Memorias por correspondencia (fragmento), por Emma Reyes


En 1969 la artista colombiana Emma Reyes escribió la primera de las 23 cartas que envió a su amigo Germán Arciniegas. Estos relatos impactaron profundamente en el historiador y diplomático colombiano, porque revelaban una faceta desconocida de la artista y por el modo despojado de su prosa.

Las cartas enviadas irían develando a lo largo de casi tres décadas los recuerdos de una infancia sórdida y desoladora, desde que quedó a los cinco años junto a su hermana Helena en manos de la Sra. María, una mujer fría y cruel que las golpeaba, a cuyo cuidado padecieron todo tipo de privaciones y tormentos, hasta cuando salió del convento donde las hermanas permanecieron aisladas del mundo durante quince años tras ser abandonadas por María y de donde Emma salió sin saber ni leer ni escribir.

La carta que a continuación reproducimos es un viaje en a un convento colombiano de la década de 1920, pero también un homenaje al esfuerzo, perseverancia y dedicación, que hicieron de una mujer cuyo destino parecía estar signado por la tragedia una pintora reconocida.

Fuente: Emma Reyes, Memoria por correspondencia, Buenos Aires, Editorial Edhasa, 2015, págs. 87-92.

Mi querido Germán:

En ese convento no había niñas, era un convento donde hacían monjas; las había muy jóvenes pero eran todas novicias y a nosotras no nos permitían estar con ellas. Solo teníamos derecho a estar en el primer patio, que era el de la portería y donde estaban las salas de las visitas. Junto a la puerta de entrada había dos piezas, una en que dormía la portera que era muy viejita y caminaba con los pies hacia afuera y hablaba sola todo el día, en la segunda, donde había muebles y paquetes, nos arreglaron una cama para las dos porque Helena no quiso que yo durmiera sola. En la pieza de la portera había una grande mesa y ahí nos traían la comida al mismo tiempo que a ella.

Por las mañanas jugábamos solas y ayudábamos a la viejita a rociar las matas; era un patio enorme con muchas flores y grandes árboles, más la jaula de los pajaritos; hablábamos por horas con ellos. A la tarde venía la monja joven que fue a recogernos al hotel y que nosotras llamábamos nuestra amiga. A veces venían grupos de novicias que se paraban en la puerta del segundo patio, nos miraban y nos hacían risitas pero no podían hablar con nosotras. Lo primero que nos enseñó la monja joven fue a jugar a las cruces, que ella llamaba persignarse. Nos enseñó que cada dedo tiene un nombre, pero solo los de las manos, los de los pies, como el Niño, no tienen nombre; para jugar a persignarnos había que cerrar toda la mano y dejar levantado el dedo que se llama Pulgar. Con Pulgar teníamos que hacer tres cruces como si fueran dos palitos cruzados el uno sobre el otro, la primera cruz se hace en la frente, la segunda en la boca, con la boca cerrada y la tercera en el centro del pecho; luego había que abrir rápidamente todos los dedos y con la mano bien estirada hacer una sola grande cruz con la punta de todos los dedos, primero en el centro de la frente, en el centro del pecho, en el hombro del lado izquierdo, luego en el hombro derecho y terminar dándole un beso chiquito en la uña a Pulgar, siempre con la boca cerrada. Ese juego me divertía mucho, porque siempre me equivocaba y se me enredaban todas las cruces, a veces comenzaba en el pecho y terminaba en la frente o empezaba en la boca y, en cambio de besar a Pulgar, besaba al meñique, porque me daba lástima que era tan chiquitico. La monja se ponía furiosa y me hacía volver a comenzar mil veces.

Otro día nos contaba historia de un niño que se llamaba Jesús, la mamá de ese niño también se llamaba María, eran muy pobres y habían viajado en burro, como nosotras cuando fuimos a Guateque. Pero ese niño Jesús tenía tres papas, uno que vivía con su mamá, que se llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en el cielo entre las nubes y ese papá sí era muy rico. La monja nos dijo que él era el dueño de todo el mundo, de todos los pajaritos, de todos los árboles, de todos los ríos, de todas las flores, de las montañas, de las estrellas, todo era de él. El tercer papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre sino una paloma que volaba todo el tiempo. Pero como la mamá vivía solo con el papá pobre, no tenían ni casa en qué vivir y cuando nació el niño Jesús tuvo que ir a nacer a la casa de un burro y de una vaca. Pero el papá viejo, rico, que vivía en el cielo, mandó una estrella donde unos amigos de él, que también eran muy ricos y que se llamaban Reyes como nosotras, esos señores vi­nieron a visitar al niño Jesús a la casa de la vaca y el burro y le trajeron tantos regalos y oro y joyas y entonces ya no fue más pobre sino rico. Yo le pedí que nos llevara a donde estaba ese niño; dijo que el Niño ya no estaba en la tierra, que se había ido a vivir con su papá rico que estaba entre las nubes, pero que si éramos buenas y obedientes lo veríamos en el cielo.

Nosotras pasábamos horas mirando al cielo para ver si lo veíamos. Helena me dijo un día que si pudiéramos subirnos a un árbol de los más grandes ella estaba segura que lo íbamos a ver, que no lo veíamos porque éramos muy chiquitas. Esperamos que la vieja portera se durmiera después del almuerzo y nos subimos al árbol. Cuando las monjas vinieron, estábamos agarradas a las últimas ramas y era tan alto que no oíamos lo que nos decían y no podíamos más bajar. Las monjas corrían en todas direcciones y nos hacían señas de esperar; trajeron unas escaleras que las amarraron juntas, llamaron a un hom­bre que estaba vestido de militar, que subió y nos bajó. La vieja que llamaban madre superiora nos pegó por la cabeza y las piernas, pero cuando le dijimos que habíamos subido al árbol para ver si veíamos al niño Jesús en el cielo todas se pusieron a reír y se lanzaron sobre nosotras y nos llenaron de besos la cara, la cabeza, las manos. La vieja portera lloraba y decía:

—Son dos angelitos, dos angelitos…

En ese convento estuvimos muy pocos días. Una mañana vino una monja nueva cuando nos estábamos levantando y nos tomó las medidas con unos pedazos de tela gris muy gruesa y nos hicieron dos vestidos muy feos; eran largos como los de las novicias, con cuello alto, mangas largas y muchos prenses, eran tan raros que yo no conocía más a Helena y Helena no me conocía más a mí. También nos compraron alpargates y esos sí eran lindos. Nos peinaron para atrás con trenzas tan tirantes que casi no podía cerrar los ojos. La madre superiora trajo unos trapitos blancos pegados a un cordón carmelita que llamaban escapularios, nos los puso por la cabeza y dijo que nunca nos los debíamos quitar, que era para que la gente supiera que éramos hijas de la Virgen María y de Dios. Cuando las monjas se fueron, yo le pregunté a Helena quién le había dicho a la superiora que éramos hijas de la Sra. María y del Señor Dios. Helena no contestó nada y me dio una palmada en la boca.

Al rato salieron de nuevo todas las monjas, una traía un canasto cubierto con un paño blanco. Una a una empezaron a besarnos y nos hacían cruces en el aire con las manos abiertas. Nuestra amiga y la superiora nos tomaron de la mano, la joven tomó el canasto y salimos del convento. Apenas estuvimos en la calle, empezamos a llorar. Fuimos directamente donde el cura que ya conocíamos; la superiora habló con él paseándose en el jardín, cuando pitó el tren nos tomaron de mano y salimos todos corriendo a la estación. Cuando vimos el tren, empezamos a dar verdaderos alaridos y decíamos:

—¡No! ¡No! ¡No!

Pero no sabíamos a qué le decíamos no. Yo me agarré a las piernas del cura y no quería subir al tren, finalmente nos obligaron a subir; cuando vimos que las monjas también viajaban con nosotras nos tranquilizamos un poco. Nos dijeron que le besáramos la mano al Señor Cura y el tren partió. Nadie habló durante el viaje; Helena y yo nos apretábamos bien la una contra la otra, yo veía en su cara una angustia terrible, los ojos se le habían agrandado, abría la boca para respirar como si le faltara el aire. La superiora miró el reloj y le dijo a la joven que era la hora de comer, destaparon el canasto; había huevos duros, papas, pedazos de gallina, nosotras solo nos comimos un plátano. Cuando llegamos a Bogotá, tomamos un coche de caballo como el que habíamos tomado con la Sra. María cuando salimos de la pieza de San Cristóbal. En el coche empezamos a llorar de nuevo, tal vez las dos pensábamos en ella.

El coche se detuvo en una calle angosta, en frente a una grande puerta que estaba cerrada; por un huequito salía un pedazo de alambre, la superiora tiró la punta del alambre y oímos sonar una campana. Sentimos ruido de cadenas, llaves, palos, aldabas y finalmente se abrió la puerta:

—Buenos días, hermanitas, la superiora las está esperando; pasen, pasen, por aquí.

Yo no veía nada, todo era de una oscuridad de miedo.

Alta, pálida, casi transparente, manos muy largas, de una dulzura y una bondad extraordinarias, la madre Dolores Castañeda se inclinó y nos preguntó el nombre y el nombre del papá y el nombre de la mamá.

—No sabemos.
—Helenita, usted que es tan bonita y que ya es una niña grandecita, dígame, cuénteme, ¿cómo es tu mamá? ¿Tú te acuerdas cómo se llama…? ¿Y tu papá…?

Las dos nos pusimos a llorar.

—Díganos, madre, ¿ustedes no han logrado saber quiénes fueron los hombres que las abandonaron?

—No.

—¿Ni de dónde venían?

—No. Madre, el Señor Cura ha ido a todos los mercados a hablar con los indios, en la misa de los domingos ha pedido a los fieles que si alguien sabe algo se lo comuniquen, pero hasta ahora no hemos podido saber nada. Si las niñas se recordaran de algo, podrían ayudarnos, pero como usted ve, cada vez que uno les pregunta o se ponen a llorar como ahora o se enmudecen. Yo le prometo, madre, que tanto nosotras como el Señor Cura seguiremos averiguando y si algo descubrimos se lo comunicaremos inmediatamente.

La madre Dolores Castañeda parecía muy preocupada.

—Madre, sí, yo insisto y le suplico de no agotar esfuerzo, no es exactamente porque nos interese encontrar o sa­ber quiénes son los padres de estas criaturas, lo que a mí me preocupa es no poder saber si han estado bautizadas o no. Si son hijas legítimas o si son hijas del pecado. Ustedes se imaginan que bajo el techo de esta santa casa no podemos tener dos niñas que estén en pecado, nosotras tenemos la obligación ante Dios de salvar sus almas. Yo tendré que consultar con el Obispo lo que se puede hacer.

Si te puedo repetir con tanta precisión esta conversación, es porque la misma, sin cambiar de gravedad, nos la sentimos repetir por años; de vez en cuando volvían a mover el problema, o porque teníamos la visita del Obispo o de la superiora general que venía de Roma, o porque llegaba la semana santa o la navidad. Cada vez que venía alguien importante de la Iglesia, nos sacaban a la sala y nos sometían a las mismas preguntas, con los mismos argumentos: Tenemos que salvar sus almas. Las dos superioras siguieron discutiendo sobre la importancia de salvar nuestras almas. Cuando sonó una campana, nos dijo de besar las manos de la superiora y saludarlas. La vieja y la joven nos hicieron cruces, las dos agacharon la cabeza y salieron sin decir nada. Sentimos de nuevo el ruido de las llaves y de las cadenas; cuando la puerta se abrió entró un rayo de sol en el salón, en el piso se veía la sombra de las dos monjas que se alejaban. La puerta se cerró detrás de ella y a nosotras nos separó del mundo por casi quince años.

Un abrazote para todos. Emma
París, enero de 1970

Fuente: www.elhistoriador.com.ar