El 26 de agosto de 1810, tres meses después de la instalación de la Primera Junta, los revolucionarios de Mayo tomaron una de las decisiones más difíciles que debieron enfrentar: el fusilamiento de Santiago de Liniers.
Se trataba del héroe de la Reconquista, quien durante las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807 se había ganado el afecto de los habitantes de Buenos Aires, y se convirtió en el único virrey elegido localmente. En 1809, la Junta Suprema de Sevilla designó virrey a Baltasar Hidalgo de Cisneros y Liniers se trasladó a su finca de Alta Gracia, en Córdoba.
Luego de su instalación, el 25 de mayo de 1810, el primer gobierno patrio buscó el acatamiento de las provincias y para ello destacó expediciones al norte y al Paraguay. Pero en Córdoba debieron enfrentar el primer foco de resistencia, encabezado nada menos que por Santiago de Liniers.
El levantamiento fue pronto sofocado y los conspiradores apresados. La Junta tomó entonces la decisión de fusilar a los rebeldes. El doctor Juan José Castelli fue el encargado de hacer cumplir la orden de la Junta. En Cabeza de Tigre, Córdoba, fueron ejecutados Santiago de Liniers, Juan Gutiérrez de la Concha, Santiago de Allende, Victorino Rodríguez y Joaquín Moreno.
Transcribimos a continuación el relato de los sucesos que condujeron al fusilamiento de Liniers narrados por Vicente Fidel López a finales del siglo XIX.
Fuente: Vicente F. López, Historia de la República Argentina. Su origen, su revolución y su desarrollo político hasta 1852. Tomo III, Buenos Aires, La Facultad, 1926, págs. 156-170.
En la misma noche del 25 de Mayo, un joven nacido en Entre Ríos, e hijo de padre y madre europeos, que debía poco después ascender a los primeros grados del ejército y morir fusilado por los realistas, se presentó misteriosamente al virrey Cisneros diciéndole que el único medio de salvación que tenía era participarle pronto a Liniers lo que acababa de suceder y entregarle el mando del virreinato para que acudiera prontamente a sofocar la revolución. El joven don José Melchor Lavín tenía apenas diecisiete años, y se ofrecía con vehemencia a llevar él mismo y solo, hasta Córdoba, las cartas y órdenes de Cisneros. Éste vaciló al principio en entregar tan graves documentos a un emisario de tan pocos años. Pero el virrey vio tal decisión en Lavín, tal conocimiento de los medios que se proponía emplear, que convencido al fin de su lealtad, se decidió a escribir a Liniers y a confiar sus cartas y órdenes al emisario que se le presentaba tan oportunamente.
Lavín montó a caballo a la media noche, atravesó el desierto que separaba las dos ciudades, y llegó a Córdoba con una prodigiosa rapidez el 28 de mayo, a las once de la noche.
Desde aquel momento Liniers se puso a la cabeza de la reacción; y eficazmente ayudado por el gobernador Concha y por los otros personajes de grande influjo que tenían extensas relaciones en toda la provincia, se contrajo a reunir y preparar fuerzas a toda prisa para marchar sobre la capital. Confiado en que iba a repetir de nuevo la hazaña con la que había redimido de los ingleses tres años antes, despachó órdenes al Paraguay para que el general Velazco bajase con la rapidez posible a reunírsele; y pasó avisos para que la escuadrilla de Montevideo, mandada por el intrépido y hábil comandante Romarate, se posesionase del curso de las costas del Paraná y acudiera a apoyar por allí las operaciones del ejército de tierra, que debía concentrarse en Rosario de Santa Fe.
Con la ligereza propia de su carácter, Liniers confiaba, de un modo absoluto, en el entusiasmo y en la adhesión con que el pueblo de Buenos Aires y el partido mismo que acaba de hacer la revolución, lo habían mirado hasta entonces.
Totalmente alucinado con su anterior popularidad, no había alcanzado a comprender que había debido esa popularidad, más que todo, al papel de jefe del partido criollo y de adversario del partido europeo que había desempeñado, sin que él mismo hubiese medido los alcances de los gérmenes revolucionarios que se habían desenvuelto y afirmado bajo su propio favor. Una vez cambiadas las posiciones, tomando él la bandera del partido que lo había combatido, contra el partido que lo había apoyado, venía a ser un hombre nuevo, un tránsfuga, a los ojos de los que habían sido antes sus sostenedores y sus amigos. Confundiendo, pues, lo que significaba su persona cuando actuaba con el país, y lo que era ahora actuando en contra del país, creía que su presencia sola habría de bastar en 1810 para que todo se sometiera al orden de cosas antiguo que él mismo había destruido el 14 de agosto de 1806 y el 1º de enero de 1809. Infatuado así con los recuerdos de su pasada prepotencia, y viendo que la Junta Gubernativa estaba encabezada y servida por hombres que como Saavedra, Belgrano, Viamonte y tantos otros había sido sus subalternos y sus partidarios, les escribió de una manera agria e imprudente, encarándoles sus procederes como criminosos en alto grado, como actos de traición con los que no podía él contemporizar y ordenándoles con una petulancia admirable de candor, que se sometieran de nuevo al virrey Cisneros, porque de no hacerlo, iba a marchar contra ellos para sujetarlos a las leyes del reino.
Era, pues, de todo punto indispensable prevenir este peligro y adelantarse a dar los primeros golpes sobre Córdoba y sobre Paraguay para batir en detalle sus fuerzas y apoderarse de esos dos centros de acción que eran los más inmediatos a la capital con que contaba el enemigo.
Por fortuna, la marcha sobre Córdoba no era tan arriesgada como parecía. La ciudad y el país, tomado en general, respondían con verdadera adhesión al sentimiento de la independencia nacional con que había surgido bien caracterizada la Revolución de Mayo… (…) Santa Fe, Mendoza, San Juan, Tucumán y Salta desobedecieron las órdenes de los gobernantes de Córdoba; y así que se informaron de los sucesos de la capital, depusieron a sus tenientes gobernadores y proclamaron su adhesión a la Revolución de Mayo. (…) Mandaba en jefe la expedición el coronel don Francisco Antonio Ortiz de Ocampo, que, como comandante del batallón de arribeños, había hecho sus primeras armas con honor en defensa de Buenos Aires en 1807. Servíale de segundo, o de mayor general como entonces se decía, el coronel don Antonio González Balcarce; y entre los jefes de cuerpo se distinguían don Martín Rodríguez, don Juan José Viamonte, Díaz Vélez y otros jóvenes de las primeras familias de la capital.
El general llevaba una secretaría servida por el doctor don Vicente López. Pero, además, acompañaba al ejército con instrucciones reservadas y con altos poderes, a manera de los comisarios que la Convención Francesa ponía al lado de sus generales, el vocal de la Junta Gubernativa don Hipólito Vieytes.
El ejército emprendió su marcha hacia Córdoba el 13 de julio de 1810. Comenzó a prevalecer entonces en los documentos del gobierno, y sobre todo en las proclamas dirigidas a los pueblos, una fraseología llena de petulancia de conceptos altisonantes, que si bien eran disculpables entonces por las pasiones verdaderas y vehementes de que brotaban como flores del tiempo, debían convertirse poco después en una pésima y detestable escuela de estilo…
El comisario de la Junta, doctor Vieytes, llevaba orden reservada de hacer fusilar al general Liniers, cuyo influjo y popularidad se temía mucho… (…) La Junta despachó expreso tras expreso ganando horas con órdenes terminantes de que se lanzaran fuerzas ligeras para apoderarse de los fugitivos.
El 11 de agosto, situado ya en Córdoba, el general en jefe comunicó que la fuerza despachada a las órdenes del mayor general Balcarce había alcanzado y tomado a los generales Liniers y Concha, al obispo Rodríguez de Orellana, al coronel don Tomás Allende, personaje de gran figura en la provincia, al contador mayor Moreno y al tesorero Rodríguez. La captura había tenido lugar en la noche del 6 de agosto. (…)…El vencedor de Whitelocke se entregó preso a los que habían sido los soldados y los compañeros de su gloria en días de esplendor, que harto rápidos fueron para él.
Otra partida al mando de don Domingo Albariño tomó más adelante al general Concha; y así todos cayeron sucesivamente en poder de los soldados de la Junta.
Conducidos al arrabal de Córdoba llamado el Pueblito donde estaba acampada la fuerza, el comisario de la Junta tuvo que revelar al general Ocampo y al secretario doctor López la orden reservada que tenía de fusilar inmediatamente a los seis reos. El general y su secretario se quedaron pasmados de horror y protestaron contra semejante atentado. Pero el doctor Vieytes se negó a tener opinión propia contra el cumplimiento del deber que le había impuesto la Junta. La noticia de tamaña novedad se desparramó en Córdoba con la presteza del rayo. Salió el clero presidido por el deán Funes, el Ayuntamiento y los principales vecinos, las señoras, entre ellas haciendo cabeza la madre del que fue después el general Paz, que era una matrona respetabilísima y ardiente patriota; hablaron, rogaron, suplicaron, y después de cuatro horas de lamentos consiguieron al fin sus órdenes y remitiese los prisioneros a la capital, haciendo presente que al obrar así había cedido al poderosísimo influjo del pueblo entero de Córdoba, después de haberlo consultado con el general y con el secretario que había sido de la misma opinión.
El 16 de agosto llegaba a Córdoba el esclarecido patriota don Juan Martín de Pueyrredón, nombrado gobernador intendente de la provincia por la Junta Gubernativa. (…) En estos mismos días la Junta Gubernativa, dominada por el genio excesivo e intransigente del doctor don Mariano Moreno, recibía con profunda indignación la noticia de que el general de la expedición y su secretario se había resistido a ejecutar a Liniers, a Concha, al obispo Orellana ya sus otros tres compañeros de desgracia. La primera idea fue hacerlos regresar a Córdoba y ordenar que se cumpliesen allí las órdenes como se habían dado. Pero era tan evidente el horror que había manifestado el vecindario, y la disposición compasiva del ejército, que se consideró más prudente evitar las consecuencias de tan espantoso espectáculo, y se prefirió un lugar desierto para llevar a ejecución esa medida que se creía indispensable para salvar la Revolución del peligro con que la amenazaba la popularidad y la gloria de Liniers. No hubo ni podía haber más que esta razón: razón de Estado, si se quiere, apoyada en el temor o en el miedo que inspiraba este jefe benemérito. Sus compañeros caían también, porque no era posible hacer que su suerte fuera mejor que la del hombre ilustre que menos la merecía.
Que el temor que inspiró esa cruel necesidad tenía un fundamento sólido y verdadero, que hoy no podemos apreciar debidamente, es cosa que no ofrece la menor duda. Liniers era un general de alta nombradía en el país: era el único general que podía pasar por tal en aquellos momentos. La Revolución no contaba con nombre alguno que pudiera ponérsele al frente con una reputación adquirida como suya. Había sido el general vencedor, el caudillo de las masas, y el genio militar del virreinato desde el Plata hasta el Perú. Se le consideraba bravo, experto, atrevido, activo e incapaz de faltar, por interés o por debilidad, a la lealtad absoluta que había jurado a la bandera española y a las autoridades peninsulares. Los revolucionarios lo miraban como el más grande de los peligros que amenazaban su causa. ¿Tenían o no tenían razón?… Esta es cuestión que no puede juzgarse ni resolverse fuera del momento, fuera de las preocupaciones, de las necesidades, y aun de las pasiones que agitaban la mente y el corazón de los hombres encargados de la obra nacional. Ponerse bajo la acción moral de todos esos influjos es hoy muy imposible… pero entre la fatalidad de los influjos que llevan a los hombres a esos actos tremendos, y el crimen político que deja manchada y contaminada la historia y las costumbres de un pueblo, hay tan pequeña distancia que al historiador de conciencia no le es posible justificar las grandes injusticias como grandes y fatales necesidades de tal o cual momento en la historia de los pueblos cristianos.
El general Ocampo había remitido a los presos con dirección a Buenos Aires, bajo la custodia del capitán de patricios don José María Urien…
Al saber que los ilustres prisioneros marchaban hacia la capital, la Junta comisionó al doctor Castelli para que los detuviese y los ejecutase en el camino, donde los hallase. Acompañaban a Castelli los coroneles don Nicolás Rodríguez Peña, don Domingo French, tres oficiales y como cincuenta hombres. El día 24 de agosto, cruzaba Urien la tupidísima selva que llamaba Monte de los Papagayos, cuando recibió una orden de detenerse donde lo hallara el aviso, y se detuvo en efecto. El 26 llegó Castelli con su comitiva. En el momento hizo reunir a los prisioneros y les comunicó que iban a ser fusilados después de dos horas que se les concedía para cumplir con sus deberes religiosos, y disponer aquello a que creyeran tener derecho sobre sus intereses. Parece que la sorpresa y la indignación de Liniers fueron muy grandes: Castelli le respondió que allí no había persona alguna que tuviese facultades para postergar o cambiar las órdenes terminantes de la Junta, y que era indispensable que se resignasen. Convencidos entonces de la fatalidad que pesaba sobre ellos se resignaron y pusieron su alma en manos del Dios que adoraban con los actos supremos de contrición que son acostumbrados en este caso. Cumplido el plazo, cayeron sin otro ruido que el eco con que los tiros estremecieron la solemnidad del bosque.