La comida en la historia argentina, por Daniel Balmaceda (Fragmento)


El 25 de mayo de 1826 en plena guerra contra Brasil, las fuerzas navales patriotas comandadas por Guillermo Brown dispararon sus cañones en la zona del actual Puerto Madero a las naves brasileñas, que no respondieron. En los barcos patriotas celebraron con chocolate caliente. “A partir de esa mañana, gracias a Brown, surgió la tradición del chocolate caliente como bebida oficial de los días patrios.” Así cuenta Daniel Balmaceda en su libro La comida en la historia argentina, donde rastrea los orígenes de un gran abanico de comidas tradicionales del país.

Mazamorra, alfajores, pan de leche, quesos, papas fritas, dulce de leche, empanadas, pucheros, choripán desfilan por las páginas del libro, que también se ocupa de ofrecer las diversas recetas sobre los manjares y las formas peculiares de preparación en otros tiempos, cuando no existía la batidora eléctrica, como el método empleado para preparar “helado espuma” que consistía en colocar la leche en una lata sobre el lomo de un caballo y hacer trotar al animal unas 80 cuadras.

El autor revisa mitos y leyendas sobre el origen de varios alimentos y rescata historias sobre las preferencias culinarias de personajes emblemáticos de nuestra historia, como San Martín, Gardel, Illia, Victoria Ocampo, Borges y Lamadrid.

Fuente: Daniel Balmaceda, La comida en la historia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, págs. 27-32, 130-132, 215-216 y 221-229.

Modales en la mesa: el tenedor diabólico

Hace millones de años nuestros antepasados chimpancés vivían en los árboles, comiendo lo que recolectaban y lo que cazaban con sus hábiles manos. Llegó el momento en el que fueron expulsados de los árboles por monos más bravos y, por una necesidad de supervivencia, dejaron de desplazarse con las cuatro patas y comenzaron a erguirse para poder divisar la presa o la comida disponible. En aquel tiempo, los simios ya se alimentaban utilizando instrumentos simples que los ayudaran. El hombre los perfeccionó.

 

Primero fueron los cuchillos (piedras afiladas), necesarios para separar la carne del hueso y para reemplazar a la dentadura, que, por falta de cuidado, tenía poca vida útil. Luego, las cucharas (caparazones de moluscos o maderas y piedras cóncavas), que sirvieron para contener líquidos, ya sea de frutas o agua. Los primitivos «cubiertos» no se compartían. En aquellos lejanos tiempos cada cual resolvía por su cuenta su necesidad básica de alimentación. La costumbre de reunirse a comer se originó más adelante, a partir del uso del fuego para cocinar. Allí surgió una nueva utilidad del cuchillo, cuando los hombres advirtieron que la carne trozada se cocinaba más rápido.

 

Las grandes civilizaciones occidentales de la Antigüedad hicieron aportes.

 

Los griegos comían recostados en las mesas que hoy denominamos «ratonas». Empleaban las manos, salvo cuando precisaban acudir al cuchillo para cortar carne o a la cuchara para tomar caldos. Para los banquetes, los romanos prescindían del cuchillo (les traían la carne ya cortada en las bandejas para servir), pero sumaron la servilleta: por lo general, cada cual llevaba la propia. La usaban para secarse las manos, que enjuagaban en una fuente entre plato y plato, y tenía otra utilidad: envolver restos de comida para llevarse a su casa. Sí, los romanos fueron los precursores de la doggy bag.

 

A esa altura de la historia, ya asomaban determinadas reglas para tener en cuenta durante un banquete. Lo que hoy llamamos «buenos modales en la mesa» en un principio fueron medidas para prevenir ataques. El clásico ejemplo es el de mantener las manos encima de la mesa, surgido para evitar que alguien acuchillara al que tenía a su lado. También formaba parte de las conductas aceptadas el hecho de tomar todos de la misma copa o botella. De esta manera se cuidaban de los envenenadores.

 

Teníamos los cuchillos, las cucharas, unos platos bastante básicos, las servilletas y los modales. Pero en el siglo XI el Imperio bizantino provocaría una revolución en la mesa. Mejor dicho, con la mesa. Porque estas pasaron a ser más altas (dejaron de ser ratonas), y se dio importancia a las sillas. En Constantinopla, así, los comensales adoptaron una nueva postura para comer. Entonces surgió el tenedor, instrumento necesario para el curioso método que consistía en pinchar la comida y llevarla a la boca. Los primeros tenían solo dos puntas y fueron muy resistidos porque, por falta de costumbre y de manejo de las distancias, se provocaban accidentes. Hay que tener en cuenta que las puntas eran como clavos. Tampoco dominaban el arte de pinchar y se agregó una tercera punta. La forma atrajo una nueva complicación.

 

Teodora, hija del emperador bizantino Constantino X Ducas, formó familia en Venecia con el duque Domenico Selvo, a comienzos del siglo XI. Los venecianos no se acostumbraban al tenedor de Teodora. Se lastimaban y les costaba pinchar. Pero el gran inconveniente fue el diseño. La Iglesia lo condenó por encontrarlo no solamente peligroso, sino con la forma del tridente que utilizaba el diablo. Precisamente, el cardenal Pedro Damián lo calificó de instrumentum diaboli.

 

La mala prensa del tenedor continuó por siglos en Europa. Todos preferían usar las manos. Eso sí, las normas establecían que la carne debía tomarse con tres dedos (pulgar, índice y mayor) y que estaba mal visto colocarla en la palma de la mano. En 1530, Erasmo de Rotterdam ofrecía consejos para comportarse debidamente en la mesa. Por ejemplo, que en vez de chuparse los dedos después de comer, se limpiaran en el mantel o la servilleta.

 

El gran paso para la inserción del tenedor en Europa lo dio Catalina de Medici, dama cuya historia conocere­mos a los postres. Al casarse con Enrique II, Catalina incorporó los tenedores en la mesa del rey. El proceso de asimilación continuó avanzando, pero con la misma lentitud. El tenedor de Constantinopla del siglo XI terminó siendo adoptado en las cortes a mediados del siglo XVI y se sumó a las casas de toda Europa doscientos años después. ¿Y en América?

 

La provisión en nuestro continente era muy baja. El arqueólogo Daniel Schávelzon, en su magnífico Historias del comer y del beber en Buenos Aires, explicó que, si bien «los cubiertos comenzaron a aparecer en el virreinato», es decir, a partir de 1776, “recién hacia 1850 desapareció la costumbre de comer con las manos”. Desde el gobierno del virrey Cevallos hasta —casi— la batalla de Caseros, a pesar de los cubiertos, la mayoría comía usando sus dedos. Esto no significa que no hayan existido reglas sociales en la mesa.

 

Uno de los más consultados manuales de estilo de aquel período fue el Catón cristiano y catecismo de la doctrina cristiana, publicado en 1827, que se leía en las escuelas. Allí se dictaban, entre otras, estas premisas: “Procure antes de sentarse lavarse las manos y limpiarse las narices porque una vez puesto a la mesa, no conviene hacer nada de esto: en el desdoblar la servilleta y comenzar a comer no sea el primero; ni el postrero en acabar.

 

”Use de tal manera la servilleta y manteles, que no deje en ellos señal, y por esto no ensucie los dedos, ni los labios con lo que come, ni acuda tras cada bocado a limpiarse sino cuando hubiere de beber, y en acabando, esté sin mirar a otra parte. No destroce la comida con las manos; sino parta con el cuchillo lo que hubiere de comer, y no más. La sal u otra cualquiera cosa de comunidad, tomará con la punta del cuchillo.

 

”La fruta que tiene cascara la mondará [pelará] primero, y el hueso de ella o de la carne no la roa, que es de perros, ni dé golpes para sacar la médula, que es de golosos.

 

”Mientras parten la comida mire y aprenda cómo se hace. Cuando diere a otro cuchillo o cosa que tiene punta, no sea por ella, y límpielo primero. No tome para echar de un plato en otro las viandas con la mano, ni para darlas a otro, sino en plato, o en la punta de cuchillo.

 

”No tome lo que ha de comer más que con tres dedos ni coma con la mano izquierda, ni haga con ella acción de comedimiento. Si otro come en su plato, tome solamente de la parte que le cabe medidamente, y el pan una vez mordido, o cosa que de él sacare no convide con ella.

 

”No mire lo que le dan a otros, ni de qué manera comen o beben. Deje siempre algo sobrado, no parezca que platos y todo se quiere comer. No se enjuague la boca ni chupe los dedos, ni lama los labios, ni huela lo que come, ni lo enfríe a soplos.

 

”No coma con ahínco, mas sea templado en el comer y beber, y si es vino, éste ha de ser aguado porque en demasía es causa de lujuria. Si está otro bebiendo junto a él aguarde que acabe para haberlo de hacer, y si le falta algo al compañero avise al que sirve.

 

”Excuse cuanto pudiere el hablar en la mesa, vaguear con la vista y estar inquieto. Cuando se pusieren muchas viandas, es cortesía probarlas y glotonería acabarlas. No descortece el pan, ni desmigaje el queso, no deje cosa señalada con la boca, ni la dé a otro.

 

”No eche debajo de la mesa las cascaras o huesos, sino a un lado del plato, salvo cuando come otro juntamente con él. No se limpie los dientes con la servilleta, ni con las uñas ni con el cuchillo, sino con mondadientes: y esto después de levantado de la mesa. Y no le deje en la boca.”

 

Más allá de los preceptos que cumplía parte de la población, existían otras convenciones inevitables. En una Buenos Aires habituada a la escasez de vajilla, en la mesa circulaban uno o dos vasos que eran compartidos por toda la familia. Esta costumbre comenzó a abandonarse cuando durante las invasiones inglesas se observó que los oficiales británicos usaban cada cual su vaso o copa. Y, además, esto les permitía realizar una ceremonia novedosa en nuestros pagos: brindar.

 

Los vasos se socializaban por la escasez y lo mismo ocurría con el plato sopero. A veces, cuatro cucharas atacaban el mismo recipiente. Incluso solía compartirse una cuchara entre dos o tres. Estas eran imágenes muy normales que a nadie habrían llamado la atención en 1810. Puede darse cierta idea de lo que sería una comida en casa de Doménico Belgrano y María Josefa González Casero, padres del magnífico Manuel. Los Belgrano tuvieron trece hijos que sobrevivieron a la infancia. Descarte que en la casa contaran con quince platos, quince juegos de cubiertos y quince vasos a la hora de comer. Los vasos y cucharas compartidos más el enjambre de manos es la postal que debería quedarnos de una comida en casa de los Belgrano.

 

 

Mitre y el queso de la discordia

En medio de la guerra del Paraguay, el general Bartolomé Mitre agasajó a un grupo de oficiales uruguayos en su modesta tienda de campaña. A pesar de que no era mucho el alimento para compartir, consiguió un sencillo y exquisito tentempié: una horma de queso. Nos animamos a inferir que se trataba de un queso goya. Porque era habitual el comercio del queso correntino en el Paraguay. Asimismo, Lucio Mansilla, que fue oficial del Ejército argentino durante la mencionada guerra, recordaba que en cierta oportunidad, un soldado que regresó de un franco le trajo un «queso de Goya». El correntino debe haber sido el queso oficial de la Guerra de la Triple Alianza.

 

Sin dudas, se trataba de una exquisitez, un lujo que pocos podían darse. Por eso creemos que Mitre consideró la horma de queso como un toque de distinción de la comida que daría a los camaradas.

 

(…)

 

El general Mitre dirigió el armado de la mesa y la dis­posición de cada plato y cubierto. Reservó el centro para el célebre queso y, una vez que contempló la armonía del comedor, salió a recibir a los invitados donde se apostaba la primera guardia del campamento. Arribaron las visitas y, montados a paso de hombre, se dirigieron hacia el banquete en la carpa del jefe. Conversaban todos de manera amigable hasta que llegaron al improvisado comedor. Mitre invitó a pasar a cada uno de sus huéspedes y cuando él ingresó, abrió los ojos como un búho. Como un búho furioso; el queso ya no estaba en el centro de la mesa.

 

Pegó un par de gritos y convocó al jefe de la guardia para recriminarle el robo. El hombre le explicó que la única persona que había ingresado a la tienda durante la ausencia del general había sido su hermano, Federico Mitre, apenas un año menor que Bartolomé, quien había salido con un bulto envuelto en su ropa.

 

El comandante del Ejército mandó llamarlo. Federico Mitre se cuadró junto a la puerta. Su hermano le gritó: «¡Teniente Mitre! ¡Devuelva de inmediato el queso que robó de esta mesa y luego marche arrestado!».

 

El teniente, mirando al aire, le respondió a su hermano: «¡Mi general, lo más que puedo hacer es presentarme preso, pero devolver el queso no, porque me lo he comido!».

 

Saludó, pegó media vuelta, se retiró de la tienda del general y se presentó ante el oficial de guardia en el potrero que funcionaba como cárcel. Para cumplir con el arresto. Y con la digestión.

(…)

 

 

Lavalle, Rosas y el dulce de leche

Entonces, ¿el dulce de leche no es argentino? Si nos guiamos por la historia que se cuenta acerca de su origen criollo, casi podríamos afirmar que el último rincón del planeta donde se creó el dulce de leche fue en la Argen­tina. Aquí el manjar tiene lugar de origen, fecha de nacimiento y, si me apuran, hora: Cañuelas, provincia de Buenos Aires, 24 de junio de 1829, por la tarde, en el horario de la siesta.

 

La tradición sostiene que Juan Galo de Lavalle acudió a entrevistarse con su adversario Juan Manuel de Rosas en la estancia El Pino. Como el dueño de casa no estaba, Lavalle se acostó a dormir una siesta en el catre del dueño de casa. Una cocinera morena que estaba preparando lechada (leche de vaca con azúcar, al fuego para agregar al mate), concurrió al cuarto de Rosas para llevarle precisamente la mencionada infusión y, ¡oh, sorpresa!, se encontró con Lavalle. Confundida, acudió a la guardia y allí se enteró de que todo estaba bajo control. En todo caso, quien había perdido el control era ella; el de su olla: cuando volvió, la lechada se había empastado. Sin querer, había inventado el dulce de leche. Esa tarde, además, los mencionados contendientes firmaron un pacto, el de Cañuelas.

 

A esta historia le falta el colofón. Las familias Rosas y Lavalle estaban emparentadas. Y la nodriza que amamantó al federal (nacido tres años y medio antes que Lavalle) fue la misma que le dio el pecho al unitario. Esto los convirtió en «hermanos de leche», característica habitual en aquel tiempo en que las madres no solían amamantar. Por lo tanto, en una reunión cumbre entre estos dos hermanos de leche nació el dulce de leche (valga la lactancia).

 

Según contamos en un capítulo anterior, en la fiesta de agasajo a los héroes de Chacabuco se sirvió el manjar que nos ocupa. ¿Y sabe quién estaba allí? El joven oficial Juan Galo de Lavalle, entre camaradas, atractivas mujeres, buen vino, baile y dulce de leche. En 1817, doce años antes de que lo «inventaran» en sus narices.

 

A esta altura, insistir con la paternidad y pretender que no existió hasta 1829 es un poco inconsistente. Téngase en cuenta que también se lo adjudicaron los franceses. Según ellos, la confiture de lait hizo su aparición cuando un cocinero de Napoleón, varios años antes que la cocinera de Rosas… ¡se olvidó la leche en el fuego!

(…)

 

 

Cañuelas y el dulce de leche

La ciudad de Cañuelas, en la provincia de Buenos Aires, es conocida como la Capital Nacional del Dulce de Leche. ¿Acaso lo es por el legendario encuentro de Lavalle y Rosas? No. Fue gracias a otro tipo de encuentros, más románticos y, por supuesto, más dulces.

 

El 10 de febrero de 1812 en la Catedral de Buenos Aires, el escocés John Miller, rubio de ojos azules, contrajo matrimonio con la porteña Dolores Saturnina Balbastro (prima de Carlos María de Alvear). De inmediato gestionó la ciudadanía y logró algo primordial para aquel tiempo: dejar de ser visto como extranjero y convertirse en un caballero confiable para los negocios. Además de ser la envidia de muchos, ya que Dolores era una de las mujeres más atractivas del vecindario. El matrimonio tuvo once hijos.

 

Miller se dedicó a la exportación de cueros y lana y, como muchos innovadores escoceses, resolvió que debía tener una estancia donde criar animales, es decir, un espacio donde reproducir la materia prima. Se conformó un grupo de inversores que gestionó la compra de tierras. Entre ellas, en 1823, Miller estableció La Caledonia en Cañuelas (recordemos que tal es el nombre latino que recibió Escocia cuando fue invadida por las legiones romanas).

 

Para nuestra historia, La Caledonia —estancia vecina a El Pino, de Rosas, que habría sido cuna del dulce de leche— tiene doble relevancia. Primero, porque fue donde se celebró el Pacto de Cañuelas entre Lavalle y Rosas. Segundo, porque Miller comprendió que el progreso se daría a partir del entrecruzamiento de vacunos criollos con europeos. Por ese motivo, el escocés importó del Reino Unido el primer toro Shorthorn. Lo llamó Tarquino y sería esencial para el desarrollo vacuno de la zona, a pesar de que tuvo un mal comienzo. Porque en un principio su carne no convenció (increíblemente, costó acostumbrarse a la buena calidad que ofrecía esta raza) y su cuero no tenía la resistencia del ganado local. Tarquino parecía destinado a la lista de fracasos, pero un hecho vino a cambiar el panorama. Su cría mestiza, las tarquinas, fueron aprovechadas por su leche, algo inesperado, ya que la del Shorthorn es más bien una raza proveedora de carne. De esta manera tan peculiar, Cañuelas inició su desarrollo lechero.

 

Antes de pasar a otro protagonista, digamos que Miller vendió sus propiedades en la ciudad de Buenos Aires y partió feliz a vivir a la estancia de Cañuelas, donde murió en 1843. Su deseo póstumo fue que La Caledonia no se vendiera durante algunos años. Sin embargo, pocos meses después de su partida, Dolores Balbastro, la viuda, liquidó el campo y buscó en Europa nuevos horizontes para ella y seis de sus hijos.

 

El próximo paso en la ruta del dulce de leche criollo lo dio un español, Narciso Martínez de Hoz. De él descienden todos los Martínez de Hoz de la Argentina, aun­que, en realidad, ese no era su apellido.

 

Narciso de Alonso Martínez llegó a Buenos Aires en 1792, al mes y medio de haber cumplido los 11 años. Se le presentaba una excelente oportunidad debido a que su tío rico, José Martínez de Hoz (hermano de su madre, María Antonia), quería formarlo, ya que él no tenía hijos. Durante casi veintiocho años, el joven Narciso trabajó junto al próspero comerciante del Río de la Plata. El tío José se había casado en Buenos Aires, en 1788, con Josefa de Castro Almandoz. Pero no lograron descendencia y el joven Narciso fue recibido con los brazos abiertos por la familia. Para comprender el peso social de don José, agregamos que formó parte del exclusivo núcleo de vecinos que participó del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810.

 

Cuando murió, en 1819, su sobrino adoptó el apellido de su mentor (dejó de ser Alonso de Martínez para llamarse Martínez de Hoz) y se convirtió en el principal bene­ficiario de su fortuna. Al año siguiente, Narciso contrajo matrimonio en la Catedral con María Josefa Saturnina «Pepa» Fernández de Agüero. Tuvieron once hijos, entre ellos la primogénita, que, según veremos en el testimonio de su padre, tardó menos de nueve meses en llegar: «A los ocho meses y 29 días de casados, el día 10 de agosto de 1821, parió mi esposa Pepita a las 3:30 de la mañana una hermosa niña que, bautizada a los cuatro días de nacida, pusimos por nombre María Ignacia Lorenza del Corazón de Jesús». La participación de María Ignacia en el desarrollo del dulce de leche en la Argentina sería clave, como analizaremos más adelante. Por ahora, regresamos a Narciso Martínez de Hoz, muy amigo de Bernardino Rivadavia.

 

El hombre quería formar una asociación de ganaderos con el fin de desarrollar, sobre todo, el ganado ovino (en aquellos años la producción de ovejas merino avanzaba en los campos de la Argentina). La entidad llevó el nombre de Sociedad Rural, pero tuvo corta vida pues no pudo desligarse de los vaivenes políticos que envolvieron a Rivadavia.

 

Diez años después, en 1836, para la época en que Ignacia cumplía los 15 años, su padre, Narciso Martínez de Hoz, compró una estancia en el Partido de Cañuelas. Se trataba de un potrero, una sección, denominada San Martín en homenaje al patrono de Buenos Aires, San Martín de Tours. Fue heredado por Ignacia cuando su padre murió, en 1840. En 1842, se casó con Vicente Casares, hijo de un homónimo que también había apostado al desarrollo de la zona.

 

Estamos en el umbral de los últimos diez años del gobierno de Rosas. El desarrollo de la producción vacuna ya se avizoraba y los hacendados comenzaban a gravitar en la economía. En 1844 Ignacia dio a luz al primero de sus hijos, que, como era costumbre entre los Casares, se llamó Vicente. Más precisamente, Vicente Lorenzo del Rosario. Luego de disfrutar de una infancia acomodada, sus padres esperaban que completara sus estudios y se convirtiera en profesional. Sin embargo, este joven que hablaba varios idiomas y pudo haber llevado una vida sin sobresaltos, a los 22 años, decidió que trabajaría en el campo. Ese era su lugar en el mundo. Además, quería presentarle batalla a un terrible enemigo: la mortalidad infantil, donde la leche contaminada tenía una seria responsabilidad.

 

El panorama dejaba mucho que desear. Es común pensar que hacia 1860 la lechería se encontraba en un promisorio nivel de desarrollo. La realidad mostraba otra cara. En aquel tiempo, recién empezaba a tomarse conciencia de la necesidad de contar con tambos. En los campos no se veían alambrados. El ganado se amontonaba en el mismo lugar y cada animal pastoreaba como podía. Cuando se desbandaba, por ejemplo por una tormenta, la forma de recuperarlo era salir en su búsqueda. Tal vez se lo hallaba en un campo vecino con ejemplares de otras estancias. De ahí la importancia de contar con marca de ganado. Uno podía separar a los suyos y regresarlos a su campo, gracias a la marca.

 

Vicente Casares —quien, para mayores datos, fue en 1871 el primer exportador de trigo— revolucionó la ganadería. Importó caballos de los Estados Unidos y todo tipo de vacunos europeos, incluso algunos Shorthorn. Dispuesto a poner orden en los rodeos, integró el grupo de propulsores del alambrado, lo que le permitió separar novillos de vaquillonas, toros de vacas y terneros. Después de haber probado distintos entrecruzamientos, determinó que la raza holandesa era la que mejor se adaptaba a la criolla para la producción de leche.

 

En medio de su cruzada desarrollista, Vicente formó una familia. El matrimonio con Hersilia Lynch tuvo varios hijos. Entre ellos, Marta Ignacia, la sexta, a quien la institutriz inglesa encargada de la crianza de todos co­menzó a llamar Martona. En 1889, al año siguiente de su nacimiento, Casares fundó una empresa láctea de avanzada. La llamó La Martona.

 

El emprendimiento fue innovador en muchos sentidos. Por ejemplo, se instalaron puntos de venta en las ciudades y las lecherías, bajo la denominación de «bar lácteo», se pusieron de moda. Se superó la negligente reglamentación de abastecimiento. Se perfeccionó el sistema de ordeñe. En 1890 ingresó la leche pasteurizada al mercado. El crecimiento de La Martona fue determinante para Cañuelas, favorecida por contar con un ramal ferroviario que depositaba la mercadería en la estación porteña de Constitución.

 

En 1902, la compañía láctea inició la producción de dulce de leche. Por más que algunas pymes de aquel tiempo ya se dedicaban al comercio (de hecho, hasta entonces en Buenos Aires se comía el casero, pero también podía conseguirse el cordobés, que era considerado el más clásico), La Martona de Cañuelas lo transformó en un producto de consumo masivo.

 

El escritor Adolfo Bioy Casares, hijo de Marta «Martona» Casares y nieto del emprendedor Vicente Lorenzo Casares, contó cierta vez que los dulces de leche de la empresa se vendían acompañados de recetas proporcionadas por su bisabuela, María Ignacia Martínez de Hoz, y por Damasia Sáenz Valiente, de quien debemos decir que sus dos abuelas eran hermanas de Juan Martín de Pueyrredón. Este dato podría pasar inadvertido, si no fuera porque una tradición familiar sostiene que Magdalena Pueyrredon de Ituarte (una de las abuelas de Damasia) preparaba, antes de 1810, un exquisito postre de dulce de leche, mediante un método que se mantenía en secreto.

 

El otro dato que aportó Bioy Casares ofrece una aclaración fundamental. Conservaba entre sus papeles, y aquí citamos sus palabras, la «Receta industrial del famoso dulce de leche de La Martona, original de mi bisabuela Misia María Ignacia Martínez de Casares». ¿Qué decía la simple receta?

 

100 litros de leche

25 kg de azúcar

40 gramos de bicarbonato

Cocinar revolviendo constantemente.

 

Debemos destacar un par de cosas. Por empezar, que siempre se revuelve con madera. El clásico cucharón de madera aún no ha sido destronado de ninguna nación del planeta. Pero quede claro que en el norte del país, el dulce de leche se revuelve con una rama de higuera. Ahora sí, de regreso a los ingredientes, observamos que no figuraba la vainilla mexicana. Sí, en cambio, bicarbonato, que es el que le da el color pardo al dulce. La costumbre de insertarlo en la leche surgió de las investigaciones realizadas por médicos en Europa alrededor de 1830. Los especialistas sostenían que el bicarbonato eliminaba la acidez que provocaba la ingesta de leche en un determinado grupo de la población.

 

Resumiendo: la leche y el azúcar se reunieron en Asia. La vainilla se sumó en Centroamérica. El bicarbonato de sodio recién se incorporó en las recetas del dulce de leche a comienzos del siglo XX. En todo caso, si se utilizó en la preparación antes de esa fecha, fue a partir del jumi, una planta del norte; o de manera fortuita debido a que el bicarbonato se formaba en el fondo de las ollas mal lavadas.

 

La receta de Damasia Sáenz Valiente, que debe haber sido hecha en la década de 1880, difería de la de su pariente Ignacia Martínez de Hoz, según vemos:

 

Para ocho tazas de leche, ocho tazas de azúcar (que falten como dos dedos). El azúcar en terrones. Se hace en un tacho de cobre y cuchara de palo, en un calentador.

Cuando empieza el dulce a tomar color, se revuelve continuamente hasta que se quiera sacar.

 

En 1914, mientras La Martona se expandía (en 1908 había incorporado el «yoghourt»), una generosa dama santafesina, Mercedes Cullen de Aldao, escribió un libro de recetas con el objeto de recaudar fondos para dotar de una capilla al hospital Cullen. Bajo el seudónimo «Marta» plasmó en su libro Cocina criolla la siguiente fórmula:

 

  1. Se ponen tres litros de leche, medio litro de agua, un kilo de azúcar, vainilla y media cucharadita de bicarbonato.
  2. Se tiene con fuego fuerte al principio, revolviéndolo poco; cuando empieza a tomar.
  3. Se le disminuye el fuego y se revuelve siempre hasta que toma punto espeso.

 

Esta receta, conocida como «Dulce de leche criollo», era la popular versión casera de comienzo de siglo. Fue en esos años cuando la preparación hogareña comenzó a tener una competencia industrial seria. La expansión de los locales de La Martona —que abandonaron la denominación de «bar lácteo» para convertirse en lecherías— hizo que su dulce de leche conquistara cada vez más paladares. Cañuelas consolidó su progreso a partir de la actividad láctea y ese es el motivo por el cual podría ser considerada Capital Nacional del Dulce de Leche. Sin embargo, la ciudad estableció el 24 de junio (fecha del Pacto de Cañuelas entre Rosas y Lavalle) como el Día del Dulce de Leche y se ha generado una confusión.

Resta determinar dónde ha surgido el cuento de la supuesta invención del manjar en aquella histórica jornada. No hemos hallado menciones anteriores a 1935 referidas al dulce de leche inventado en Cañuelas en tiempos de Rosas. A falta de pruebas, solo podemos decir que el anecdótico cuento fue inventado luego de esa fecha. ¿Por qué nos interesa marcar ese año? Porque fue cuando Bioy Casares y Borges recibieron el encargo de preparar una campaña publicitaria para el yogur La Martona. ¿Habrán sido ellos los creadores del cuento que ubicó la cuna del dulce de leche en Cañuelas, en el año 1829?

Fuente: www.elhistoriador.com.ar