La expresión «crisis de la Baja Edad Media», u otras similares, como «gran depresión», está firmemente asentada en la historiografía contemporánea. Con ella se elude a la presencia, lógicamente en la época de referencia, de una serie de manifestaciones de muy diversa naturaleza que trastocaron la evolución seguida por la sociedad en el tiempo que le precedió. Tradicionalmente se ha puesto el acento en los aspectos demográficos, económicos y sociales de la mencionada crisis. El retroceso experimentado por la población europea, particularmente a consecuencia de la difusión de las epidemias de mortandad, la caída de la producción, ante todo en el medio rural, las bruscas alteraciones de los precios y de los salarios y, finalmente, la acentuación de las tensiones sociales, que alcanzaron cotas desconocidas, serían las manifestaciones más llamativas de la crisis. En cuanto a su cronología, aunque varía lógicamente de unas regiones a otras, se sitúa grosso modo en los siglos XIV y XV, con especial referencia a la primera de las centurias citadas. De ahí que en ocasiones se haya hablado, sin más, de la crisis del siglo XIV. En todo caso parece un hecho comprobado que la crisis ya estaba presente en el occidente de Europa, aunque de forma todavía incipiente, en el entorno del año 1300. Pero fue en el transcurso de la decimocuarta centuria cuando la crisis se generalizó, lo que explica que estuviera en su fase aguda alrededor del año 1400. De ahí, por ejemplo, que la obra colectiva, editada hace unos años por los profesores alemanes Ferdinand Seibt y Winfried Eberhard, y que recoge las ponencias presentadas por destacados especialistas en un seminario que trató sobre dicho tema, lleve por título «Europa 1400. Die Krise des Spätmittelalters» (1984) (hay traducción castellana, con el titulo «Europa 1400. La crisis de la Baja Edad Media», en Edit. Crítica, del año 1993). La interpretación de la crisis es, no obstante, un problema sumamente complejo. Como en tantas otras ocasiones, a propósito de cuestiones históricas controvertidas, puede decirse que han corrido ríos de tinta y que ha habido opiniones para todos los gustos, llegando algunos historiadores incluso a negar que hubiera crisis en la época final de la Edad Media. Ahora bien, partiendo de lo que juzgamos un hecho incontrovertible, la realidad de la crisis bajomedieval, es preciso destacar la existencia, como mínimo desde los años treinta del siglo XX, de un intenso debate historiográfico sobre el particular. En el mismo se han utilizado, básicamente, dos modelos teóricos de referencia, el «malthusiano», por una parte, y el «marxista», por otra. También se ha discutido si la crisis revelaba la decadencia de un sistema o si, por el contrario, suponía el anuncio de la próxima génesis, por supuesto difícil, de un nuevo mundo. En otras palabras, nos encontraríamos con la dialéctica entre una crisis depresiva o una crisis de crecimiento. Mas lo cierto es que en los últimos años se ha puesto especial énfasis en contemplar la mencionada crisis no sólo desde el prisma socio-económico, sin duda el privilegiado en la tradición historiográfica, sino también desde otras perspectivas. Algunos historiadores han puesto de relieve el impacto ejercido por la gran depresión europea de los siglos XIV y XV en ámbitos de la actividad humana tan variados como el político, el intelectual o el artístico.
Los primeros síntomas de la crisis, detectados en las últimas décadas del siglo XIII, van de la mano de una serie de revueltas populares que se produjeron en diversas regiones de Europa, tanto de Italia, como de Francia, Flandes, el valle del Rin o Cataluña. Fijémonos en una de ellas, la que estalló en Barcelona en el año 1285, a cuyo frente se encontraba un tal Berenguer Oller. Del suceso tenemos las noticias que el cronista catalán Bertrán Desclot nos ha transmitido. Oigámosle: «En aquel tiempo había en la ciudad de Barcelona un hombre llamado Berenguer Oller. Era de condición vil, pero se había ganado a muchos de sus pares en esta ciudad; de grado o por fuerza había hecho jurar a casi todo el pueblo bajo de Barcelona seguir su voluntad. So pretexto del bien, hizo mucho mal en ese lugar, en perjuicio de sire rey y de los hombres probos de la ciudad. Así había juzgado y despojado a la Iglesia, al obispo y a gran número de burgueses de Barcelona de sus rentas y de sus censos, por su sola autoridad». El texto, como se ve, es rotundamente hostil a Oller, al que presenta como un hábil embaucador, que ocasionó graves daños a los grupos sociales dominantes, tanto laicos como eclesiásticos, y que había atraído a su causa, no siempre de buenas maneras, a los sectores populares. A lo sumo admite Desclot, en otro pasaje, que Oller era «muy buen hablador». Sus objetivos, dice más adelante el cronista, no eran otros sino atacar, el día de Pascua del mencionado año 1285, «a los clérigos, los judíos y todos los ricos de la ciudad que no quisieran reconocerlo», procediendo posteriormente a la eliminación de todos ellos y a la confiscación de sus bienes. Lo cierto es que, más allá de la clara hostilidad que rezuma Desclot, se percibe un conflicto social de hondas raíces. El grupo que siguió a Oller estaba integrado por modestos artesanos y mercaderes, los cuales se sentían explotados por los poderosos, la Iglesia y el patriciado barcelonés. Pero la revuelta, como era previsible, fue sofocada, gracias a la enérgica actuación del monarca Pedro III. El orden quedó restablecido pero Berenguer Oller y otros siete compañeros suyos pagaron con su vida, pereciendo en la horca. En el inicio de la decimocuarta centuria, año 1300, se detecta una revuelta popular en la ciudad flamenca de Brujas. Dirigida por el tejedor Pierre de Coninc, al que sus partidarios denominaban Pierre Le Roy, la revuelta estaba integrada por gentes de los oficios (tejedores, bataneros, tundidores de paños, tintoreros, etc.). Coninc poseía, al parecer, indudables condiciones para ejercer el liderazgo, particularmente en el terreno de la oratoria, a juzgar por lo que señalan las crónicas de la época: «Tenía él tantas palabras y sabía hablar tan bien que era una maravilla. Y por esto los tejedores, los bataneros, los tundidores le creyeron y amaron tanto que nada había que dijera o mandara que ellos no hiciesen». No obstante el principal mérito de Coninc fue poner en conexión su movimiento con la causa que defendía por las mismas fechas el conde de Flandes. Así se entiende que mientras las gentes de los oficios, lanzadas a la revuelta, se dedicaron al pillaje contra los patricios de Brujas, los artesanos en rebeldía lucharon junto al conde de Flandes en la memorable victoria de Courtrai (1302), en donde fue derrotada nada menos que la brillante caballería francesa. De todos modos las conquistas de los revoltosos no prosperaron. Ciertamente la revuelta se propagó a otras ciudades vecinas, como Ypres o Lieja. Pero a la larga el patriciado supo reaccionar. Por lo demás, las gentes de los oficios se escindieron en dos grupos, uno más conservador y otro más avanzado, lo que propició su derrota final. Flandes volvió a ser, unos años más tarde, escenario de la conflictividad social. Nos referimos a los sucesos de 1323, que afectaron a la región de Flandes marítimo y que tuvieron como protagonistas a los campesinos, por más que su eco llegara a algunas ciudades, como Brujas e Ypres. Se ha intentado conectar esta revuelta con las crisis de los años 1314-1317. De todos modos estaban más recientes los malos años de 1321 y 1322, en los cuales, a consecuencia de condiciones climatológicas adversas, prácticamente se perdieron las cosechas. Pero el motivo inmediato de la revuelta fue una protesta antifiscal: el rechazo de los labriegos a pagar tanto los impuestos debidos al conde de Flandes como el diezmo a la Iglesia. La revuelta se difundió con enorme rapidez. «Fue un tumulto tan grande y tan peligroso como desde hacía siglos no se veía», dice un cronista coetáneo. Ahora bien, nos equivocaríamos si consideráramos este movimiento como una simple explosión anárquica, causada por la miseria. Sin duda se sumaron a la revuelta muchos campesinos de condición modesta, pero todo parece indicar que el grupo más compacto de los sublevados procedía del campesinado de tipo medio. Por lo demás, al frente del movimiento figuraban gentes notables, como el señor de Sijsele, el burgomaestre de Brujas Guillaume de Deken o los campesinos acomodados Nicolas Zannekin y Jacques Peyte. La revuelta se prolongó durante casi cinco años, ocasionando, según las noticias que poseemos, un mínimo de 3.000 víctimas. Pero a la postre fue sofocada, dando lugar a una represión durísima. Merece la pena señalarse, finalmente, hasta qué punto esta revuelta dejó su huella en Flandes. El folklore recogió la imagen de los rústicos en rebeldía, a los que se denominaba «karls». Escuchemos lo que decía una canción coetánea a propósito de estos «karls»: «Son de un carácter mordaz y quieren someter a los caballeros. Todos tienen una larga barba; llevan vestidos raídos; sus capuchones están colocados completamente a través de sus cabezas y su calzado hecho jirones… Se colman de vino y embriagándose en seguida, suenan que el Universo entero, ciudades, burgos y dominios, les pertenecen… ¡Ah!, ¡quiera el Cielo maldecirlos para siempre!» La canción, a la vista está, expresa un absoluto desprecio hacia los rústicos, pero al mismo tiempo pone de manifiesto la aguda contradicción social que había en Flandes en aquella época entre los campesinos, por una parte, y los nobles y patricios de las ciudades, por otra. Si seguimos un orden estrictamente cronológico, el siguiente movimiento popular de cierto significado con que nos encontramos se sitúa en el año 1326. Se trata del movimiento campesino de los Armleder, desarrollado en tierras alemanas. Consta que los Armleder fueron violentamente antijudíos. No obstante, su revuelta, aunque en creciente debilitación, perduró hasta el año 1339. Flandes volvió a ser teatro de luchas sociales unos años más tarde. En 1338 estalló en Gante una insurrección popular, de la que formaban parte básicamente tejedores y bataneros. Al frente de dicha insurrección se hallaba un gran mercader, Jacobo van Artevelde, miembro de una de las más encumbradas familias patricias de la región. La revuelta, al parecer, tenía conexión con la prohibición de exportar lanas inglesas a Flandes, medida decretada en 1338. De todas formas, los amotinados se dividieron, lo que propició que la victoria sonriera finalmente a los tejedores. En el contexto de la revuelta se produjo, en 1345, el asesinato de Jacobo van Artevelde. El cronista francés J. Froissart recoge puntualmente dicho suceso: «Thomas Denis, decano de los tejedores, le asesto el primer golpe de hacha en la cabeza, y lo abatió». Es posible que Artevelde, que al fin y al cabo era un rico burgués, pretendiera gobernar de forma personal, lo que motivó las iras de los tejedores. Mas la consecuencia de aquellos sucesos fue el establecimiento en Gante, al menos hasta 1349, de la hegemonía indiscutible de los tejedores. Sin embargo, en 1349 los bataneros se tomaron la revancha, aunque un año más tarde, en un nuevo giro de la rueda de la fortuna, los tejedores volvieran a dominar la situación. Algunos historiadores han hablado, a propósito de estos sucesos, de «la revolución de los oficios». Mas en verdad la revolución citada sólo condujo a acentuar las luchas fratricidas entre los propios miembros de los oficios, lo que sin duda llenaba de satisfacción a los patricios, teóricamente los enemigos de los artesanos. Poco antes de que mediara el siglo tuvo lugar en Roma una aventura sorprendente. Nos referimos a los sucesos del año 1347, protagonizados por Cola di Rienzo, un singular personaje, nacido en 1313 en el seno de una humilde familia. Por lo que sabemos de su vida, Rienzo alcanzó el notariado, tuvo amistad con Petrarca y adquirió un gran conocimiento de la historia antigua de Roma. Su vida pública se inició en 1343, año en el que le vemos como delegado del «popolo» de Roma en una embajada a la Corte pontificia de Avignon. Los estudiosos del personaje han puesto de manifiesto su excepcional elocuencia y su encanto personal. Partidario del igualitarismo mesiánico de Joachim de Fiore, parece que Rienzo odiaba profundamente a la alta nobleza. No obstante es posible ver en Cola di Rienzo, como han puesto de manifiesto M. Mollat y Ph. Wolff, «una mezcla de sinceridad e intriga, de violencia y seducción, de idealismo y pragmatismo, de rusticidad y cultura». Apoyado en el «popolo» y en la «gentilezza» (grupo integrado por la pequeña aristocracia y los comerciantes), Rienzo recibió el poder de la ciudad de Roma en 1347. Así se expresa, a propósito de estos acontecimientos, el cronista G. Villani: «Por aclamación fue elegido tribuno del pueblo e investido de la señoría en el Campidoglio». El 20 de junio del citado año Cola di Rienzo subió al Capitolio, recibiendo cuatro días después el título de tribuno, que le fue renovado unos meses más tarde con carácter vitalicio. Pero más allá de los solemnes fastos, celebrados al modo de la antigua historia de Roma, la principal obsesión de Cola di Rienzo era acabar con la alta nobleza, lo que explica la afirmación de Villani: «Algunos de los Orsini y los Colonna, así como otros de Roma, huyeron fuera de la ciudad a sus tierras y a sus castillos para escapar al furor del tribuno y del pueblo». Pero el tribuno estaba asimismo muy interesado en perseguir viejos males que estaban anidados en la sociedad romana, como el vicio y la corrupción. Claro que al mismo tiempo decidió organizar espectáculos aparatosísimos, como el que tuvo lugar el día 15 de agosto en la iglesia de Santa Maria la Mayor de Roma, acto en el que Rienzo fue coronado. El historiador Dupré-Theseider calificó al citado acto de «caricatura fantástica de la coronación imperial». Es posible, no obstante, que desde aquel momento comenzara el declive del tribuno. Excomulgado por el Papa, que le acusó de usurpación, Cola di Rienzo perdió el poder en diciembre de 1347. Su regreso, siete años después, fue un mero apéndice. Las aventuras de Cola di Rienzo concluyeron en el otoño de 1354 con su asesinato y el restablecimiento pleno de la administración pontificia en Roma. De todas formas, la odisea de Cola di Rienzo, en la que había simultáneamente tanto aspectos políticos como sociales, y en la que el elemento personal desempeñó un papel decisivo, fue de una originalidad indiscutible.
La realidad de la crisis en la Europa de fines del Medievo, tal es nuestro punto de partida, es un hecho innegable. Podrán discutirse su mayor o menor intensidad, su precisa extensión territorial, su duración o los ámbitos de la vida de la sociedad a los que afectó, pero no su misma existencia. No obstante creemos que, antes de seguir adelante y para evitar posibles confusiones, es necesario hacer algunas precisiones terminológicas. Por de pronto hablamos de crisis, mas ¿no es cierto que esta palabra se utiliza para referirse a cosas muchas veces diferentes entre sí? Una crisis puede aludir, por ejemplo, a las dificultades presentes en el campo a consecuencia de las malas cosechas de un determinado año. En ese caso se trataría de una crisis de ciclo corto, ligada por lo tanto a los ciclos de las cosechas. Pero también se aplica el término crisis para referirse a las dificultades acumuladas en un periodo de larga duración. En este último supuesto decir crisis sería equivalente a hablar de depresiones seculares. De ahí que algunos autores prefieran el termino depresión para englobar en el todo el proceso crítico que vivió Europa en el transcurso de los siglos XIV y XV. En este sentido se ha manifestado el historiador alemán Wilhelm Abel al afirmar, en un trabajo suyo del año 1980, que en los siglos mencionados hubo en Europa una depresión agraria, salpicada, eso sí, por numerosas crisis de corto plazo. En verdad las dificultades por las que atravesaron los habitantes de Europa en los dos últimos siglos de la Edad Media nunca dejaron de llamar la atención a los historiadores. Así se explica que la historiografía decimonónica ya pusiera su acento en los graves trastornos causados en buena parte de Europa por las interminables guerras que sacudieron al Viejo Continente durante los siglos XIV y XV. El magno conflicto que enfrentó a franceses e ingleses, la denominada guerra de los Cien Años, fue sin duda el más espectacular de dichos conflictos, pero no el único. La guerra fratricida entre Pedro I y Enrique II que tuvo lugar en Castilla entre 1366 y 1369, o las peleas sin fin en que se vieron enzarzados los Estados italianos ilustran también suficientemente ese capítulo, por no referirnos a la guerra civil catalana de la segunda mitad del siglo XV o a la guerra de las Dos Rosas que estalló en Inglaterra a fines de la decimoquinta centuria. Así las cosas, aunque no hubiera en la vieja historiografía una descripción precisa de la crisis bajomedieval, se deslizaba con toda claridad la idea de que los enfrentamientos bélicos habían generado una época de graves trastornos para la mayoría de las naciones europeas. Ahora bien, seguían en pie preguntas tan cruciales como las siguientes: ¿por qué hubo tantas guerras en la Europa de los siglos XIV y XV?, y sobre todo, ¿dónde se encuentra la explicación de que dichos conflictos bélicos causaran efectos tan devastadores, sin duda superiores a los originados por las guerras desarrolladas en los siglos anteriores? Las noticias acerca de la difusión de la peste negra, en la Europa de mediados del siglo XIV, son asimismo muy antiguas. Fue de tal magnitud el efecto causado por la susodicha epidemia en los coetáneos de su propagación que muchos historiadores se vieron tentados a ver en la citada peste el factor clave a la hora de explicarse la depresión bajomedieval. Ahora bien, a partir de ese elemento comenzaron a tejerse explicaciones más elaboradas, por más que todas ellas se cobijen, en última instancia, bajo el paraguas de la interpretación demográfica. La peste negra, epidemia que afectó a toda Europa sin ahorrar apenas ningún rincón del Viejo Continente, habría sido, desde ese punto de vista, el detonante por excelencia de un proceso de crisis, en el que al descenso del número de habitantes le acompañarían otros muchos fenómenos a él encadenados, entre los cuales cabe destacar la caída de la producción de alimentos o el descenso de las rentas señoriales. Mas en el aire quedaba siempre flotando un interrogante: ¿fue en verdad la difusión de la peste negra el acontecimiento crucial de la crisis bajomedieval europea o, por el contrario, la existencia previa de una situación caracterizada por la depresión fue la que hizo posible que prendiera con gran facilidad tan terrible epidemia? Sin salir del territorio demográfico, pero enfocando la cuestión desde un punto de vista ciertamente novedoso, se ha esbozado también recientemente la hipótesis de un posible cortocircuito epidemiológico: Europa habría perdido su inmunidad contra el bacilo de la peste, en tanto que Asia lo habría conservado, se viene a decir en síntesis. Mas esta interpretación, pese al atractivo con que se presenta, debido a su indudable toque ecologista, no supone, a nuestro entender, cambios sustanciales en la explicación de la crisis. La cuestión, no obstante, también podía contemplarse desde otra perspectiva. La «muerte negra» era quizá, simplemente, una sacudida de la Naturaleza, que buscaba de esa manera la vuelta a un equilibrio perdido. El punto de partida se hallaría, de aceptar ese supuesto, en el desajuste creciente entre una producción agraria estancada y una población que, por el contrario, no dejaba de aumentar. Mas con esta explicación hacía su entrada en escena, como es bien evidente, la conocida teoría de Malthus. Sin duda esta interpretación representaba un notable avance sobre las que habían sido expuestas por los historiadores hasta entonces. Pero no por ello dejaba de suscitar asimismo dudas. Señalemos la fundamental: el aludido desequilibrio entre producción de alimentos, por una parte, y población, por otra, ¿era una simple fase de una evolución cíclica que inexorablemente tenía que ocurrir y por lo tanto repetida una y otra vez, mal que les pesase a quienes iban a ser sus víctimas?, o ¿respondía, por el contrario, a factores concretos existentes en la Europa de comienzos del siglo XIV?, y si éste era el caso, ¿cuáles eran esos factores? Más sofisticada, aunque también más compleja, fue la interpretación dada en 1935 por el historiador alemán W. Abel, en su conocida obra «Agrarkrisen und Agrarkonjunktur. Eine Gesehichte der Land- und Er-närungswissenschaft Mitteleuropas seit dem hohen Mittelalter». Su hipótesis fue corroborada por nuevas publicaciones del mismo autor, como la del año 1943 sobre los despoblados (Die Wüstungen des augehenden Mittelalters). W. Abel, que estaba interesado básicamente en el estudio de la evolución de los precios y de los salarios en la Baja Edad Media, puso en relación los datos que había obtenido de sus investigaciones en ese terreno con los referentes demográficos conocidos. La conclusión a la que llegaba W. Abel era que en la decimocuarta centuria se produjo en Europa, hablando en términos generales, una profunda crisis agraria, manifestada en tres hechos fundamentales: la caída de los precios de los productos originarios del campo (paralelamente al aumento de los productos industriales y de los salarios); el descenso del número de habitantes; el incremento de los despoblados. Ni que decir tiene que estos tres aspectos se hallaban, por su parte, estrechamente conectados entre sí. Ciertamente, Abel, al poner indudable énfasis en la cuestión de los precios, había incluido un nuevo factor explicativo de la crisis del siglo XIV, que algunos han denominado el «coyunturalismo». Pero no es menos cierto que el elemento demográfico seguía teniendo, pese a todo, un protagonismo indiscutible. Por lo demás, la crítica no dejó de poner serios reparos a esta interpretación de la depresión bajomedieval, fundamentalmente a propósito de los despoblados, toda vez que los mismos están presentes en cualquier época histórica y, por otra parte, resultan de muy difícil fijación cronológica. Años después, otro historiador alemán, F. Lutge, insistía en puntos de vista parecidos, aunque quizá, retornando a viejas interpretaciones, que ya parecían periclitadas, potenciaba el papel desempeñado en la depresión por la peste negra. Por otro lado, Lutge señalaba de manera categórica que la crisis bajomedieval había sido exclusivamente agraria, pues las ciudades, según su punto de vista, no sólo no habían tenido en los siglos XIV y XV dificultades sino que habían conocido una autentica edad de oro. Difícilmente podía faltar, entre el abanico de posibles causas explicativas de la crisis tardomedieval, la referencia al clima. La documentación de la época alude, en repetidas ocasiones, a condiciones climatológicas especialmente adversas. Se habla de inviernos de extrema dureza, «de muy grandes nieves e de grandes yelos», como se recordaba en las Cortes castellanas celebradas en la ciudad de Burgos en el año 1345. Pero también se alude en las fuentes documentales, con suma frecuencia, al exceso de lluvias, que contribuía a que se pudrieran, en diversas ocasiones, las cosechas. Se trataría por lo tanto de una «declinación climatológica», que los expertos en la materia atribuyen, en última instancia, a cambios en la actividad solar. Ahora bien, la introducción del clima en la interpretación de la crisis suponía una novedad, no sólo porque se trataba de un factor exógeno a la sociedad sino también porque se le consideraba un indiscutible «prime move» de todo lo acaecido. Así las cosas, independientemente de las circunstancias históricas concretas, la crisis habría estallado, ante todo, por el efecto determinante de las condiciones climáticas. La Naturaleza habría impuesto sus reglas a los humanos. ¿Sorprendente? El análisis comparativo de las principales crisis que afectaron a Europa en el transcurso de su historia ya ofrecía puntos de vista similares al referirse a otras épocas. ¿No se han hecho afirmaciones en cierto modo parecidas a propósito de la crisis del Bajo Imperio Romano en el siglo III d.C. o en la Europa del siglo XVI? Mas lo cierto es que siguiendo ese camino en su versión más rigurosa la explicación histórica sobraría. La acción de los seres humanos quedaría minimizada, más aún anulada, ante la fuerza gigantesca de los elementos cósmicos. Pero regresemos a la tierra, para mencionar otro de los intentos interpretativos de la depresión bajomedieval. Nos referimos en esta ocasión a la explicación monetarista. Es un hecho cierto que en los últimos siglos de la Edad Media asistimos a una rarefacción de los metales preciosos, situación debida en parte al agotamiento de antiguas minas de plata de Europa central, pero también motivada por las dificultades para conseguir oro procedente del Sudán, en el Continente africano. Partiendo de esas bases se explicarían tanto el retroceso de la calidad de las monedas como, sobre todo, la contracción paulatina de la circulación monetaria. Este cuadro daría lugar, a su vez, a una deflacción, síntoma inequívoco de parálisis en la actividad económica. Pero nuevamente surgen las dudas, particularmente cuando se piensa que la depresión afectó ante todo al campo, pero apenas a las ciudades, sin duda mucho más ligadas a la economía monetaria. Después de llevar a cabo este somero recorrido a través de las causas de la depresión bajomedieval ha llegado el momento de efectuar un rápido repaso: las guerras, la peste negra, los desajustes entre producción y población, la crisis agraria, los cambios climáticos, los problemas monetarios, serían, por no citar sino los más significativos, algunos de los posibles puntos de partida explicativos de la profunda crisis que padeció el Continente europeo en el transcurso de los siglos XIV Y XV. Son tantas las perspectivas de análisis, cada una de ellas razonablemente sostenida desde fuentes documentales conservadas de la época en cuestión, que no puede sorprendernos que el profesor francés E. Perroy, en un célebre articulo que data del año 1949, hablara no de la crisis del siglo XIV, sino de las crisis de dicha centuria. En efecto, Perroy llegó al convencimiento de que lo que hubo en la época de referencia fue una sucesión de crisis diversas, demográfica, agraria, militar, monetaria, etc., cada una de ellas en cierta medida autónoma, por más que hubiera indudables nexos de aproximación entre todas ellas. Ahora bien, es posible preguntarse si las reflexiones del profesor Perroy, aun reconociendo su indudable originalidad, aclaraban el panorama de la crisis tardomedieval o, por el contrario, lo oscurecían.
La historiografía marxista sostuvo, desde hace años, la opinión de que la crisis bajomedieval debía de ser contemplada desde una perspectiva global. No se trataría sólo de la presencia en la vida de los seres humanos de tal o cual aspecto negativo, ya fuera el clima, las pestes, la distorsión de los precios o la circulación monetaria, sino de una crisis que afectaría, inevitablemente, a todo el entramado socio-económico. Los partidarios de esta interpretación alegaban asimismo que resultaba sorprendente que la explicación de un fenómeno de tan larga duración y que afectó en profundidad a toda la sociedad no tuviera en cuenta aspectos tan significativos en cualquier análisis histórico como las relaciones sociales de producción. El historiador inglés R. Hilton se preguntaba, en un conocido artículo publicado en la revista «Annales» en 1951, «Y eut-il une crise generale de la fóodalité?» Su respuesta era, indudablemente, positiva. Fue la sociedad feudal de los siglos finales de la Edad Media la que padeció una crisis, a la vez general y profunda. En idéntica línea interpretativa se han situado otros historiadores, como el checo F. Graus, que tipificaba lo sucedido en los siglos XlV y XV como la primera gran crisis del sistema feudal (Die erste Krise des Feudalismus, 1955) o el alemán J. Kuczynski, el cual afirmó, en 1963, en respuesta a su colega W. Abel, que una crisis agraria en la sociedad europea de fines de la Edad Media sólo podía entenderse como una crisis del modo de producción feudal y no simplemente en función de hechos, al fin y al cabo naturales, como la mayor o menor mortandad causada por la difusión de una epidemia. Hemos mencionado a historiadores adscritos a la corriente del materialismo histórico. Pero no hemos de olvidar en ningún momento que el marxismo escolástico, entendiendo por tal el oficialmente vigente en diversos países europeos hasta hace poco tiempo, ofreció una versión canónica de la crisis del siglo XIV. Todo se explicaba, decían los corifeos de esa interpretación, a partir de la ley de la correspondencia necesaria entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Según ese postulado el feudalismo habría entrado, en el transcurso de la decimocuarta centuria, en una primera fase de disgregación, debido al empuje que se ejercía por parte de las fuerzas productivas. La explicación, sin duda, encajaba en el cuadro previamente trazado de las leyes del desarrollo histórico de la sociedad. Pero de hecho lo que se hacía, al seguir al pie de la letra esa interpretación de la depresión europea tardomedieval, era trastocar el camino lógico de la investigación histórica, pues, como ha señalado desde una perspectiva crítica G. Bois, se iba «del principio a la materia histórica concreta», la cual serviría de ilustración a aquél, y no al revés, como parece razonable. En la óptica marxista se sitúa también la interpretación aportada, no sólo a propósito de la crisis bajomedieval, sino en general sobre la época preindustrial, por el historiador norteamericano R. Brenner. El punto de partida se encuentra en el trabajo presentado por dicho historiador en un coloquio en 1974, y publicado en 1976 en la revista «Past and Present», con el título «Agrarian Class Structure and Economic Development in Pre-Industrial Europe». Las réplicas y contrarréplicas a dicho texto, con intervenciones de diversos historiadores, dieron lugar al denominado «debate Brenner», que ocupa un puesto de excepción en la historiografía de las ultimas décadas. R. Brenner, crítico despiadado de los neomalthusianos, capítulo en el que incluía a historiadores tan destacados como el inglés M. M. Postan o el francés E. Le Roy Ladurie, ponía su acento en el papel de la lucha de clases como determinante de la evolución histórica, y por lo tanto también de la crisis que padeció el Continente europeo en los siglos XIV y XV. Oigamos al propio Brenner: «Las contradicciones entre el desarrollo de la producción campesina y las relaciones de extracción de excedente que definían las relaciones de clase de la servidumbre produjeron una crisis de la acumulación y la productividad campesina y, en última instancia, de las mismas posibilidades de subsistencia campesina. Esta crisis se acompañó por una intensificación del conflicto de clases inherente a la estructura social vigente». Sin duda se trata de un trabajo enormemente sugestivo, en el que su autor ha puesto en juego tanto su amplio conocimiento de la historia socio-económica de la Europa bajomedieval y moderna como su singular capacidad para la confrontación dialéctica. De todos modos, aun admitiendo la imperiosa necesidad de tener en cuenta la problemática de las relaciones sociales, la opinión de Brenner acerca de la crisis europea bajomedieval parece también unidimensional y más pegada al puro análisis teórico que a la toma en consideración de los datos empíricos conocidos de aquella época. Una explicación global de la crisis europea bajomedieval, en la que pretende engarzar el concepto tradicional de crisis agraria con la teoría del modo de producción feudal, la ha intentado el historiador francés G. Bois, en su obra, ya clásica, sobre Normandía (Crise du féodalisme. Economie rurale et demographie en Norrnandie orientale du debut du XIV siecle au milieu du XVI, siecle, 1976), así como en diversos escritos posteriores (como «La crise du Féodalisme en Europe a la fin du Moyen Age», 1986). Bois entiende que lo que se produjo en Europa en el siglo XIV fue, ni más ni menos, una crisis general del sistema vigente. En esa crisis habría que ver dos disfunciones, una relacionada con la producción, otra con el reparto. El bloqueo de la producción agrícola tendría su explicación en la conjunción de dos factores: por una parte, un estancamiento técnico; por otra, un descenso de la productividad del trabajo. En cuanto a la disfunción experimentada en el ámbito del reparto de la renta, Bois observa el desarrollo paralelo del crecimiento de las imposiciones fiscales de carácter público, por un lado, y del descenso de las rentas señoriales (aquí, según él, entraría en juego la lucha de clases), por otro. Rechaza, asimismo, la existencia de una contradicción entre las dos nociones que habitualmente se barajan de la crisis, la que pondría su acento en lo negativo y la que habla de mutación, portillo abierto hacia las novedades y por lo tanto positiva. De todas formas, Bois no ha dejado de señalar que su modelo explicativo, que él considera simplemente un método de aproximación para el entendimiento de la dinámica que desembocó en la crisis de los siglos XIV y XV, quizá no sea aplicable a todas las regiones de Europa, por más que encaje en algunas de ellas. En posiciones próximas, aunque diferentes de las de Bois, se ha situado hace unos años el historiador alemán R. Berthold, el cual ya había mostrado su disentimiento de las opiniones de W. Abel. En un trabajo publicado en 1979 (Die Agrarkrise im Feudalismus), Berthold ha manifestado que la cuestión capital, para explicar la crisis bajomedieval, se halla en el ámbito de la renta feudal. El deseo de afianzar dicha renta fue, en su opinión, el hecho verdaderamente decisivo, en tanto que la depresión agraria o las epidemias de peste fueron sólo factores secundarios que a lo sumo contribuyeron a reforzar y generalizar la crisis, pero en ningún modo a ponerla en marcha. Incluso los despoblamientos se habrían producido básicamente, según este autor, por la actitud de los labriegos que en un momento dado decidían abandonar sus aldeas, ante el intento de los señores de subir la renta. Ahora bien, sin negar importancia a la lucha por la renta cabe preguntarse por qué pasó a primer plaño esta cuestión en los siglos XIV y XV. Por lo demás, la conexión de la lucha por la renta feudal con la depresión agraria o las mortandades ¿fue simplemente episódica? En cualquier caso, y como conclusión a lo señalado hasta ahora, podemos afirmar, apoyándonos en las inteligentes palabras del investigador alemán W. Rosener, que «la crisis bajomedieval solo puede comprenderse en su integridad en el contexto del desarrollo general de la sociedad, en la urdimbre de relaciones entre economía, sociedad y sistema señorial».
Más recientemente el concepto de crisis bajomedieval se ha proyectado hacia ámbitos hasta ahora totalmente inéditos en la investigación histórica. Recordemos, en este sentido, los trabajos de F. Seibt, el cual, en su presentación del libro «Europa 1400. Die Krise des Spätmittelalters» (1984), ha analizado la crisis de fines de la Edad Media a partir de los conceptos de disfuncionalidad y de diversidad de perspectivas, señalando que la depresión no sólo fue demográfica, económica y social, sino que se encuentra también presente en otros muchos terrenos, como el político, el espiritual o el artístico. La abundancia de revueltas nobiliarias y de derrocamientos y asesinatos de reyes que tuvieron lugar en las últimas décadas del siglo XIV, la relevancia que adquiere el diablo hacia el año 1400, la amplia difusión de las predicciones apocalípticas y sibilinas, y en general de la literatura de vaticinios, la irrupción del autorretrato en la pintura o la nueva concepción del tiempo (no olvidemos que en el siglo XIV se propagaron los relojes mecánicos), serían algunas manifestaciones, sin duda significativas, de la crisis bajomedieval en los campos mencionados. Mas con estas opiniones se ha dado un salto gigantesco, desde las mortandades o la climatología adversa hasta el mundo del espíritu. Así las cosas, a la vista de las perspectivas abiertas por F. Seibt, nos atreveríamos a decir que estamos ante una autentica revolución historiográfica.
Uno de los terrenos en donde se manifestó de forma más rotunda la crisis bajomedieval fue, sin lugar a dudas, el poblacional. Hasta tal punto es estrecha esta relación que la misma expresión crisis de la Baja Edad Media suele evocar, por encima de todo, la imagen de una catástrofe demográfica en Europa. Sin duda mucho tienen que ver en ello las noticias que nos han sido transmitidas de aquella época, noticias que hablan insistentemente de la difusión por tierras europeas de terribles epidemias de mortandad, de las cuales la principal fue la que conocemos con el nombre de peste negra. Pero no es menos cierto que la demografía histórica ha comprobado, a través de las escasas y controvertidas fuentes que permiten reconstruir los efectivos poblacionales de los siglos XIV y XV en el territorio europeo (por lo general fuentes de carácter fiscal), la existencia de una importante fractura demográfica en la decimocuarta centuria, por más que en la siguiente tuviera lugar una indudable recuperación de la población. Así las cosas, el incremento de la población europea, aceptado para el periodo comprendido entre los años 1000 y 1300, se vio interrumpido en el siglo XIV. M. K. Bennett había calculado que la población del conjunto de Europa había pasado de unos 42.000.000 de habitantes en los inicios del siglo XI a cerca de 72.000.000 en el año 1300. Por su parte, J. C. Russell llegó a la conclusión de que la población de Inglaterra, para la cual las fuentes medievales son incomparablemente más sustanciosas que en cualquier otro país europeo, ascendió de 1.100.000 habitantes en el año 1086, la fecha de la redacción del «Domesday Book», considerado el primer gran censo del país, a unos 3.300.000 en los comienzos del siglo XIV. No obstante, las grandes catástrofes que se abatieron sobre Europa con posterioridad al año 1300, y en primer lugar las pestes, causaron una rotunda inversión de ese proceso de crecimiento ininterrumpido de la población
La crisis que asoló al Continente europeo a fines de la Edad Media afectó sobre todo al mundo rural. Hay que tener en cuenta, por de pronto, que unas ocho de cada diez personas eran trabajadores agrícolas y que en el campo se generaban aproximadamente las tres cuartas partes de la producción global de aquella época. De ahí que una crisis económica en la Europa medieval tuviera que ser, indefectiblemente, una crisis del medio rural. Por otra parte, a diferencia de lo que sucedió en el campo, en donde puede decirse que la depresión se manifestó de una forma relativamente homogénea, el mundo urbano tuvo respuestas muy diversas ante la susodicha crisis. Es más, algunos autores incluso niegan que pueda utilizarse el concepto de crisis a propósito de las ciudades europeas de los últimos siglos de la Edad Media y de las actividades artesanales y comerciales que en ellas se desarrollaban. Los primeros síntomas de la crisis rural se sitúan, según todos los indicios de que disponemos, en las últimas décadas del siglo XIII. No obstante, es en la primera mitad de la décimo cuarta centuria cuando asistimos a la periódica repetición de los denominados «malos años», en los cuales, generalmente a consecuencia de adversidades climatológicas, se perdían las cosechas, lo que, a su vez, solía degenerar en hambre. En Francia, refiriéndonos a los primeros cincuenta años del siglo XIV, se han consignado como años de hambre los siguientes: 1304, 1305, 1310, 1315, 1330-34, 1344 y 1349-51. Este hecho explica que en diversas ocasiones se haya apuntado la idea de que las crisis agrarias de la primera mitad del siglo XIV fueron básicamente consecuencia de las cambiantes condiciones meteorológicas que se dieron en la época. En particular se apunta al exceso de lluvias, causa a su vez de que, con harta frecuencia, se pudrieran las simientes. De ahí la expresión, tantas veces repetidas en las fuentes, de «veranos podridos», que se aplica a aquellos en los que se registraron pésimas cosechas. La hambruna de los años 1315 a 1317 tenía precisamente su origen en las pésimas cosechas de los años 1314-1316, motivadas a su vez por la presencia de adversas condiciones climáticas. Refiriéndose a los años 1316-1317 la «Chronique Lyonnaise» afirma que hubo «magna fames et caristia bladis in Francia et in Burgundia». Unos años antes, en 1309, el exceso de lluvias figura como la principal causa explicativa de las catastróficas cosechas de cereales en las tierras meridionales y occidentales del Imperio germánico. En la granja cisterciense de Vaulerent, en tierras francesas, que ya había padecido malos años en los comienzos del siglo XIV a consecuencia de adversidades meteorológicas, la cosecha del año 1313 fue catastrófica. También en el mundo hispánico hay noticias de malos años en la primera mitad del siglo XIV. La documentación eclesiástica de la Corona de Castilla revela que diversos monasterios se vieron en la necesidad de comprar pan, que escaseaba por los «malos años» que pasaron entre 1331 y 1333. Las fuentes documentales de Cataluña hablan, por su parte, de 1333 como del «mal any primer». En las Cortes de Burgos de 1345 se dijo que las dificultades que se estaban padeciendo en Castilla obedecían, entre otros factores, a «la simiença may tardia por el muy fuerte temporal que ha fecho de muy grandes nieves e de grandes yelos». Un documento originario de la villa de Madrid, del año 1347, señalaba, asimismo, que la escasez de pan y de otros alimentos obedecía a «los fuertes temporales que an passado ffasta aquí». Cerraremos este recorrido con una referencia a lo que se dijo, un año después, en las Cortes celebradas en Alcalá de Henares. En realidad se repetía la misma canción: «por los tenporales muy ffuertes que ovo en el dicho tienpo… se perdieron los ffrutos del pan e del vino e de las otras cosas donde avian a pagar las rentas». Las guerras fueron asimismo un azote para el mundo rural. Podrá alegarse que conflictos bélicos los había habido siempre. Es preciso reconocer, no obstante, que en el siglo XIV estalló un enfrentamiento que tuvo efectos devastadores para la población civil, y en primer lugar para el medio rural. Nos referimos, es evidente, a la guerra de los Cien Años. Claro que el mencionado conflicto tuvo un alcance limitado desde el punto de vista territorial, siendo Francia el país que pagó un precio más alto. La guerra devastaba los campos, arruinaba las cosechas, destruía los instrumentos de labor y ahuyentaba a los campesinos. Ahora bien, piénsese que al referirnos a la guerra no sólo tenemos en cuenta las operaciones militares propiamente dichas, sino también la actuación de los soldados de fortuna que funcionaban, incluso en tiempo de paz, como auténticos salteadores de caminos. Veamos algunos ejemplos concretos que testimonian lo que señalamos. Un documento procedente de la abadía francesa de Saint-Denis revelaba que en 1373 los monjes sólo pudieron poner a la venta cuatro modios de trigo, en tanto que en 1343 dispusieron pare idéntica finalidad de 130 modios. Más concluyente es, no obstante, lo que decía un feligrés de la diócesis francesa de Cahors, citado a declarar por los delegados pontificios que habían acudido a dicha comarca para realizar una encuesta: «El testigo declaró que durante toda su vida no ha visto mas que la guerra en el país y diócesis de Cahors. Hasta tal punto llegaba la situación que la gente no se atrevía a salir de Cahors sin un salvoconducto de los ingleses o sin la protección de los soldados franceses. Añadió que las tierras que rodean a la ciudad de Cahors habían sido ocupadas por los ingleses, y después destruidas, por lo que, aun siendo buenas y fértiles, en la actualidad estaban deshabitadas». La exposición es, sin la menor duda, concluyente. Asimismo el impacto de las devastadoras operaciones militares, unido a las consecuencias de la peste negra, explican que entre 1348 y 1392 las actividades productivas del medio rural de la región francesa de la Baja Auvernia descendieran en casi un 50 por 100. Por su parte, un texto del año 1376, alusivo a la región de Sologne, reconocía los «robos, males y daños… que los dichos pillars (los soldados-saqueadores) hacían y cometían contra la razón y la justicia». Francia fue, ciertamente, la principal víctima de los desastres de la guerra. Pero los efectos destructores de las campañas militares también se produjeron en otros países europeos, con grave daño en primer lugar para el mundo rural. La actuación de las banderías nobiliarias, por una parte, y las consecuencias de la guerra fratricida que enfrentó a Pedro I con su hermanastro Enrique de Trastámara entre los años 1366 y 1369, por otra, dejaron profundas huellas en el ámbito rural de la Corona de Castilla. Así, por ejemplo, cuando el pretendiente Enrique de Trastámara entró en Toledo, en mayo de 1366, los representantes del concejo de la ciudad del Tajo le notificaron que las compañías de Beltrán Duguesclin, tropas mercenarias reclutadas en tierras francesas que combatían a su lado, «robaron et quemaron et estruyeron algunos de los lugares del arzobispado», según un testimonio de la época. En la primavera del año siguiente, 1367, diversos lugares dependientes del monasterio riojano de San Millán de la Cogolla «fueron estruidos e robados e quemados» por las tropas inglesas del Principe Negro, que luchaban en el bando de Pedro I. Años más tarde la presencia de tropas inglesas, que entraron en tierras gallegas y leonesas al servicio del duque de Lancaster, el cual reivindicaba el trono castellano por su matrimonio con una hija del monarca Pedro I, causó igualmente abundantes estragos, como recordaba, por ejemplo, un memorial enviado el año 1400 por el concejo de la localidad de Benavente al rey de Castilla Enrique III.
En la sociedad contemporánea todos estamos habituados a contraponer el campo y la ciudad, el mundo rural y el urbano. Tan lógica nos parece esa dicotomía que, con la mayor naturalidad, la proyectamos sobre cualquier periodo del pasado que contemplemos. Ni que decir tiene que la Edad Media no podía escapar a esa visión. Es más, la vieja historiografía del Medievo puso asimismo el acento en la radical diferencia que separaba al campo de la ciudad. Frente al mundo rural, expresión de una sociedad de base agraria y de corte eminentemente feudal, los núcleos urbanos representaban, según esa óptica, el alumbramiento de un mundo nuevo, caracterizado por la libertad y protagonizado por una nueva clase social, la burguesía. Sin duda, estos puntos de vista están fuertemente asentados en nuestra mente. Pero no es menos cierto que, desde hace ya bastantes años, se ha rectificado esa panorámica. La ciudad, lejos de ser considerada como la antitesis del feudalismo, tiende a contemplarse, por el contrario, como un elemento más de aquel sistema, al decir de la más reciente historiografía sobre el tema. El campo y la ciudad serian, por lo tanto, algo así como las dos caras de una misma moneda. Lo señalado no es óbice, sin embargo, pare marcar diferencias sustantivas entre el mundo rural y el urbano. Ciertamente había en el Medievo numerosos núcleos de población que estaban a mitad de camino entre lo específicamente rural y lo que podemos presentar como rasgos peculiares urbanos. Pero la distancia que separaba a las grandes ciudades (pensemos, a nivel europeo, en núcleos como París, Londres, Florencia, Milán, Venecia, Brujas, Sevilla, Barcelona, etc.) de las modestas aldeas era sin duda abismal. Las ciudades, aunque fueran una parte más del sistema feudal, tenían rasgos singulares que las diferenciaba del ámbito rural: su propia configuración urbanística; un entramado institucional más desarrollado; unas funciones distintas a las habituales del medio rural; un tejido social notablemente más complejo; un mayor dinamismo económico; y, como remate, mayores posibilidades, al menos en teoría, para el desarrollo del mundo del espíritu. Las ciudades europeas de los siglos XIV y XV no escaparon al impacto de la gran depresión. Padecieron, con frecuencia de forma brutal, los azotes de las mortandades. Fueron asimismo víctimas de las continuas guerras de aquel tiempo. Dependientes para su abastecimiento del campo, sufrieron las consecuencias de los malos años y, en general, de la crisis rural. Mas con todo, parece evidente que las ciudades pudieron hacer frente a las dificultades de la época mejor que el campo. Algunos autores, incluso, niegan que pueda hablarse de crisis del siglo XIV a propósito de las ciudades. Sin duda el debate es arduo, mas como mínimo hay que reconocer que los núcleos urbanos fueron los abanderados de la recuperación que experimentó Europa después de que remitiera la crisis.
La conflictividad social, qué duda cabe, no había faltado en los periodos anteriores de la Edad Media, pero es indiscutible que en el transcurso de los siglos XIV y XV conoció una virulencia inusitada, de la que den fe los testimonios conservados de aquel tiempo. Por lo demás, en dicha época las luchas sociales tuvieron un amplio alcance desde el punto de vista territorial, pues se propagaron por todo el Continente europeo, desde Escandinavia hasta la Península Ibérica y desde Inglaterra hasta Bohemia. Ciertamente esa conflictividad adoptó formas muy diversas, tanto por sus protagonistas como por los cauces específicos que adoptó. No obstante, hay un aspecto esencial que recorre prácticamente todos los conflictos que se sucedieron en Europa en los últimos siglos de la Edad Media: la participación, como agentes principales de las luchas sociales, de los sectores populares, ya fueran éstos del ámbito rural o del urbano. La aludida conflictividad respondía, en ultima instancia, a la existencia de grupos sociales con intereses claramente contrapuestos. En el medio rural el conflicto potencial es el que enfrentaba a los campesinos con los señores territoriales, bajo cuya jurisdicción se encontraban. En los núcleos urbanos la dicotomía entre la aristocracia y el común ofrecía asimismo las condiciones apropiadas pare el choque. Ahora bien, esa estructura social, plasmada en la existencia de clases antagónicas, no era una creación del siglo XIV, sino que había sido heredada del pasado. ¿Por qué, entonces, se agudizaron las contradicciones sociales en los siglos XIV y XV? Sin duda la respuesta hay que buscarla en la crisis bajomedieval, que fue la que generó las circunstancias idóneas pare acentuar los enfrentamientos. De todos modos es preciso huir de una explicación simplista, que vea en las revueltas populares sin más los estallidos típicos de una época dominada por la miseria. No cabe duda de que en los malos años, con su cortejo de catastróficas cosechas y de posibles hambrunas, la desesperación de los desheredados favorecía, lógicamente, la explosión social. Pero no es menos cierto, asimismo, que en los movimientos populares del mundo rural una parte importante les cupo a los campesinos de mejor posición económica, quejosos del marasmo de los precios de los granos. Por otra parte, la presión fiscal, particularmente notoria en aquellos países que se enfrentaron directamente en la guerra de los Cien Años, es decir, Francia e Inglaterra, fue un factor muy destacado a la hora de explicar la génesis de los conflictos. ¿Cómo olvidar, por otro lado, la reacción popular ante la práctica frecuente, por parte de los grandes señores territoriales, de los malos usos? Pero las luchas sociales no fueron exclusivas del ámbito rural. También las hubo en las ciudades, por más que siempre puedan mencionarse algunos ejemplos de núcleos urbanos que escaparon a dichos conflictos. Tales fueron los casos, por ejemplo, de ciudades tan significativas como Venecia, Burdeos o Nuremberg. Mas la tónica dominante de la mayoría de las urbes, en los siglos finales de la Edad Media, fue la acentuación de la conflictividad social. Los sectores populares de las ciudades, en términos generales, estaban explotados desde el punto de vista económico por las minorías rectoras, pero al mismo tiempo estaban excluidos del acceso al poder político local, claramente oligarquizado. Ahí se encontraban las claves de la mencionada conflictividad.
Lo primero que destaca en los conflictos sociales de los siglos XIV y XV es su transparencia, en el sentido de que nos ofrecen enfrentamientos directos entre grupos sociales antagónicos, que pugnan básicamente por motivos económicos y políticos. En esto se diferencian de buena parte de la conflictividad social de épocas anteriores, que solía aparecer enmascarada con cuestiones de carácter religioso. Tal había sido el caso, por ejemplo, de los movimientos milenaristas y heréticos, por no hablar de fenómenos como las cruzadas o la exaltación de la pobreza, que en buena medida también incorporaron aspectos estrictamente sociales. De todos modos es preciso advertir que también a fines de la Edad Media hubo conflictos sociales que tenían fuertes componentes de naturaleza religiosa, como aconteció con la revuelta husita de Bohemia. No estuvo tampoco ausente en la época que nos ocupa la hostilidad racial, tomando este término con todas las precauciones, como lo ponen de manifiesto las violentas sacudidas antijudías, en donde el elemento estrictamente étnico se sumaba al religioso y al social. Por otra parte, llama la atención la frecuencia de movimientos sociales de gran radio de acción, entendido éste tanto en el sentido de su amplitud territorial como en el de su intensidad. Figuran en ese capítulo acontecimientos como la «Jacquerie» francesa de mediados del siglo XIV, la revuelta de los «ciompi» florentinos de 1378 o la sublevación del campesinado inglés de 1381, por lo demás desarrollados todos ellos en un corto periodo de tiempo, por no hablar de otros muchos, como el ya mencionado conflicto husita o, casos ambos registrados en el ámbito hispánico, el alzamiento de los payeses de remensa catalanes y el de los «irmandiños» gallegos. Pero lo afirmado no invalida el hecho cierto de que simultáneamente se produjeran a lo largo y a lo ancho de la Europa cristiana, en la época de que tratamos, innumerables luchas sociales de carácter puramente local. Solían ser conflictos localizados en un lugar muy concreto y, por lo general, desarrollados en un tiempo breve. Ejemplos paradigmáticos de lo que decimos podrían ser la protesta llevada a cabo en 1318 por los habitantes del «borgo» de Castropignaño, en tierras del Reino de Nápoles, contra su señor, o la acción emprendida por los vecinos de la localidad castellana de Paredes de Nava, los cuales, en el año 1371, se enfrentaron y dieron muerte a su señor, Felipe de Castro, como protesta por la intención de éste de aumentar los tributos que cobraba sobre sus dependientes. Al igual que en los de cualquier otra época, en los conflictos sociales que tuvieron lugar en los siglos XIV y XV es preciso diferenciar los objetivos últimos por los que luchaban los que protagonizaban la protesta de los motivos concretos que propiciaron su estallido. Sin duda, una de las causas inmediatas de buena parte de las revueltas populares de fines del Medievo era el rechazo de punciones fiscales que se juzgaban injustas o abusivas. La sublevación popular inglesa de 1381 estalló a raíz de la protesta contra el «poll-tax» que, previa aprobación del Parlamento, pretendía cobrarse entre los contribuyentes para hacer frente a los crecientes gastos que ocasionaba la guerra de los Cien Años. Pero en otras ocasiones la revuelta surgía para impedir el incumplimiento, por parte de los señores, de los usos y costumbres tradicionales de un determinado lugar, frecuentemente pisoteados por los poderosos. Por lo que se refiere a los objetivos de las luchas sociales cabe señalar que eran muy nítidos desde un punto de vista general, pues lo que pretendían los protagonistas de las revueltas era, básicamente, un mejor reparto tanto de la renta como del acceso al poder político. Pero los objetivos concretos podían obedecer a una casuística sumamente variopinta. Es posible, no obstante, que los movimientos específicamente urbanos tuvieran unos objetivos más precisos que los rurales, sin duda más vagos en cuanto a sus pretensiones últimas. La historiografía dedicada a la temática de las luchas sociales suele distinguir entre conflictos rurales y urbanos. En principio puede ser valida esta idea, pero a condición de no caer en simplificaciones inadmisibles. De hecho, no hubo conflictos considerados por los historiadores como campesinos en los que no participaran también gentes de las ciudades, pero igualmente, en sentido contrario, las revueltas urbanas solían propagarse al entorno rural. En todo caso conviene advertir que las pequeñas ciudades, en el sentido que atribuye R Hilton a esta expresión, o las villas, si pensamos en las tierras de la Corona de Castilla, desempeñaron un papel decisivo en los movimientos populares, incluso en los de carácter esencialmente campesino. Así sucedió en la «Jacquerie» francesa, en la revuelta inglesa de 1381 o en la rebelión «irmandiña» de tierras gallegas del siglo XV. Esos núcleos urbanos, en cierto modo equidistantes de las grandes ciudades y de las aldeas, ofrecían magníficas condiciones pare canalizar las protestas de los rebeldes, pero también para la celebración de asambleas populares, en las que los dirigentes de la revuelta ensayaban una incipiente oratoria profana. También hay que huir del esquematismo a la hora de analizar la composición de los grupos participantes en los conflictos. Hablamos de movimientos populares, pero el término hay que entenderlo en un sentido amplio. Las sublevaciones campesinas, orientadas contra el poder de los señores feudales, solían tener en su seno a gentes de condición mediana, incluso a miembros de la pequeña nobleza. «En calidad de protagonistas de la oposición al señor aparecen desde los marginados hasta los caballeros, pasando por los hidalgos», señaló A. Guilarte a propósito de los movimientos antiseñoriales de ámbito preferentemente rural. Algo parecido sucedió con las revueltas urbanas, en las que podían darse la mano gentes del común y miembros de las capas dirigentes, incluidos por supuesto eclesiásticos. ¿Quienes fueron los dirigentes de las sublevaciones populares de fines de la Edad Media? Es evidente que a esta pregunta no puede darse una respuesta de validez universal. Los líderes de las protestas fueron, sin la menor duda, muy variados desde el punto de vista de su adscripción social. Encontramos, cómo no, a dirigentes de extracción popular. Tal fue el caso, entre otros, del tejedor de Brujas, Pierre de Coninc, que destacó en las luchas sociales de su ciudad de comienzos del siglo XIV, o, años más tarde, de Michele di Lando, cardador de Florencia, que desempeñó un papel muy relevante en los sucesos de 1378 en la ciudad del Arno. Pero en otras muchas ocasiones los cabecillas de las revueltas populares, lejos de reclutarse entre el común, tenían su origen nada más y nada menos que en las mismísimas clases privilegiadas. Florencia nos proporciona, de nuevo, un ejemplo singular. Nos referimos en esta ocasión a Salvestro dei Médici, líder indiscutible de la revuelta de los «ciompi» de 1378, que pertenecía a la familia más poderosa de la ciudad. También destacaba por su origen social Etienne Marcel, dirigente de la revuelta que estalló en París en 1358. Marcel era el preboste de los mercaderes de la ciudad del Sena. Asimismo, hay que incluir en este apartado a los dirigentes de la revuelta «irmandiña» de Galicia de la segunda mitad del siglo XV, Alonso de Lanzós, Pedro de Osorio y Diego de Lemos; los tres, miembros de encumbrados linajes de la nobleza galaica. Una cuestión de la mayor importancia es la relativa al papel desempeñado por los eclesiásticos en las revueltas populares de los siglos XIV y XV. Ciertamente hubo movimientos de fuerte sentido anticlerical, como el que afectó a Flandes marítimo entre los años 1323 y 1328. Pero dicho caso fue, en cierto modo, una excepción. Amplios sectores del clero, sobre todo del bajo, que tenía un contacto permanente con la gente menuda, simpatizaron con las revueltas populares, a las que consideraban un castigo divino contra los abusos de los poderosos, incluyendo en este grupo, por supuesto, a los altos dignatarios de la Iglesia. Por otra parte los textos esenciales del Cristianismo, y en primer lugar los Evangelios, sirvieron muy a menudo de fuente de inspiración de los sediciosos. Así se entiende, por ejemplo, que el «popolo minuto» florentino de la época de la revuelta de los «ciompi» se presentase nada más y nada menos que como el «popolo di Dio». Hubo, por lo demás, eclesiásticos claramente comprometidos con los movimientos populares. Quizá el caso más significativo de todos los conocidos sea el del clérigo inglés John Ball, que se sumó al levantamiento campesino de 1381. A John Ball se le atribuye una frase célebre (Cuando Adán araba y Eva hilaba, ¿donde estaba el Señor?), reveladora de la posibilidad de concebir un mundo igualitario, aun cuando pareciera puramente utópico, en el que no hubiera señores ni, por lo tanto, campesinado dependiente. Es preciso poner de manifiesto, no obstante, cómo el modelo ideal de los protagonistas de las revueltas populares no se proyectaba sobre el futuro, sino que se retrotraía al pasado, en concreto a los tiempos supuestamente idílicos del paraíso terrenal. De todas formas, la Iglesia oficial nunca se sumó a los movimientos populares, limitando su actuación, en el mejor de los casos, a proponer reformas morales, que evitaran los abusos y, en definitiva, hicieran innecesarias las revueltas. Antes de cerrar este apartado creemos conveniente hacernos una pregunta. ¿Es posible, a propósito de los conflictos de la Europa cristiana de los siglos XIV y XV, hablar de «lucha de clases»? R. Fossier, primero, y J. A. García de Cortazar, después, hablaron, refiriéndose a la conflictividad social de la época que nos ocupa, de los «inicios de una lucha de clases». No queremos reproducir viejas disputas conceptuales, cuando no meramente terminológicas, acerca de esta cuestión. Pero es evidente que si aceptamos como operativo el concepto de clase social para los tiempos medievales inevitablemente entrará en juego la expresión «lucha de clases» cuando tratemos de los conflictos habidos entre ellas. Pensamos incluso que la lógica más elemental nos llevaría a aceptar ambos conceptos en un pasado mucho más remoto que el medieval, es decir, desde el momento mismo en que fue posible que un determinado grupo se apropiara de los excedentes generados por la sociedad, lo que equivaldría a decir desde que se perfilan en la historia, con todas las matizaciones que se quieran, las «clases sociales». Tal es, al menos, nuestra postura sobre el particular. Otra cosa diferente es admitir que había, a fines de la Edad Media, conciencia de clase. Si entendemos la expresión con un mínimo de rigor fácilmente llegaremos a la conclusión de que dicha conciencia no existía en la época de que venimos ocupándonos. Pero sí puede rastrearse una especie de instinto de clase entre los protagonistas de las revueltas populares. Los propios textos de la época ponen de manifiesto, con frecuencia, la hostilidad que sentía el campesinado, independientemente de su estratificación interna, hacia los señores feudales. Consideraciones parecidas pueden hacerse a propósito del común de las ciudades con respecto a las aristocracias que les gobernaban. «Los campesinos, viendo que los nobles no les daban protección, sino que les oprimían tan duramente como si fueran enemigos, se levantaron en armas contra los nobles de Francia…; los campesinos querían acabar con los nobles y sus esposas y destruir sus dominios», nos dice el cronista Jean de Venette al referirse a la «Jacquerie». Huelga cualquier comentario ante la expresividad del texto, procedente, no lo olvidemos, de alguien que escribía desde posiciones próximas al estamento nobiliario. En relación con los movimientos populares de signo ciudadano podemos recordar la petición que hizo uno de los dirigentes del movimiento de los «tuchins», que sacudió gran parte del territorio de Francia en la segunda mitad del siglo XIV, de que no se admitiera en sus compañías a gentes sin callos en las manos o que tuvieran palabras finas o modales corteses. Aquí se revela, con total claridad, el significado de los hábitos cotidianos y de la apariencia externa, considerados signos expresivos de un determinado grupo social .
Los tres conflictos de mayor intensidad de cuantos tuvieron lugar en el siglo XIV fueron la Jacquerie francesa de mediados de la centuria, la revuelta de los ciompi florentinos de 1378 y la sublevación del campesinado inglés, dirigido por Wat Tyler, de 1381. Ahora bien, entre el primero y los segundos discurrieron unos años de relativa paz social en Europa. La Jacquerie, así como la revuelta, casi coetánea, de E. Marcel, sacudieron un país en ruinas, tanto por las derrotas militares ante los ingleses (Poitiers en 1356) como por la reciente peste negra. Los conflictos de los años 1378-1383, en cambio, fueron protagonizados por las gentes nacidas en la época de las grandes tormentas, es decir, en los años medios del siglo XIV. El año 1358 fue crucial para Francia. No sólo estaba el país a merced de los ingleses, sino que el propio monarca galo, Juan II el Bueno, había sido hecho prisionero por sus enemigos. Mas a todo ello se añadieron dos sublevaciones, que estallaron con sólo unos meses de diferencia. Al comenzar el año se produjo en París una sublevación popular, dirigida por el preboste de los mercaderes, Etienne Marcel. Sólo unos meses después, en la primavera, las llanuras del centro de Francia se hallaban en pie de guerra a consecuencia de la insurrección campesina conocida como la Jacquerie. E. Marcel, miembro de la alta burguesía parisina, había tenido una destacada actuación política en los años que precedieron a la revuelta que le hizo famoso. En particular había sido notoria su participación en la reunión de los Estados Generales, en representación del estamento ciudadano. Allí había defendido en todo momento reformas de clara inspiración popular, como la «Grande Ordenance» de 1357, que intentaba poner a la Corona bajo el control parlamentario. Pero su colaboración con Carlos el Malo, conde de Evreux y rey de Navarra, a la par que personaje político sumamente turbio, dañó su reputación ante el delfín Carlos, futuro monarca Carlos V. Esta circunstancia personal, unida al clima de descontento que se vivía en París en los sectores populares, desembocó en los sucesos del 28 de febrero de 1358. Un contingente integrado por unos 3.000 artesanos, capitaneados por E. Marcel, asaltó el palacio real, asesinando a algunos de los principales asesores del delfín. Inmediatamente se estableció en París un gobierno revolucionario, de carácter comunal, liderado por Marcel. No obstante, el gobierno del preboste de los mercaderes apenas duró unos meses. Por de pronto fracasó en su intento de aunar los intereses de los grandes comerciantes, por una parte, y de los oficios, por otra. Tampoco tuvo éxito en su pretensión de buscar apoyos en algunas ciudades flamencas, ni en su propósito de conectar con los campesinos del centro de Francia que se habían sublevado en el mes de mayo. El 31 de julio de 1358 Etienne Marcel caía asesinado por antiguos partidarios suyos. Carlos, el delfín, pudo recuperar fácilmente el control de París. ¿Es posible ver en E. Marcel, como han propuesto algunos historiadores, una prefiguración de la revolución francesa de 1789? En cualquier caso nos quedamos con la opinión de Castelnau sobre el citado personaje: «E. Marcel fue una figura enigmática, incomprendida de sus contemporáneos pero amada por la posteridad».
La conflictividad social disminuyó considerablemente en el transcurso del siglo XV, sin duda en consonancia con el fin de la depresión y los inicios de la recuperación. Paralelamente, las tensiones de mayor intensidad se desplazaron desde lo que había sido el gran eje de las luchas sociales en la decimocuarta centuria (Italia-Francia-Inglaterra) hacia territorios externos al mismo. Así se explica el protagonismo que tuvieron las luchas sociales en el siglo XV en territorios como Escandinavia, Bohemia o la Península Ibérica. Esto no quiere decir, sin embargo, que no hubiera conflictos sociales en la decimoquinta centuria en Francia, Inglaterra o el Imperio. Recordemos algunos de los más significativos. En Francia, después de una etapa de quietud, la inestabilidad volvió en el año 1413. En abril estalló en París la llamada «revolución cabochienne». Estaba integrada básicamente por los carniceros de la ciudad, descontentos por su exclusión de las filas de la alta burguesía. Su líder era un carnicero al que se bautizaba jocosamente como «Caboche», término que quiere decir cabezota. Hay que tener en cuenta, no obstante, que este motín tenía una estrecha conexión con el gran problema político del momento, el enfrentamiento entre los Armagnacs y los Borgoñones. Los «cabochiennes», que estaban al servicio del duque de Borgoña, Juan sin Miedo, lograron la aprobación de una importante ordenanza (denominada precisamente «cabochienne»), pero cometieron numerosos excesos. No obstante, la entrada en París, en agosto de 1413, de los Armagnacs, supuso el fin pare la sedición «cabochienne». A mediados de siglo, algunas regiones de Francia fueron sacudidas por movimientos populares de cierta consistencia. Nos referimos fundamentalmente a los «coquillards» y a los «écorcheurs». Los primeros, localizados en tierras de Borgoña, desarrollaron su actividad entre los años 1435 y 1445. Los «écorcheurs», originarios de la zona de París, desde donde se propagaron hacia el delta del Ródano, actuaron entre 1441 y 1465. Unos y otros recordaban por sus actuaciones a los «tuchins». Todo parece indicar que los movimientos citados eran, en el fondo, una forma más de bandidaje rural. En tierras imperiales los sucesos más conocidos, en lo que afecta a la conflictividad social del siglo XV, fueron los que se produjeron en Magdeburgo en 1402, aunque los mismos no rebasaran el marco local. De todas formas, las luchas sociales de la decimoquinta centuria están estrechamente conectadas a manifestaciones de carácter religioso. En las bandas de «begardos» que recorrían a mediados de siglo las tierras de Turingia y de Alsacia o en el movimiento conocido como la «virgen de Nicklaushausen», que data del año 1476, los aspectos religiosos y los específicamente sociales están fuertemente ensamblados. Es conocida, en cualquier caso, la violencia ejercida por los señores en la represión de las manifestaciones espirituales. Sin duda se estaban poniendo las bases de la explosión campesina que estalló en tierras imperiales en las primeras décadas del siglo XVI, coincidiendo con las predicaciones de Martín Lutero. También en Inglaterra las reivindicaciones sociales iban de la mano de determinadas actitudes religiosas. Así se vio, por ejemplo, con el movimiento «lollardo», que tuvo un gran predicamento en las primeras décadas del siglo XV. Por lo demás, al mediar la centuria se produjeron revueltas populares en las regiones de Kent y de Essex, conducidas por un líder de gran relieve, John Cade. ¿Resucitaba el movimiento de 1381? Así pudo parecerlo por algún tiempo, pero finalmente la sublevación fue aplastada por el ejército real inglés. El mundo escandinavo fue testigo, durante la primera mitad del siglo XV, de frecuentes levantamientos campesinos. A su frente figuraban dirigentes muy variados, no siempre labriegos. El más conocido de todos es el que respondía a la denominación de «rey David». Pero a partir de 1454 cedió la tensión social en el agro escandinavo. En un ámbito bien diferente, Bohemia, las tensiones sociales brotaron al hilo de la revuelta «husita». Es indudable que en este movimiento primaban los factores de índole religiosa (el apoyo a las doctrinas de Juan de Hus, condenadas como heréticas por la Iglesia oficial) junto con los de carácter nacional (la hostilidad de Bohemia hacia lo germánico). Pero no debemos olvidar que las predicaciones de Hus contra la autoridad eclesiástica, como ha señalado J. Macek, despertaban en Praga una gran acogida «entre los indigentes de la ciudad, los artesanos empobrecidos, los asalariados, los criados, las sirvientas y los mendigos». Por lo demás, estos sectores suponían casi el 4 por 100 de la población de Praga. Cuando el movimiento husita se escindió en dos grupos, en 1419, uno de ellos, el denominado taborita, recogió la antorcha de las reivindicaciones sociales. Con ese sector estaban, básicamente, los campesinos y el bajo clero de Bohemia. Así se explica que los taboritas reclamaran, por más que sus propuestas fueran utópicas, la propiedad colectiva de la tierra y la construcción de una sociedad igualitaria. Pero aunque resistieron tenazmente, a la postre tuvieron que claudicar, lo que supuso el desvanecimiento de sus sueños. Los reinos hispánicos conocieron, en el transcurso del siglo XV, una aguda conflictividad social, particularmente notable en tierras de Cataluña y de Galicia. No obstante, hay que referirse a un conflicto que estalló a fines del siglo XIV y que tenía, junto a otros aspectos, indudables connotaciones sociales. Nos referimos a la explosión antijudía de 1391, que se inició en Sevilla, desde donde se propagó tanto al resto del Reino de Castilla como a tierras de la Corona de Aragón. La hostilidad de los cristianos hacia los judíos, alimentada por las doctrinas que defendía la Iglesia y por las frecuentes predicaciones de clérigos incendiarios, creció en el siglo XIV a consecuencia de las dificultades de la época. Por si fuera poco el triunfo de Enrique de Trastámara en Castilla, en 1369, se basó, en buena medida, en la propaganda antijudía. Así las cosas, el clima antihebraico fue in crescendo, hasta que derivó en los «pogromy» de Sevilla de 1391. Las consecuencias fueron espectaculares: muchas juderías desaparecieron al tiempo que numerosos hebreos, pare salvar su vida y sus bienes, aceptaban, aunque sin convicción, el bautismo cristiano. De esa manera se ponían las bases del conflicto entre los cristianos viejos y los nuevos o conversos, que recorrió todo el siglo XV. Las consecuencias finales de esta situación son bien conocidas: la creación de la Inquisición, para perseguir a los falsos conversos, y la expulsión de España de los judíos, medida decretada en 1492 por los Reyes Católicos. La sublevación de los «payeses de remensa» catalanes tuvo su comienzo a fines del siglo XV, arrastrándose, bajo diversas formas, nada menos que hasta 1486, año de la firma de la «Sentencia arbitral de Guadalupe», que puso fin al problema. Los citados campesinos, llamados de remensa por el rescate que debían pagar para obtener su libertad, eran muy abundantes en la Cataluña Vieja. La práctica por los señores de los malos usos hizo crecer el descontento de los labriegos, los cuales, en un escrito del año 1388, ponían de manifiesto que «el temps de la servitud, quan tots els habitants de la Catalunya Vella havien estat obligats a pagar exorquia, intèstia, cugucia y altres drets… era ja-passat». Ahora bien, el alzamiento remensa incorporó también a campesinos acomodados que querían mantener la posesión de los «masos rònecs», es decir, las explotaciones abandonadas en tiempo de las mortandades y que ellos habían ocupado. Además, el conflicto remensa se implicó en las tensiones políticas que vivió el Principado de Cataluña en el transcurso del siglo XV. La tensión creció a mediados de la centuria. Defensores de la causa regia, los payeses obtuvieron importantes concesiones de Alfonso V («Sentencia Interlocutoria» de 1455, por la que quedaban en suspenso los malos usos). Posteriormente, con motivo de la guerra civil catalana contra Juan II, los campesinos jugaron un papel muy activo, siempre al lado del rey. De todas formas el problema campesino se arrastró por algún tiempo, hasta que alcanzó su solución, en tiempos de Fernando el Católico. Galicia había sido testigo en 1431 de un importante levantamiento campesino. Unos 3.000 vasallos de Nuño Freire de Andrade se sublevaron contra su señor, arrastrando consigo a artesanos de las villas próximas y a algunos hidalgos, como Ruy Sordo. Pero la ayuda del rey de Castilla al noble gallego permitió sofocar la rebelión. No obstante, unos años más tarde tuvo lugar en Galicia un nuevo conflicto de más amplios vuelos. Nos referimos a la denominada «segunda guerra irmandiña», que estalló en 1467. Inicialmente se constituyó una hermandad, aprobada por el rey de Castilla, Enrique IV. Dirigida por gentes de extracción nobiliaria, la hermandad, que incluía a labriegos y a gente menuda de las ciudades, desembocó en una revuelta antiseñorial. Entre 1467 y 1469 los irmandiños destruyeron numerosas fortalezas de los señores feudales. Pero a medida que avanzaba el conflicto, se acentuaban las contradicciones internas de los sublevados, en particular la convivencia de nobles y plebeyos en sus filas. Así se expresaba el cronista vizcaíno Lope García de Salazar al relatar cómo acabó la sublevación irmandiña: «Los hidalgos acatando la antigua enemistad que fue e sería entre fijosdalgos e villanos, juntándose con los dichos señores, dieron con los dichos villanos en el suelo». La conclusión fue la derrota de los rebeldes y la plena recuperación del poder de la alta nobleza gallega.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar