El reloj de la ciudad, por Mariano Perla


Compartimos a continuación un simpático artículo sobre puntualidad, relojes, obsequios y estrellatos, publicado hace más de cincuenta años en la Revista Tía Vicenta.

Fuente: Revista Tía Vicenta, Año V, Número 1764, sábado 4 de febrero de 1964.

En estos días se ha cumplido el aniversario. Un día de 1849 fue declarada hora oficial de la ciudad la señalada por el reloj del Cabildo. El cual había estado esperando este reconocimiento casi un siglo. Porque él se hallaba ahí desde que fue terminada la torre del edificio, allá por 1765. Y ya entonces tuvo que esperar –aún cuando la misión de las máquinas de su clase sea, por el contrario, hacer esperar a otros–, a que la torre quedara conclusa y rematada.

Desde ese año de 1849, el reloj del Cabildo preside la impuntualidad porteña, que es un hábito mucho más delicado y difícil que su contrario, el de la puntualidad, bueno únicamente para ingleses y otros pueblos sin imaginación. (Quizá por eso los ingleses regalaron otra torre y otro reloj, al cumplirse el centenario de la independencia, y lo pusieron frente a las estaciones de Retiro; pero sólo consiguieron apresurar la carrera del que llega tarde a tomar un tren que, por lo demás, sale con retraso).

Lo difícil de la impuntualidad está en sus complicadas reglas. En las fiestas y actos  públicos, por ejemplo, el retraso obedece a ciertos mecanismos de la costumbre, que sólo son graduados correctamente por gente muy experta. Por otra parte, el momento de llegada guarda relación con la “jerarquía” establecida, no sin alguna generosidad, por el propio interesado. De ahí que los artistas de cine muy famosos rivalicen en dilatar su anheladísima presencia. A más “estrellez” –“estrellez”, de estrella, no estrechez, amigo linotipista–, más retraso. Goethe se irritaría.

Sin embargo, un poeta que además era un espíritu metódico escribió: “Los defectos de una persona cobran especial importancia en la mente de quienes la esperan”. Aunque sería mejor decir simplemente quienes están en el lugar al que deba irse. Pues hacerse esperar no es lo mismo que ser esperado. A veces, todo lo contrario. La esperanza termina por morir a manos de la impaciencia.

Pero quizá en este hábito de la impuntualidad hay motivos más profundos. Aparte, desde luego, de la fuerza de la tradición. Recuérdese que en España sólo hay dos actos que empiezan en punto: las corridas de toros y los entierros, es  decir, aquellos en los cuales la muerte desempeña un papel casi protagónico. Y más original que los vivos, la muerte es una estrella puntual. Solamente en el cine se ha permitido perder tiempo jugando al ajedrez. Que, por otra parte, es, según todo el mundo sabe, un juego para matar el tiempo.

El reloj del Cabildo ha cumplido su misión brava y silenciosamente durante muchas décadas. Sólo le falló una campana próximo el día en que el ministro Vítolo debía hablar solemnemente. Pero fue una inhibición comprensible. Nadie pretendió detenerle, como le sucedió a cierto vecino suyo, más moderno e inexperto y que, por tanto, ignoraba que el tiempo de los relojes no se detiene. El otro, el verdadero tiempo, tal vez; o acaso está siempre detenido.

Pero en este simbolismo ninguno tan expresivo como el del reloj sin agujas de un sueño de Ingmar Bergman. Dicen que así estaba también uno de la Rambla de Mar del Plata, en los días del Festival. Como si tuviera los brazos abiertos y hubiera quedado rendido en la contemplación de la oquedad perfecta.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar