Durante la etapa virreinal, España mantuvo un férreo monopolio con sus colonias americanas, impidiendo el libre comercio con Inglaterra, beneficiaria de una extensa producción manufacturera en plena revolución industrial. La condena a la intermediación perpetua por parte de España encarecía los intercambios comerciales y sofocaba el crecimiento de las colonias. La escasez de autoridades españolas y la necesidad de reemplazar al régimen monopólico, sumado a las convulsiones que se vivían en Europa tras la invasión napoleónica, llevaron a un grupo destacado de la población criolla a impulsar un movimiento revolucionario.
El 25 de mayo, reunido en la Plaza de la Victoria, actual Plaza de Mayo, el pueblo de Buenos Aires finalmente impuso su voluntad al Cabildo creando la Junta Provisoria Gubernativa del Río de la Plata integrada por: Cornelio Saavedra, presidente; Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu, Juan Larrea, vocales; y Juan José Paso y Mariano Moreno, secretarios. Quedó así formado el primer gobierno patrio, que no tardó en desconocer la autoridad del Consejo de Regencia español.
Muchas mujeres apoyaron aquel primer impulso de autogobierno, entre ellas Juanita Pueyrredón, hermana del futuro Director Supremo, que había demostrado coraje y decisión, cuando en 1809 logró liberar a su hermano Juan Martín, entonces prisionero de Cisneros por sus ideas de independencia, y que donó hasta su muerte parte de su fortuna personal a la causa independentista.
La recordamos en esta ocasión con un fragmento del libro Mujeres insolentes de la historia, de Felipe Pigna. El libro repasa las vidas de las mujeres que se rebelaron contra el orden establecido y tomaron las armas, las letras o la política. Mujeres como la Gaitana, Martina Céspedes, Eulalia Ares, Juana Azurduy, Alfonsina Storni que dejaron su huella en la historia suramericana pero que fueron apartadas de los manuales.
Fuente: Felipe Pigna, Mujeres insolentes de la historia, Buenos Aires, Emecé, págs. 47-49.
Juanita adoraba a su hermano Juan Martín, apenas un año menor. Los dos compartían las ideas de independencia que él había sabido defender en los días de las Invasiones Inglesas, cuando se había convertido en uno de los líderes de la resistencia. Por entonces, ella, a su modo, lo había ayudado cuidando los fondos que habían recolectado para constituir el ejército que reconquistaría la ciudad de Buenos Aires. También había asistido a las bendiciones de hijos, sobrinos y yernos antes de marchar a la lucha, animándolos a volver vivos o muertos pero con honor.
Aunque todo eso ya había pasado. Para 1809, el nuevo virrey Cisneros estaba próximo a llegar a Buenos Aires y Liniers debía entregarle el mando, algo que Juan Martín y otros criollos independentistas le pedían que no hiciera.
Cisneros tenía espías en la ciudad, quienes le informaron que se estaba tramando una conspiración en su contra y que Juan Martín de Pueyrredón era el cabecilla. El futuro virrey no lo dudó y mandó a encerrar al conspirador en el Regimiento de Patricios. Su plan, sin embargo, era enviarlo a España, bien lejos de la capital del virreinato.
A oídos de Cisneros llegó luego otro rumor que le advertía que Juan Martín seguía pregonando sus ideas revolucionarias incluso desde la cárcel, por lo que ordenó su traslado a un cuartel donde pudieran custodiarlo mejor.
El jefe del regimiento, Cornelio Saavedra, se opuso e incluso se ofreció como garantía de conducta del preso. Pero fue en verdad su hermana Juanita la que consiguió todo. Primero, se presentó ante el representante de Cisneros, a quien convenció de postergar el traslado. El hombre comentó luego cuánto lo impresionó la belleza de la dama y el fervor con que pidió por su hermano.
Después, Juanita fue hasta el cuartel de Patricios para hablar con los guardias que custodiaban a Juan Martín. Allí, rodeada de oficiales y soldados que no podían dejar de apreciar su lindura y la elegancia de sus vestidos, hizo uso de todos sus poderes femeninos y su capacidad de palabra para “encantar” a su audiencia. Hablándoles con el corazón, Juanita intentó convencer a los Patricios. ¿Acaso ellos iban a aceptar que su compatriota y amigo fuese sacrificado por la cruel injusticia de un gobernante? ¿Iban a permitir que fuese expulsado del país para siempre, sin oírlo ni juzgarlo? ¡De ninguna manera! La muchacha se atrevió incluso a más y les pidió que lo dejasen huir.
La tropa escuchó silenciosa, pero con los ojos llenos de admiración y respeto por tan ilustre dama argentina. Los oficiales cuchichearon por lo bajo y, por sus expresiones, Juanita se dio cuenta de que sus palabras habían hecho efecto y que estaban dispuestos a liberar al prisionero. Y así fue: dos horas más tarde, el comandante Pueyrredón se escapaba por una de las ventanas del cuartel, sin ser detenido por ningún centinela. Primero, se refugió en casa de amigos, para luego partir a Brasil, hasta que con la Revolución de Mayo de 1810 pudo regresar al país.
Su hermana Juanita siguió donando parte de su fortuna personal a la causa independentista hasta su fallecimiento, en 1812, a los 37 años.
Juanita Pueyrredón se casó a los 15 años y en su corta vida tuvo catorce hijos. Antes de morir, escribió su testamento donde pidió ser sepultada sin pompa alguna y también, contra la costumbre de la época, dejó en herencia buena parte de sus bienes a sus hijas mujeres.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar