Islas contra la bomba atómica


Fuente: Ladislao Szabo, Revista ¡Aquí está!, 27 de octubre de 1949.

El 6 de agosto de 1945 bombarderos estadounidenses lanzaron sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba atómica con uso militar no experimental. La bomba dejó aproximadamente 140.000 personas, unos 70.000 heridos y una ciudad desvastada. Tres días más tarde, el 9 de agosto, la aviación norteamericana fijó su objetivo en otra ciudad nipona, Nagasaki, y arrojó una segunda bomba atómica, que causó aproximadamente 70.000 muertos y 30.000 heridos. A estas cifras deben sumarse las causadas por los efectos de la radiación nuclear. Generaciones de japoneses debieron sufrir malformaciones a consecuencia de la radioactividad.

Poco después, el 2 de septiembre de 1945, terminaba oficialmente la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón firmaba su rendición a bordo del acorazado estadounidense Missouri. Las tropas del Eje ya habían capitulado incondicionalmente en mayo de 1945.

Apenas unos meses más tarde, a comienzos de 1946, comerciantes ingleses ya veían en la “psicosis atómica” un medio para obtener pingües ganancias mediante la venta o arrendamiento de islas alejadas del peligro atómico. El texto que sigue fue sacado de la revista ¡Aquí está! del 27 de octubre de 1949.

Islas contra la bomba atómica

El fantasma de la tercera guerra mundial impulsa a algunos a buscar refugio seguro en los lugares más apartados del mundo.

Nunca hubo una demanda tan grande por islas oceánicas como ahora. Hay compradores para islas de todas las categorías, cualesquiera sean su tamaño y posición. En Londres, en París y también en Nueva York la cotización de las islas es muy alta y existen indicios para creer que su precio seguirá subiendo. Las causas de este fenómeno deben buscarse en la “psicosis atómica”, enfermedad novísima que se está convirtiendo en una verdadera epidemia de caracteres alarmantes.

“Cazadores de islas”

El asunto tuvo sus comienzos en 1946, cuando cierto caballero inglés anunció, por fines meramente comerciales, que su pequeña isla constituía “una respuesta adecuada” a la bomba atómica. Su argumento era simple y convincente: ningún beligerante iba a lanzar una bomba atómica contra un objetivo tan insignificante como un islote desprovisto de todo valor militar. Al día siguiente, cincuenta y cuatro pretendientes disputábanse la posesión de la isla en cuestión, que fue vendida, finalmente, por un precio fabuloso.
Así se inició el rush hacia los miles de islotes situados frente a las costas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, muchos de los cuales fueron vendidos a personas que temían compartir la suerte de los habitantes de Hiroshima y Nagasaki, o simplemente a especuladores. Éstos, que han recibido el nombre de cazadores de islas en el lenguaje popular, siguen haciendo espléndidos negocios con sus adquisiciones, ya que no se limitan a revenderlas con ganancias, sino que las subdividen en parcelas e incluso las ofrecen en arrendamiento.

Las Antillas y el Pacífico

Como era natural, no tardaron en surgir individuos, cuya psicosis atómica exigía algo más que aquellos islotes próximos a la costa. Los cazadores de islas supieron interpretar estos anhelos, y algunas semanas después hicieron su primera aparición avisos como éste:
“Pequeñas islas subtropicales, pertenecientes al grupo de Barlovento en las Antillas, se ofrecen como refugio ideal para los que desean alejarse de las vicisitudes de esta época. Verdaderas reliquias de un pasado romántico, estas islas escasamente pobladas e ignoradas por el turismo gozan de un clima eternamente primaveral, que las convierte en un lugar de ensueño y de tranquilidad absoluta…”

Ahora el caso es que hay gente que no está conforme ni siquiera con la herencia de los bucaneros en las Antillas. Muchos individuos pudientes, especialmente norteamericanos, están adquiriendo islas en los puntos más remotos del Pacífico, lejos de los famosos atolones de Bikini, claro está. Balí, “el último paraíso terrestre”, es hoy un punto de efervescencia, igual que el resto de Indonesia, de modo que es necesario ir hasta la lejana Oceanía para quedarse excluido del mundo. Tahití tiene muchos partidarios entre franceses, ingleses y norteamericanos; pero la mirada de algunos se siente atraída por islas tan perdidas como la de Norfolk o de Pitcairn, que fue el refugio de los amotinados de la “Bounty”, hace un siglo y medio.

Robinsones modernos

Los compradores de islas se dividen en dos grupos. El primero y más numeroso está formado por aquellos que sólo se trasladarían a sus refugios insulares ante la inminencia de una nueva guerra. El segundo es de los llamados escapistas, cuyo deseo es establecerse sin demora y definitivamente en sus islas, cualquiera que sea el rumbo tomado por los acontecimientos del mundo.

Por supuesto, el escapismo no es un producto exclusivo de estos días. Después de cada tormenta de sangre que devastaba los países del viejo mundo, la gente se sentía acometida por unos deseos vagos de evasión. El enorme éxito del “Robinsón suizo” de Wyss, en los años que siguieron a las guerras napoleónicas, es una prueba harto elocuente del sentimiento popular europeo en aquella época. Y algo parecido sucedió también después de la primera conflagración mundial.

Fueron muchos los que se despidieron de la civilización hace unos veinte o treinta años, para desaparecer en el anónimo feliz de las islas de los mares del sur. Hubo entre ellos artistas, escritores, músicos, aristócratas, filósofos y hasta millonarios de todas las nacionalidades. Algunos de estos Robinsones modernos regresaron al seno de la civilización al cabo de algunos años, mientras que otros, para no mencionar más que a los pintores Le Mayeur y Theo Meier, prosiguen aún su aislamiento, sin dar más señales de vida que los resultados de sus trabajos respectivos.

La figura de Alain Gerbault se destaca entre los que habían soñado con vivir como Robinsones en algún paraíso ignorado. Acompañado por un minúsculo grupo de amigos, el campeón de tenis y navegante solitario se estableció casi secretamente en una isla olvidada de Melanesia, donde murió años después, a consecuencia de un accidente. Es de suponer que sus acompañantes carecían del espíritu inquieto que lo animaba, porque sólo demoraron hasta la llegada del primer barco que los devolvió a Francia.

¿Refugio o prisión?

No cabe la menor duda de que las islas alejadas de los continentes podrán ofrecer cierta protección a sus habitantes contra los efectos de la bomba atómica, pero jamás llegarán a ser paraísos terrestres, tal como sueñan sus flamantes poseedores. La tragedia desarrollada hace unos quince años entre los seis Robinisnones de Floreana, una de las islas Galápagos, demuestra claramente que el refugio, en vez de transformarse en un edén, se convierte, a la larga, en una prisión infernal, donde sólo dominan las pasiones más bajas del hombre.

Con todo, el éxodo de los nuevos Robinsones se ha iniciado ya. Se están formando pequeños grupos de jóvenes en varios países para trasladarse a los puntos más remotos de la tierra. Van mejor equipados que sus antecesores, ya que sus equipajes contienen refrigeradoras, vacunas, penicilina, aparatos de radio y mil cosas más.

-Vamos a las islas de la Sociedad- manifestó el jefe de un alegre grupo de franceses a los representantes de la prensa.

-¿No le parece un poco lejos?- le preguntó en broma uno de los periodistas.

-¿Lejos de qué?- preguntó a su vez el francés.

Ciertamente: ¿lejos de qué? El hombre puede alejarse de la guerra, de la bomba atómica, de sus semejantes, pero nunca logrará ponerse lejos de sí mismo. Y este es el secreto del fracaso de todos los Robinsones.