La batalla de Curupaytí y los Sarmiento


La Guerra del Paraguay llevaba más de un año de desarrollo cuando tuvo lugar la Batalla de Curupaytí, el 22 de septiembre de 1866. El escenario fue el fuerte con igual nombre, unos kilómetros al sur de la Fortaleza de Humaitá, en el margen izquierdo del Río Paraguay, y muy cerca del actual puerto de Las Palmas (Chaco).

Las fuerzas de la Triple Alianza (Brasil, Argentina, Uruguay) se reagruparon desde los primeros días de septiembre, para atacar este baluarte defensivo de Paraguay. Por la mañana del 22 de septiembre, abrió fuego la escuadra brasileña. Poco después, chocaron las posiciones de artillería y más tarde, el general Bartolomé Mitre llevó a las tropas bajo su mando a una masiva masacre. Los argentinos tuvieron más de dos mil bajas, entre muertos, heridos  y dispersos, cerca del 40% de los efectivos empeñados.

En aquellos días, La Prensa chilena informó: “En la lista de oficiales argentinos que cayeron en el desgraciado ataque de Curupaití, se encuentra el nombre del capitán Sarmiento (…) un compatriota nuestro por nacimiento y primera educación, joven de las más altas promesas y dotado de un precoz y casi extraordinario talento”. No se trataba de Domingo Faustino, sino Domingo Fidel, Dominguito, hijo de quien sería el sucesor de Mitre en la presidencia de la República y que tendría la misión de llevar hasta sus últimas consecuencias la infame guerra.

En efecto, el capitán Domingo Fidel Sarmiento, hijo adoptivo del autor de El Facundo, se encontraba en la línea del frente de la batalla, comandando una compañía de soldados que buscaban asaltar la fortaleza paraguaya. En los momentos previos al inicio del ataque, Dominguito escribió unas premonitorias cartas a su madre, adelantándole su muerte. ¿Es que acaso sabían los soldados argentinos las dificultades que enfrentarían aquella mañana? También su padre, cuando escribió veinte años después su biografía, sintió acaso algo similar, al comparar dicha carta con las que dejan los suicidas. Al comenzar el ataque de la infantería, frente a las baterías que defendían el fuerte de Curupaytí, un casco de bomba le cortó el tendón de Aquiles. Dominguito cayó sin remedio y murió desangrado, siendo su cuerpo recuperado por sus soldados.

Recordamos la Batalla de Curupaytí, de aquella infame guerra, y el fallecimiento de Domingo Fidel Sarmiento, con algunos fragmentos de las páginas que Sarmiento escribió en su memoria, pues como sostuvo entonces, “ha querido su padre, como en el de los ritos mortuorios que trae consigo la momia egipcia, conservar los lineamientos de su corta vida, para que estimen su nombre los padres que sobreviven a sus hijos, los jóvenes que aman siempre a su patria y le consagran sus desvelos y su vida”.

Fuente: Domingo Sarmiento, Vida de Dominguito, Buenos Aires, Editorial Tor1944, págs. 105-115.

¡Hay presentimientos! La razón se niega a admitir si no son las deducciones de la ciencia o los efectos de las causas y, sin embargo, la tradición, la voz del pueblo, se obstina en admitirlos oponiendo a la razón la evidencia, el testimonio de los siglos, la persistencia del convencimiento íntimo. No creo en presentimientos, dice alguno, echándose de despreocupado; pero yo no puedo poner en duda lo que por mí mismo pasó.

(…)

En este género de fenómenos entra el trágico fin del capitán Domingo Fidel Sarmiento. Estaba anunciada en Buenos Aires la proximidad de un combate general en el Paraguay, y natural es la desazón que las madres experimentarían con tan terrible expectativa. La mayor parte de los jefes, oficiales y soldados tenían madre, y el desasosiego maternal debió ser común. ¿Sería tan intenso en las madres de los que no murieron? ¿Seríalo en el corazón de todas las que perdieron a sus hijos? Seríanlo en hora buena; pero no han dejado un drama escrito, no se pusieron, como en este caso, en contacto dos almas, ni dejó la una un testamento de consuelos a la otra. En una cartera, que para el caso recibió de la misma madre, dejándola depositada en el bolsillo izquierdo de su saco, dice, como si al entrar en línea, previniera al que hubiere de levantar su cadáver, que allí encontraría la carta que dirige a su madre, para que se la envíe. (…)

El drama misterioso comienza por la correspondencia anónima que el capitán Sarmiento dirige por la primera vez a La Tribuna, como si necesitara poner al corriente a su madre de la situación y escenario en que van a desarrollarse los inminentes acontecimientos. D. J. Carlos Paz le comunica el mismo día 6 de septiembre la acogida favorable que su correspondencia ha tenido; y ese mismo día 6, la madre le escribía, por salir entonces vapor:
“Todas las correspondencias que nos han dado los diarios traídos en este correo, dicen que ayer u hoy habrán atacado el campamento enemigo. No sé qué decirte, hijo mío, estoy sumamente preocupada. Mi imaginación me hace desconfiar de todo y no hallar sino peligros. ¡Oh, Dios mío!, ¡Cuándo te veré en casa para descansar de esta inquietud! ¡No sé cómo oiré la señal del primer vapor, que, según dicen, nos traerá el resultado del ataque!… Te mando entre los diarios dos libritos de bolsillo, porque uno me parecía poco. Prudencia en todo, mi querido hijo, y deseándote la mayor felicidad en los peligros que te rodearán, te envía un abrazo tu mamá. –Benita”.

¡Oh! ¡Uno era demasiado! Sólo contiene la dedicatoria y la carta que llegará a su destino post mortem, como las cartas que dejan los suicidas.

Enviósela el día de cabo de año siguiente con la cartera que la contenía, el doctor Rawson. “Allí, en un librito de memorias de Dominguito que le envío, encontrará usted los últimos pensamientos de su hijo. Tenga el coraje de leerlos y confórtese con esos nobilísimos sentimientos, dignos de un héroe y de un hijo tierno. Nadie puede repetir palabras como las que va  a leer, escritas en la hora suprema y  dirigidas por el mártir a la madre. Su afectísimo, G. Rawson”

Como su vida, como su discurso de inauguración del Club Estudiantes de que es nombrado Presidente, como su introducción a París en América, su librito de memorias es el prólogo de una grande obra que iba a escribirse y la pluma cayósele de la mano, con la mano misma inerte como en otra carta escribe a su mamá que un comandante brasileño escribía el parte de un combate naval en que derrotó a los paraguayos y una bala de cañón le cortó el aliento y la oración.

El temple en que está la lira del futuro Homero, puede colegirse en esta otra nota:
“Si mañana atacamos, espero poder marcar en esta misma página la hora en que ponga el pie sobre la trinchera que mi batallón tendrá la gloria de tomar primero”.

Otra cosa ha escrito en seguida… Pero lejos, y como reminiscencia, ha copiado la orden del cuerpo, que mandaba el coronel don Juan Ayala, su jefe, en la cual ofrece un ascenso a oficial al primer soldado que escale la trinchera y espera “que sus soldados y compañeros, sostendrán en el día de hoy, el honor del batallón, peleando como soldados de orden, subordinados y valientes. –Campamento de Curuzú, septiembre 17 de 1866, Juan Ayala”.
“Recibí este librito, dice la dedicatoria, el 14 de septiembre en el campamento de Curuzú. Habíamos llegado el día antes y esperábamos por momentos el ataque a las fortificaciones de Curupaití. Resolví entonces hacer algunos apuntes personales, y “dejar correr a esta cartera su suerte, en el bolsillo izquierdo de mi blusa”. “El 17, día anunciado para el asalto, pensé hacer algunos apuntes; no lo hice, e hice muy bien. Ahora comienzo a servirme de él usando de esta primera página, que he escrito a las diez de la mañana del 21 de septiembre en el mismo campamento de que hice mención más arriba.

“Querida vieja. Septiembre 21 de 1866. – (Víspera de la batalla). La guerra es un juego de azar. Puede la fortuna sonreír, como abandonar al que se expone al plomo enemigo.
Si las visiones que nadie llama y que ellas solas vienen a adormecer las duras fatigas, dan la seguridad de la vida en el porvenir que ellas pintan; si halagadores presentimientos que atraen para más adelante: si la ambición de un destino brillante que yo me forjo, son bastantes para dar tranquilidad al ánimo, serenado por la santa misión de defender a su patria, yo tengo fe en mí, fe firme y perfecta en mi camino. ¿Qué es la fe? No puedo explicármelo; pero me basta.

Mas si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaití o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por su patria es vivir, es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará; nunca fue jamás más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas.

Las madres argentinas transmitirán a las generaciones el legado de la abnegación y del sacrificio.

Pero dejemos aquí estas líneas que un exceso de cariño me hace suponer ser letras póstumas que te dirijo”.

Tal es el libro, tal la carta, tal el presentimiento, tal el fin. Estas ideas tristes lo asaltan un día antes del combate, como los fantasmas que vio Brutus la víspera de Farsalia. No quiso abrir el registro de su último pensamiento el 17, e hizo bien, dice, porque no era víspera de batalla. Todas las razones para él, pero no de gran peso para el corazón de una madre. Hay ostentación en sus seguridades, como para encubrir la segunda parte que es el objeto de la carta; pero si todo ello, porvenir, gloria, nombre brillante, fuesen ilusiones, que mal llama presentimientos, porque éstos sí que vienen sin que los llamen, entonces, consuela el dolor que ve venir, y se atrinchera en el deber, en el patriotismo, excitando a la madre a subir a tan altas regiones, porque, ¿presiente?… que esta carta llegará después de la muerte.

En esta misma página, en lugar de marcar la hora en que su batallón montará sobre las trincheras de Curupaití, con lápiz más negro, con la letra más grande y firme pulso, está escrito:

“Setiembre 22 de 1766.
Son las diez. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. ¡Salud, mi madre!”

En Washington recibieron los oficiales de la Legación Argentina la infausta nueva, que comunicaron con delicados intervalos y a dosis preventivas primero, hasta vaciar el amargo cáliz y mostrar las heces. ¿Qué decir de los dolores de entonces, veinte años después? Un contraste todavía más penoso el natural sufrimiento. Habían separádose, padre e hijo, en San Juan, para seguir cada uno su destino por rumbos opuestos. Con los años aquella movible fisonomía del púber de diecisiete años debió tomar los lineamientos del hombre adulto, hasta el retrato del Capitán con su pelo cortado a la “malcontent”, pero la imagen grabada en la memoria paterna era la del suave, la del tierno, la del alegre niño apenas adolescente que vio en San Juan; y cada vez que el dolor quería presentarle la imagen del capitán muerto en el campo de batalla, acaso mal o intempestivamente asistido por el escaso cuerpo médico, presentábasele la cara sonriente del festivo galán, echando hacia atrás por un movimiento de brioso corcel la espesa melena de cabellos que con el agacharse a fuerza de reír quería venírsele sobre los ojos. En el silencio de la noche, en las largas horas de insomnio, a veces creía oír la inextinguible risa del joven travieso, como desde el bufete la oía todos los días, en la pieza donde las niñas se reunían antes de comer, y les contaba las anécdotas del baile, las bromas y los dichos que amenazaban los salones o las reuniones públicas.

(…)

Tenía el robusto niño derecho a la vida por largo tiempo, y sus ilusiones de un porvenir brillante, su noble ambición de legítima y merecida gloria que buscaba, le hacían soñar en la prolongación de la existencia por la gratitud y veneración de sus semejantes.

(…)

¡Tantos otros con méritos ya reconocidos murieron por la patria, que no he de abstenerme de decir que yo lo empujaba por ese camino que conduce a la gloria, por sobre la muerte que detiene a los demás! No pudo dar el salto por ser demasiado joven, y cayó… simple mortal como los demás, aunque era de la piedra en que se tallan los héroes.

Tal es el motivo que ha inspirado escribir esta biografía, ¡ah! ¡Que no muera su memoria del todo ni tan pronto! Murió en la demanda de prolongarla.