social de la época.

Las corridas de toros convocaban por igual a ricos y a pobres, pero las damas preferían el teatro, la ópera y las veladas, que eran reuniones literarias y musicales realizadas en las casas. Los espectáculos teatrales en Buenos Aires se iniciaron a fines del siglo XVIII. Una vez a la semana «la parte más sana del vecindario», es decir, los propietarios porteños, concurría al teatro para asistir a veladas de ópera.

Desde su inauguración en 1783, la Casa de Comedias, conocida como el Teatro de la Ranchería, se transformó en el centro de la actividad lírica y teatral de Buenos Aires hasta su incendio en 1792. Allí se estrenó, en 1789, la primera versión de Siripo de Manuel José de Lavardén. Tras el incendio, Buenos Aires permaneció sin teatro hasta 1804, cuando se realizó la construcción del Teatro Coliseo.

El 25 de abril de 1857 se inauguró el primer Teatro Colón, con una premiere de gala de la ópera La traviata, de Giuseppe Verdi. El edificio estaba ubicado en las actuales Rivadavia y Reconquista, frente a la Plaza de Mayo, en el lugar que actualmente ocupa el Banco Nación. Su capacidad estaba calculada para 2.500 personas, con 64 palcos, 441 plateas, 114 tertulias, 240 cazuelas, y 250 lunetas paraíso.

Para la construcción del edificio, cuyos planos fueron confeccionados por Carlos E. Pellegrini –padre del futuro presidente-, se utilizaron los más modernos avances en materia edilicia. Fue la primera sala en la que se utilizó iluminación a gas y contó con el escenario más grande que se construyera hasta esa fecha. Los adornos de bronce cincelados le daban un aire majestuoso que fascinó a los espectadores.

Sin embargo,  no todo fueron elogios para el viejo Colón. Una viajera exigente dejó una descripción lapidaria de aquel edificio en la crónica que a continuación reproducimos. Le criticó “la falta de decoración que exige el buen gusto”, describiéndolo como un atentado a “las más triviales y rudimentarias nociones de la estética”. No ahorró tampoco diatribas contra los empresarios detrás del emprendimiento, de quienes dirá que “buscaron en lo barato el medio de asegurar mayores utilidades”. Y comparó la imagen de los palcos, en cuyas paredes se colgaban sombreros, gabanes y abrigos, con una “tienda de ropa usada”.

Pero la ensañada viajera no se ciñó a la ornamentación. También se ocupó de los concurrentes: “he observado también que las matronas tienen predisposición enfermiza a la obesidad, tanto que ni el mismo Rubens, que amó con exceso la exuberancia en las formas, se hubiera atrevido a tomarlas como modelo para sus cuadros”.

Es probable que nuestra cronista se hubiera alegrado, cuando el 13 de septiembre de 1888, “este atentado al buen gusto” cerró sus puertas. Pero los amantes del teatro debieron esperar dos décadas para ver inaugurado el actual Teatro Colón, aquel 25 de mayo de 1908.

Fuente: Víctor Gálvez (seudónimo de Vicente Quesada), Memorias de un viejo. Escenas de costumbres de la República Argentina, Buenos Aires, Ediciones Argentinas Solar, 1942, Págs. 48- 57.

Impresiones de una viajera

Muy interesante sería para mí conocer y juzgar la sociedad argentina, como lo desearía Mr. Thorndike Rice; ya que esto no es posible, déjeme contarle ahora en poridad, las impresiones que me produjo el Teatro Colón, y cumplir con mi editor de Lafayette Place, en la manera que pueda.

He observado a las lindas damas que concurren al teatro Colón como si se visitase una galería de pinturas…

Si yo fuera artista, habría ejecutado sus retratos en miniatura, y esas lindas cabezas harían enloquecer a más de uno de nuestros antiguos conocidos de la calle de Courcelles, o de los graves discutidores  de la calle de Vivienne…

La sala de Colón no está terminada, amigo mío: es un edificio en embrión, al cual le falta la decoración que exige el buen gusto, la riqueza y el confort de una sociedad elegante. No es posible que un arquitecto competente, como sin duda lo fue el que levantó el plano y dirigió la construcción, hubiera proyectado como decoración permanente y definitiva, los pobrísimos balaustres de pino, pintados de blanco, que forman la barandilla actual de los palcos. (…)

En debido homenaje al buen gusto estético de todos, yo me imagino que la actual sala del Teatro Colón es sólo el esqueleto de lo que deberá ser, una vez que sea decorada como lo exige el destino para el cual fue construida y la sociedad elegante y rica a la que está destinada. Tal ha debido ser lo acontecido, según mi leal entender, y pienso que si no se han ejecutado todavía las obras definitivas de la decoración interior, debe explicarse por muchas causas complejas, y ahora por el pleito que sostiene el municipio y los empresarios, por estar vencido el plazo de la concesión.

Curiosa como extranjera e indagadora como mujer, he querido inducir la verdad, y paréceme bien comprobado que se tuvieron presentes los planos de los mejores teatros líricos de Italia, como el de la Scala de Milán y el de San Carlos de Nápoles, entre otros varios. Lo digo en justísima vindicación del arquitecto que levantó los planos, los cuales, según la tradición fueron despedazados por la comisión  de profanos que eran accionistas o empresarios para quienes lo bello era demasiado caro, y buscaron en lo barato el medio de asegurar  mayores utilidades. (…)

Mi opinión es, en definitiva, que, sean los empresarios o accionistas, sea la municipalidad, sea el que fuere, deben apresurarse a terminar la decoración de esta sala, cuyo aspecto desmantelado es frío y poco artístico.

Por otra parte, los palcos están empapelados de color rojo, lo que hace más notable el contraste con las pequeñas puertas blancas de cada uno, y ambos colores producen un efecto abigarrado y chabacano.  ¡Carencia absoluta de ornamentación artística! Más aun: sobre este fondo rojo, -en las noches de gala y siempre que hay función- se ven colgados los sombreros y gabanes de los caballeros, los abrigos y tapados de las señoras, y esta confusión de objetos multicolores presenta el aspecto de una tienda de ropa usada, mientras brillan por la elegancia, el lujo y la belleza, las señoras que ocupan los asientos.  ¡Qué estupendo contraste!

¡Cuán irresistible es empero el poder de la costumbre! Aquí no se dan cuenta de esta antítesis detestable, de la falta de armonía entre los lindos vestidos de las damas, y el fondo ya descolorido, sucio, abigarrado y feo. Yo protesto contra este atentado al buen gusto y contra la transgresión de las más triviales y rudimentarias nociones de la estética. (…)

La sala de la Opera de la calle Corrientes es mucho más artística, mejor decorada, más confortable; lo cual prueba que no es por ignorancia sino por condescendencia bondadosa en el público, que la empresa de Colón no se ha apresurado a decorar como es debido el primero de los grandes teatros de esta capital. (…)

Cuando llueve acontece lo más detestable: las señoras con sus vestidos de lujo bajan sobre las aceras enlodadas y mojándose, expuestas a contraer graves dolencias. Y sin embargo, sería muy sencillo construir marquesas con techo de cristal en la entrada principal y lateral, de modo que los coches parasen debajo  de ellas y pudiesen descender las señoras y caballeros sin mojarse. (…)

Hay empero en este país, según mi criterio de mujer, donaire y gracia en las damas, como rasgo general y característico: la belleza es variada por la mezcla de todas las razas; las hay hermosas de ojos azules y morenas de ojos de fuego.

Las he visto hermosísimas, muy graciosas, simpáticas, bonitas y vivaces, pero ¡ay! he observado también que las matronas tienen predisposición enfermiza a la obesidad, tanto que ni el mismo Rubens, que amó con exceso la exuberancia en las formas, se hubiera atrevido a tomarlas como modelo para sus cuadros.

Dicen que las mujeres lloramos al notar las primeras arrugas en la tez ¡cómo no llorarán ellas al contemplar las prosaicas ondulaciones producidas por la obesidad!

Yo he visto, pues, a las señoras que ocupan los palcos en el teatro de Colón como si recorriese una galería de cuadros. Haré mis juicios como apasionada de lo bello, o mejor dicho, como mujer que ama la estética y lo más admirable en la creación, según mi opinión: la belleza femenina.

Ante todo: ya que tengo en mi mano este instrumento de acero de dos puntas sin ser las tijeras de nuestro arsenal de coquetería, dígame usted en indiscreta confianza, ¿por qué no llevan guantes muchos de los caballeros que se encuentran en este teatro? ¡Yo no he podido explicarme esa omisión, tratándose de tantas manos dignas de ser púdicamente encubiertas y honestamente calzadas por guantes nuevos!

¿Es por economía o es por moda? Mezquina sería la primera en caballeros habituados a la vida elegante, generosos y aún pródigos. (…)

Estoy ya cansada de este largo monólogo. Me es indispensable ahora algunas indagaciones directas. ¿Quiénes son las señoras que ocupan los palcos? ¿Qué nombre llevan?

Rápidas fueron mis preguntas, y aunque fuesen indiscretas algunas respuestas, yo no nombraré a ninguna y me limitaré a trazar ligerísimos esbozos, de aquellas que más me atrajeron por su aspecto: serán siluetas apenas perceptibles que puedan tal vez ser adivinadas, pero nada más.

Me acercaré a ellas con recogimiento y desconfianza, apenas rozaré sus elegantes trajes sin tocar ni las flores de sus adornos, y mucho menos su delicada epidermis.

Escúcheme con paciencia, son mis impresiones íntimas.

Vi en uno de los palcos, cuyo sitio no quiero señalar, tres damas. La una vestía con la exquisita elegancia de una parisiense. Importa poco el color del traje que llevaba, ni el detalle de la toilette, pero tenía el cachet del buen gusto. Su cabello negro daba a su mirada penetrante una fascinación irresistible: aquellos ojos húmedos brillaban más que los dos brillantes de sus aros…

Estrechos vínculos de familia debían unirla con la otra, me decía a mi misma, por la similitud en los rasgos fisionómicos. ¡Qué ojos negros! ¡Qué mano tan pequeña!… El color de la tez era esencialmente americano, no se la hubiera confundido con una belleza del norte de la Europa. (…)

Sentada en el centro, con belleza casi infantil, se hallaba una niña de lindos y grandes ojos. Es la menor de las tres me dijeron.

Marcado era el contraste con la alegría comunicativa que caracteriza la fisonomía de tres simpáticas jóvenes en el cercano palco. Qué difícil me fuera trazar sus perfiles. La una tiene chispeantes ojos, mirada franca y penetrante; picaresca es la otra, de tex morena: sus ojos son saetas. La tercera lucha en atractivo con sus hermanas…

Esbelta, simpática y tranquila, vi en otro costado del teatro, una joven hacia la cual me sentí atraída. Parecíame que la sangre sajona de mis venas se agitaba ante aquella mirada: ¿habría entre ambas algo de común?… Aquí, como en mi país, las nacionalidades se mezclan. La distinción inglesa aparecía vivificada por el fuego español.  (…)

Hacia el frente del proscenio y en palco bajo también, se distinguía el busto hermoso y los grandes ojos de una joven, tipo genuinamente americano, que otras veces he visto vestida de blanco, con adornos negros. A pesar de su contacto entre guerreros, conserva al parecer una dulce afabilidad.

¡Por todas partes simpáticos semblantes! Morenas o blancas, pálidas o sonrosadas, el conjunto era seductor. (…)

Yo estaba inquieta: esta galería de bellas señoras y de lindas niñas me parecía fantástica y fascinadora: no podía mirar a todas en detalle; abracé el conjunto, diciéndome a mí misma, es un país de lindas mujeres!

Me levanté pues. Antes de partir quise conocer la región vedada del sexo feo: quise subir al cielo de las huríes y subí las escaleras. ¡Oh! ¡Qué multitud! Las había sentadas hasta en las mismas gradas, en bancos y en sillas, mientras dobles hileras se agrupaban hacía la sala del espectáculo. Esto era un mundo bullicioso y alegre, pero mundo incompleto… en el que no hay hombres. ¡Estaba en la cazuela!

¡Qué lindas niñas! ¡Qué comunicativas y risueñas! ¡Qué algazara y qué ruido! No hicieron caso de la extranjera que podía oír y en efecto oí misteriosas y picarescas revelaciones…

Mi excursión estaba terminada…

Lucy Dowling

Julio, 1882.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar