Autor: Felipe Pigna
La “guerra de corso” era una forma de combate naval llevado adelante por particulares que recibían una autorización del Estado (patente de corso) para hostilizar y capturar naves enemigas y quedarse con las embarcaciones o con parte de su carga.
En 1801 durante el reinado de Carlos IV los españoles, aliados entonces de los franceses, utilizaron la guerra de corso contra los ingleses. El 20 de junio de aquel año el Rey dictaba un mamotreto de 59 artículos en cuya introducción decía en su inconfundible e insufrible lenguaje: “Los paternales cuidados con que siempre he procurado el bien de mis vasallos, la justa satisfacción que exige el decoro de mi corona y el deseo sincero de procurar por todos los medios posibles que cesen los funestos desórdenes que produce en la Europa una guerra larga (…) he tenido por conveniente usar igual arbitrio, promoviendo y fomentando la guerra de corso particular en todos los mares”.
El negocio del Corso se hacía entre el Estado y los particulares, y por lo general un armador solicitaba en préstamo al gobierno la artillería y las municiones, que serían reintegradas al final de la campaña.
El gobierno argentino de entonces encontró en este sistema la solución ante la falta de recursos para crear una flota oficial estable.
Los buques tomados por los corsarios se denominaban “presas” y debían ser remitidos a Buenos Aires para que un “Tribunal de Presas” decidiera si se trataba de una “buena presa”, lo que significaba que el procedimiento había respondido a las instrucciones y al reglamento. Si el corsario no podía remitir la presa, tenía autorización para proceder de acuerdo a la seguridad de su propio barco y su tripulación, pero con la certeza de que a su regreso se le exigiría toda la documentación correspondiente. Si la presa era declarada “buena”, pasaba legalmente a manos del corsario. La carga se remataba públicamente.
El gobierno de Buenos Aires había establecido premios especiales tendientes a estimular la captura de naves de guerra, transportes de tropas y municiones del enemigo. Cuando un corsario no podía capturar una presa debía intentar destruirla por todos los medios. Además el gobierno se reservaba el derecho de comprar las embarcaciones, armas y municiones capturadas con un importante descuento.
Tras el remate, de las ganancias obtenidas las 3/5 partes se destinaban a la tripulación y las 2/5 a la oficialidad.
Si el tribunal declaraba “mala presa”, el corsario debía devolverla a sus dueños pagando los gastos y la indemnización.
Había que expandir y cuidar la revolución y el ministro Juan Larrea elaboró un ambicioso proyecto: enviar un barco a las Filipinas con el objeto de entorpecer el comercio y el aprovisionamiento de las fuerzas españolas del pacífico.
Larrea sugirió para la tarea a su paisano el catalán Antonio Toll y Bernadet, que había entrado al servicio de la escuadra del Almirante Guillermo Brown, la incipiente armada nacional que logró tomar el bastión realista de Montevideo el 15 de julio de 1814.
El 10 de septiembre de aquel año el bergantín Primero al mando de Toll zarpó de la Ensenada con la bandera argentina a tope con la orden de: “destruir el comercio español, llevar la noticia a las Filipinas de la derrota por los españoles en Martín García y Montevideo y encender el fuego de la revolución en aquellas regiones españolas de donde reclutaban sus mejores marineros y alejar en su persecución los cruceros españoles del Atlántico”.
El capitán Toll logró sus objetivos, llegó hasta Calcuta (India) y fue el primero en hacer flamear nuestra bandera en aquellas regiones hostilizando permanentemente a la flota española.
En 1815, comenzó la campaña de guerra de corso dirigida por Guillermo Brown. El marino irlandés armó por su cuenta la fragata Hércules y el gobierno aportó el bergantín Santísima Trinidad, que estaría a cargo de Luis Brown. Completaba la flotilla la corbeta Halcón al mando de Hipólito Bouchard. La Halcón escoltaba a la fragata Constitución, que transportaba a un grupo de patriotas chilenos trasladados clandestinamente para desarrollar tareas de agitación contra los realistas del otro lado de la cordillera.
Brown y Bouchard acordaron un punto de reunión en la isla de Mocha en el Pacífico Sur frente a las costas chilenas. La isla era famosa por ser el centro de reunión y negociación de los filibusteros y piratas ingleses, franceses, holandeses y portugueses desde el siglo XVII.
Para llegar a la cita las tres naves debieron atravesar nada menos que el Estrecho de Magallanes con grandes dificultades. Pero la reunión cumbre se produjo justo a tiempo y ya en octubre de 1815 pudieron apresar varias fragatas españolas1 y lanzarse hacia su objetivo: atacar y bloquear el centro del poder español en América del Sur: el puerto del Callao. Y hacia allí fueron aquellas dos naves contra la flota española anclada en las cercanías de Lima.
A pesar de la encarnizada defensa llevada adelante por los españoles desde los castillos de Real Felipe, San Miguel y San Rafael, con sus 150 cañones y desafiando ese enorme poder de fuego, Brown y Bouchard lograron bloquear el puerto por tres semanas y capturar nueve barcos enemigos.
En el Callao, que lucía hasta entonces con orgullo la condición de invicto, cundió el pánico y los que tenían algo que perder, los explotadores propietarios de minas y haciendas, comenzaron a trasladarse a sus fincas del interior con sus tesoros ante el miedo de perderlo todo a manos de los corsarios argentinos.
Con la flota engrosada por las capturas -entre las que se encontraba en carácter de rehén el gobernador de Guayaquil, el duque de Floridablanca y su sobrina, la condesa de Camargo- siguieron viaje hacia el Ecuador y atacaron las fortificaciones cercanas a Guayaquil.
La nave de Brown, La Santísima Trinidad, quedó varada por una bajante y fue atacada desde tierra con un saldo de varios muertos y comenzó el abordaje. El irlandés intentó una acción desesperada, arriando la bandera nacional y arrojándose al agua. Pero, rodeado de caimanes amenazantes y en medio de un feroz tiroteo, debió volver a su barco, donde pudo comprobar que los españoles estaban fusilando y pasando a degüello a todos los sobrevivientes.
Brown, hombre de pocas pulgas, encendió una antorcha y con cara de pocos amigos amenazó con arrojarla a la santabárbara de su barco. Los españoles no quisieron convertirse en los primeros astronautas del nuevo mundo y prefirieron suspender los asesinatos. Sólo cuando se le garantizó efectivamente el fin de la matanza y el respeto por la vida de los sobrevivientes, Brown, con la bandera argentina por todo vestido, se entregó a las autoridades españolas.
Bouchard permanecía con la Halcón a la entrada del puerto de Guayaquil. Al enterarse de la captura de su compañero, comenzó a preparar su rescate.
Guayaquil descansaba en la tranquilidad de que los argentinos no se atreverían a atacarla por temor a las represalias que pudieran tomarse en las personas de Brown y sus compañeros que acababan de ser condenados oficialmente a la horca. Esa misma noche el teniente de gobernador daba una fiesta en su residencia para festejar el triunfo sobre los corsarios argentinos. Pero pronto se le iba a atragantar la paella.
Bouchard formó a sus hombres en dos columnas que fueron guiadas por indios que adherían a la causa patriota. En unas horas el palacio fue rodeado y Bouchard intimó a las autoridades a rendirse. El teniente, envalentonado por los vapores del alcohol le contestó que tenían suficiente pólvora para resistir. Fue la señal que esperaban los corsarios para entrar en acción. En pocos minutos no quedó un vidrio sano en toda la fortaleza y los balazos argentinos pasaban cada vez más cerca de las pelucas de las señoras y señores de Guayaquil, que optaron por rendirse pero “exigían” algo que ellos nunca habían cumplido con sus prisioneros y esclavos: “ser tratados como gente”. Bouchard les contestó que no estaban en condiciones de exigir nada y que abrieran la puerta o la demolería a tiros.
Ante tan gentil invitación, el teniente de gobernador abrió el enorme portal de madera tallada y la fiesta cambió de dueños. Los marinos argentinos festejaban la toma de Guayaquil a cuenta de la Corona española. Bouchard exigió la inmediata libertad de Brown, sus hombres y de todos los patriotas ecuatorianos detenidos en las mazmorras de Guayaquil. A los pocos minutos todos fueron liberados.
Pero la entrevista de Guayaquil no había terminado: faltaba la última imposición del corsario: el pago de un “impuesto revolucionario” de 50.000 onzas de oro para respetar sus vidas y haciendas.
Bouchard y sus hombres tenían garantizada la retirada porque aún seguían de rehenes en la Halcón el gobernador y su sobrina, que fueron liberados a poco de llegar los argentinos a posiciones seguras.
Tras la gira de los corsarios argentinos, la Corona española comenzó a sentir un sano temor por la acción de los patriotas y emitió un comunicado dando cuenta de los estragos producidos por nuestros barcos:“Son ya muy graves y dilatados los perjuicios y daños que causan al estado en general y a mis vasallos en particular los buques armados por los insurgentes o rebeldes de mis dominios de América en todos aquellos mares, interceptando la navegación y el comercio, impidiendo el trato frecuente y estrecho que conviene a unos y otros, introduciendo armas y municiones en los puntos en que continúa el fuego de la rebelión”.2
San Martín no ocultaba su alegría por la acción de sus compañeros en el mar: “Mucho daño están haciendo nuestros corsarios al comercio español, ¿quién les habría de decir a los maturrangos (españoles) semejante cosa?”
Referencias:
1 Las fragatas capturadas fueron la Mercedes, la Nuestra Señora del Carmen, la Gobernadora y el bergantín San Pablo.
2 La Gaceta de Madrid, 13 de febrero de 1816 en José Luis Lanuza, “La vuelta al mundo de la Argentina”, Revista Todo es Historia, Año 1, N° 1, mayo 1967.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar