Leandro N. Alem, un hombre de honor


Hijo de un almacenero federal rosista, fusilado, colgado en una horca y exhibido al pueblo tras la derrota de Rosas, Leandro y su familia conocieron la pobreza absoluta. Pero no impidió ello que, gracias al gran esfuerzo de su madre, Leandro Alén, luego rebautizado Leandro N. Alem, pudiera realizar los estudios secundarios e ir a la Universidad.

Nacido el 11 de marzo de 1842, ya en su juventud decidió entregarse por completo a las causas que consideraba justas, lo que no evitó que siguiera un camino poco lineal. Con apenas 17 años, participó en los ejércitos urquicistas para derrotar a los díscolos bonaerenses, contra quienes guardaba rencor por el asesinato de su padre. Dos años más tarde, sin embargo, se unió a las filas de Mitre, para luchar contra Urquiza, y poco después también participaría de la Guerra del Paraguay, siendo herido en Curupaytí.

Pero cuando no tomaba las armas, Alem, junto a su inseparable sobrino, Hipólito Yrigoyen, diez años menor que él, se abocaba de lleno a la actividad política, ahora en las filas del autonomismo alsinista. Por entonces, escribía numerosas poesías y avanzaba en la carrera de Derecho.

A los 27 años, finalmente recibido de abogado, logró ser incluido en las listas de diputados nacionales del autonomismo. Fracasó en dos oportunidades, pero alcanzó a ingresar a la legislatura provincial en 1872. En sus discursos no cejaba en llamar a la defensa del sufragio universal.

La figura de Alem no dejaba de crecer por su oratoria y el ímpetu con que defendía las causas que creía justas: participó del sofocamiento del alzamiento mitrista, se enemistó con Alsina, formó el Partido Republicano con Aristóbulo del Valle, fue electo diputado nacional y rechazó la cesión de Buenos Aires al dominio nacional.

La intransigencia, el rechazo a los acuerdos de cúpula y el principismo se convirtieron en su marca registrada, cuando hacia 1890, el régimen del Partido Autonomista Nacional se volvió fraudulento y dio vuelta la espalda a la ciudadanía. Entonces, formó junto a Mitre, un viejo conocido, la Unión Cívica.

Pero en verdad, Alem no creía en la legitimidad de los comicios que se desarrollaban entonces y por ello mismo no consideraba que la Unión Cívica debiera tener fines electorales. Por esta razón, encabezó en julio de 1890 la Revolución del Parque. La derrota y los acuerdos del conservador Mitre con el gobierno nacional lo llevaron a fundar un nuevo espacio: la Unión Cívica Radical.

Con la UCR convertida en un partido de oposición al régimen, levantisco, en defensa de los principios cívicos, Alem accedió nuevamente a la cámara de Diputados. No fueron pocos los legisladores que lograron ingresar. Sin embargo, la derrota en la Capital fue dura; y sumada a los conflictos internos y a las diferencias cada vez más grandes con su sobrino Hipólito, llevaron a un cansado, enfermo y deprimido Alem a tomar una trágica decisión: el 1º de julio de 1896 se quitó la vida de un tiro. Para la historia quedaba su insigne “Qué se rompa, pero que no se doble”.

Para recordarlo, reproducimos un discurso que Alem pronunció el 12 de agosto de 1890, pocos días después de la Revolución del Parque, en el que el tribuno daba cuenta de las causas que lo motivaron a encabezar el levantamiento en momentos en que “todos los resortes constitucionales…habían sido aniquilados”. Recordemos que en aquel tiempo de corrupción, desocupación y especulación generalizadas la vía electoral estaba vedada para la mayoría del pueblo.

La libertad de sufragio sería una de las banderas que levantaría Alem. Sin embargo, el país deberá esperar 22 años, hasta la sanción de la ley Sáenz Peña de 1912, de sufragio universal, una universalidad muy peculiar, ya que excluía a las mujeres, quienes tendrán que aguardar otros 35 años, hasta la sanción de la ley de voto femenino, en 1947.

FuenteLeandro N. Alem. Discursos y escritos, Buenos Aires, Ferrari Hermanos, 1914, págs. 39-42.

Discurso pronunciado en la manifestación realizada en su honor, el 12 de agosto de 1890

Conciudadanos:

Me creo relevado de analizar la justicia y la legitimidad de la revolución como recurso superior de las sociedades, cuando atraviesan por la situación a que habían llevado a la nuestra sus malos mandatarios.

Al ser colocado al frente de este movimiento de reacción, con la visión clara de mi responsabilidad y mi deber, comprendí que la hora de realizar ese recurso supremo había llegado, para despejar las sombras, que de día en día y en acción vertiginosa se extendían sobre el horizonte límpido y hermoso de la patria.

La revolución, señores, era inevitable desde que todos los resortes constitucionales, todos los medios de reparación, que constituyen los derechos y las libertades del pueblo, habían sido aniquilados y desconocidos por sus gobernantes.

Habiendo consultado a toda la república en sus hombres más puros y pensadores, al mismo tiempo que al ejército y a la armada en sus miembros más distinguidos y caracterizados, adquirí el convencimiento de que la convicción serena de su frente era la expresión, la reclamación del sentimiento argentino cuya sanción y confirmación es notoria en todas sus manifestaciones.

Desde entonces, señores, me consagré por completo a la realización de este mandato, que en eco vibrante ha llegado de momento en momento de todos los ámbitos de la república. Y con toda modestia, pero en cumplimiento de mi deber, presento a la consideración pública —para que forme juicio sobre si he sabido interpretar o estar a la altura de tan importante misión— los amplios y honorables elementos que organicé en prosecución de esta reclamación de la patria, con todo el tino y prudencia que la situación requería, en medio del más vivo espionaje y seguido en todos los momentos.

Y si la revolución, señores, no tuvo éxito en el combate, por circunstancias complejas, debo también confesar ingenuamente, que mucho influyó su propia exagerada gentileza, y me es simpático confundirme en esa responsabilidad.

La revolución debió estallar en casi la totalidad de la república; pero halagado por la idea de que triunfara sin la más mínima efusión de sangre, si fuera posible, habíamos preferido que sólo aquí tuviera lugar, creyendo que la situación que alcanzara determinaría la suerte de toda la república.

¡Yo, señores, me congratulo íntimamente de haber contribuido a que el pueblo argentino se haya levantado unísono con la energía y virilidad de su carácter a protestar, como corresponde, de sus oprobiosos mandatarios, quedando de hoy en más de pie, firme y sereno con la conciencia de su deber, porque a mi juicio, es éste el verdadero y fundamental triunfo de la revolución!

Sí, señores; lo único que nubla mi espíritu es el recuerdo de los que han caído víctimas de tan sagrado deber y para los que pido la gratitud argentina, aunque comprendiendo que algún sacrificio era indispensable para reparar tan deplorable situación.

La revolución iba a estallar otra vez, iniciándose enseguida, mucho más grandiosa que lo que acababa de ser; pero la resolución del Presidente la ha desarmado legítimamente, desde que ella no tenía otro objeto que apartar las obstrucciones que se le hacían al pueblo en el ejercicio de todos sus derechos. Y es necesario no olvidar que la parte principal de la acción le corresponde al pueblo; como es necesario no olvidar tampoco, que los hombres de bien deben unirse; que la opinión pública debe vigorizarse por la cohesión para hacer prevalecer la voluntad nacional en las emergencias futuras de la vida política, ya que la obra emprendida por la Unión Cívica debe ser continuada con la misma actividad y energía del presente, porque el rayo de luz espiritual que el Creador ha impreso sobre nuestra frente como Nación, nos impone sagrados y altos deberes en el concierto humano, siendo ésta nuestra tradición gloriosa; y si nuestros padres han concurrido con sus esfuerzos a la conquista del derecho y de la libertad en una gran parte del continente Sud Americano nosotros tenemos el deber de enseñar y difundir ese derecho, conservando siempre celosos el sentimiento de esa libertad en todas sus manifestaciones, perfeccionándonos de día en día, constituyendo una moral propia en todas las esferas de la vida, que sirva de enseñanza y de fuente inspiradora para todos los pueblos, porque nuestra vida política debe ser un certamen de honor y de competencia, y cuando nos hayamos organizado bajo estos severos preceptos morales, y hayamos tomado el puesto que nos está señalado en la marcha del mundo, recién entonces podremos experimentar la dulce y retempladora melancolía que produce la conciencia del deber cumplido en su más alto concepto!

He dicho.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar