El 14 de junio de 1986, moría en Ginebra, Suiza, Jorge Luis Borges, uno de los más destacados poetas, cuentistas y ensayistas del país y del mundo. Entre sus obras figuran: Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Historia universal de la infamia, Ficciones y El Aleph, entre muchísimas otras.
Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Descendía de una familia de próceres que participaron en las luchas de independencia y en las guerras civiles. Su padre, Jorge Guillermo Borges, fue profesor de psicología e inglés.
Influenciado por su abuela materna, Fanny Haslam, Borges aprendió a leer antes en inglés que en español y a los seis años ya había manifestado a sus padres su vocación de escritor. Un año más tarde escribió en inglés un resumen de la mitología griega y pocos años después una traducción de El príncipe feliz, de Oscar Wilde, que un amigo de su padre publicó en un periódico.
En 1914, su padre se jubiló prematuramente debido a una ceguera, y decidió pasar una temporada con la familia en Europa. Visitó Londres y París, pero tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, la familia decidió instalarse en la neutral Ginebra, en Suiza. Allí Borges inició el bachillerato y aprendió francés, latín y alemán. En 1919 los Borges se instalarán en Mallorca, España. Más tarde vivieron en Madrid y en Sevilla, donde el joven Jorge Luis se unió a un grupo de jóvenes ultraístas.
En 1921 Borges regresó con su familia al país, redescubrió Buenos Aires y quedó fascinado con sus suburbios, tierra de malevos. Pronto conoció a Macedonio Fernández, y asistió a su tertulia de los sábados. Bajo su tutela participó en la fundación de varias publicaciones como Prisma y Proa. En 1923, antes de partir nuevamente rumbo a Europa con su familia, publicó Fervor de Buenos Aires. Más tarde publicaría Luna de enfrente, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, y Evaristo Carriego. De esta época datan sus relaciones con Ricardo Güiraldes, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo, Alfonso Reyes y Oliveiro Girondo.
Escribió para Martín Fierro y Sur, y colaboró como asesor literario en el diario Crítica. Publicó más tarde Historia universal de la infamia, una colección de cuentos basados en criminales reales, e Historia de la eternidad.
En 1938 murió su padre y ese mismo año Borges sufrió un accidente que casi le costó la vida. Logró salvarse, pero a partir de entonces comenzó a perder la vista. En 1940 publicó junto a Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica. Más tarde aparecerán Seis problemas para don Isidro Parodi, en colaboración con Adolfo Bioy Casares, y Ficciones, que recoge cuentos publicados con anterioridad.
En 1937 había conseguido un puesto de primer ayudante en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, pero en 1946, tras algunas declaraciones antiperonistas, Borges fue destituido de su puesto y nombrado inspector de aves y conejos en mercados municipales. Comenzó entonces a dictar cursos y conferencias, y dirigió la revista Anales de Buenos Aires.
En 1949 publicó El Aleph, Otras Inquisiciones y, tras el derrocamiento de Perón, fue designado director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor de literatura inglesa de la Universidad de Buenos Aires. También obtuvo en 1956 el Premio Nacional de Literatura. Publicó luego El Hacedor, El informe de Brodie y El libro de arena.
En 1961 compartió el Premio Formentor con Samuel Beckett, y en 1980 el Cervantes con Gerardo Diego. Lo recordamos en esta ocasión con las palabras que escribió su madre, Leonor Acevedo en 1964.
Fuente: Diario La Opinión Cultural, domingo 15 de septiembre de 1974, pág. 3.
Era un niño tímido, muy reservado. Adoraba a su hermana Norah y los dos juntos imaginaban un número infinito de juegos extraordinarios. Nunca se peleaban y siempre estaban juntos, aún antes de que Georgie encontrara amigos en el colegio de Suiza.
Su primer trabajo impreso fue la traducción de una novela corta de Oscar Wilde, El príncipe feliz, que hizo en Buenos Aires cuando tenía nueve años. Álvaro Melián Lafinur encontró “perfecto” ese trabajo y lo publicó en el diario El País. El segundo texto fue una carta que escribió a uno de sus amigos, abogado en Ginebra; éste la publicó en un diario de esa ciudad en el original francés.
Dio su primera conferencia a los 23 o 24 años; se trataba de “El idioma de los argentinos”. No la leyó, pretextando su mala vista. Rojas Silveyra tuvo que reemplazarlo, Georgie estuvo a punto de no concurrir por miedo, pero a último momento aceptó encantado para darme el gusto, como me lo dijo luego.
Muy temprano supe que iba a ser escritor. A los seis años había compuesto un cuentito en castellano antiguo, titulado El río fatal; tendría cuatro o cinco páginas. Cuando era muy niño tenía un lenguaje extraordinario. Quizá escuchaba mal. Desfiguraba por completo las palabras.
Sentía pasión por los animales, sobre todo por las bestias feroces. Cuando íbamos al Jardín Zoológico era difícil sacarlo de allí. Y yo, muy pequeña, sentía miedo por él, que era grande y fuerte. Temía que se enojara y me golpeara. Sin embargo, era muy bueno. Cuando no quería obedecer le quitaba sus libros; santo remedio.
La lectura fue de inmediato su gran pasión. Pero a él le gustaba mucho salir, a la calle o al jardín; en el jardín había una gran palmera de la cual muchas veces Georgie se acordó en sus versos llamándola “pequeño convento de los pájaros”. Bajo esta palmera, junto con su hermana inventaba juegos, sueños, proyectos, y creaban personajes con los que jugaban; era su isla.
Al principio, a Georgie no le gustaban las visitas de los amigos de mi marido; luego se habituó a ellas. Y más tarde, por ejemplo, cuando venía Evaristo Carriego, le gustaba quedarse abajo con las personas grandes para escuchar al poeta recitar sus propios versos o bien El misionero de Almafuerte. Entonces se quedaba ahí con los ojos enormes.
Al regresar de nuestro primer viaje a Europa se hizo de grandes amigos. Así, le resultó muy penoso cuando tuvimos que partir de nuevo a Londres, donde mi marido debía tratarse los ojos. Georgie estaba enamorado de una muchacha que había conocido en casa de unos amigos y a quien dedicó algunos versos de Fervor de Buenos Aires. Hubo un tiempo en que no le gustaban en absoluto los niños. Pero cuando su hermana Norah los tuvo, los quiso apasionadamente.
Yo le leo todo a Georgie desde los siete años. Y cuando escribe, me dicta. Hay algunas cosas que no me las ha leído, como el poema Los dones, tan triste, donde habla de sus ojos. Pero yo lo leí cuando estuvo impreso. “¿Cómo lo hiciste?”, le pregunté, y él me contestó: ‘Sí, se lo dicté a alguien en la biblioteca porque pensé que te causaría pena’”. En efecto, disimula todo lo relacionado con su mala vista, lo disimula mucho. Siempre está de buen humor, pero yo sé bien que en el fondo hay otra cosa…
Tengo que contarle cómo conoció a Victoria Ocampo. Fue luego de esa famosa conferencia sobre “El idioma de los argentinos” que La Prensa publicó al día siguiente; esa misma noche, Victoria le escribió una carta: “Usted supo decir lo que yo siempre he pensado de la lengua española y que no he podido decir. Lo quiero hablar”. Quedó espantado: él, un jovencito: “¿Qué voy a poder decirle a Victoria? ¡A Victoria Ocampo!”. Lo tranquilicé: “Pero ella te dice ahí de qué vas a hablarle”. La carta llegó el sábado y ella lo invitaba a Georgie a almorzar al día siguiente. Fue. Y, naturalmente, hablaron mucho. Luego Victoria vino a casa. Georgie siempre tuvo por ella al mismo tiempo que un gran afecto, mucho respeto. Georgie también es gran amigo de Silvina Ocampo y de su marido Adolfo Bioy Casares, a quien conoció antes de casarse.
Cuando era chico, dibujaba animales, boca abajo. Siempre comenzaba al revés, por las patas. Dibujaba sobre todo tigres, que eran sus animales favoritos. Luego de los tigres y de otros animales salvajes pasó a los animales prehistóricos de los que leía, durante dos años lo que era posible leer. Más tarde se apasionó por las cosas egipcias y entonces leyó todo lo que pudo hasta el momento en que se abalanzó sobre la literatura china; tiene una gran cantidad de libros sobre ese tema. En suma, le gusta todo lo que es misterioso. Así fue como escribió muchas conferencias sobre la Cábala; aun los israelitas le han preguntado cómo sabía tantas cosas sobre la Cábala. Después de eso vino la época de Dante, sobre el cual escribió mucho; creo que con ello se podría hacer un libro. Profundizó el tema enormemente y afirma que La Divina Comedia es la obra más extraordinaria de la literatura. ¡Se la tuve que leer en italiano!
Cuando estaba en el colegio, Georgie se aplicaba a sus deberes y a sus lecciones. Pero las matemáticas le costaron. En cambio le gustaba la historia y, naturalmente, la literatura, así como la gramática y la filosofía. Solía leer con avidez los libros de esta última disciplina, y hablaba sobre ellos con su padre, dado que mi marido, aunque era abogado, seguía un curso sobre psicología inglesa en el Instituto de Lenguas Vivas. Comenzaron a hablar de filosofía cuando Georgie tenía diez años. Mi marido, que murió en 1938, estaba muy orgulloso de su hijo; también él había escrito poemas y la primera traducción española en verso del Rubayat de Omar Khayam. Trasladó a su hijo todo su interés por este dominio.
Goergie tuvo dos accidentes graves, uno de ellos cuando era niño. Se cayó del primer coche de un tranvía y las ruedas del segundo le pasaron a solo algunos centímetros de la cabeza; le cortaron algo de pelo, a los anteojos no le pasaron nada, pero se había golpeado la nariz. Tuvo otro accidente horrible, luego de lo cual comenzó a escribir cuentos fantásticos; creo que algo entonces cambió en su cerebro. En todo caso, estuvo cierto tiempo entre la vida y la muerte.
Eran vísperas de Navidad, y Georgie había ido a buscar a una invitada que debía venir a cenar. ¡Y Georgie no llegaba! Yo estaba loca, hasta el momento en que nos telefonearon de la Asistencia Pública. Mi marido y yo partimos inmediatamente. Ocurrió que, al no andar el ascensor, él había subido por la escalera muy rápido y no había visto una ventana abierta cuyo vidrio se le incrustó en la cabeza. Todavía se le ven las cicatrices. Como la herida no fue bien desinfectada, se agravó y al día siguiente tenía 40 grados de fiebre. La fiebre continuó y hubo finalmente que operarlo, en plena noche. Estuvo entre la vida y la muerte, durante dos semanas, con 40 y 42 grados de fiebre; al final de la primera me dijo: “Léeme una página”. Había delirado, veía entrar animales y monstruos por la puerta.
Le leí una página y entonces me dijo:
–Ya está.
–¿Cómo ya está?
–Sí, ya sé que no me voy a volver loco. Comprendí todo perfectamente.
Cuando volvió a casa se puso a escribir un cuento fantástico, el primero. Era en 1938, tenía 39 años. El libro que yo le había leído en la clínica era las Crónicas marcianas de Bradbury (que él prologó más tarde). Y luego, solo, escribió cuentos fantásticos que me dan un poco de miedo porque no los comprendo muy bien. Un día le dije: ¿Por qué no escribes las mismas cosas de antes?” Me contestó: “Dejá, dejá”. Y tenía razón.
Leonor Acevedo de Borges
Buenos Aires, 1964