José de San Martín nació el 25 de febrero de 1778 en el pueblo de Nuestra Señora de los Tres Reyes Magos de Yapeyú, situado en la costa del río Uruguay, en la provincia de Corrientes, del que su padre, el capitán Juan de San Martín era teniente gobernador desde 1774. Tras un breve paso por la capital virreinal, la familia se instaló en España en 1784. Allí José de San Martín recibió una sólida educación. En 1789 ingresó como cadete al regimiento de Murcia y en poco tiempo tomó parte activa en numerosos combates. Lució el uniforme español combatiendo contra moros, ingleses, franceses y portugueses.
Durante más de veinte años sirvió con denuedo al rey de España. Pero en 1811, tras enterarse de los sucesos de Mayo del año anterior, decidió regresar a su país de origen y pidió el retiro. Así lo recordaba años más tarde: “Yo serví al Ejército Español en la Península (…) hasta la edad de 34 años. En una reunión de americanos en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar”.1
En marzo de 1812 San Martín arribó a Buenos Aires y empeñó todas sus energías a la causa americana. Creó el regimiento de Granaderos a Caballo, con el que triunfó en San Lorenzo en febrero de 1813. En 1814 quedó al frente del Ejército del Norte y no tardó en delinear su plan de dar libertad a Chile cruzando la Cordillera de los Andes y desde allí avanzar sobre Perú.
Pasarían varios años antes de que pudiera concretar tan ambicioso proyecto. Recién cuatro años más tarde, en la batalla de Maipú, en abril de 1818, quedó sellada la independencia de Chile, y deberá esperar más de tres años para poder lograr la independencia del Perú.
En esta última etapa de su plan de liberación, sabiendo que los españoles contaban con una fuerza superior y mejor equipada, San Martín debió agudizar el ingenio. Como detalla el texto que a continuación reproducimos, hizo entrar a Lima mensajes secretos cocidos en vasijas de barro que un indio le había ayudado a preparar. Sólo rompiendo las piezas podían sus partidarios acceder a las instrucciones del Libertador.
Fuente: Mariano Pelliza, Glorias Argentinas. Batallas, paralelos, biografías, cuadros históricos, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor, 1885, págs. 213-218.
En una de las noches próximas a la retirada de La Serna, se había comunicado el siguiente “santo y seña” en el cuartel general de los patriotas: “Con días -y ollas- venceremos”. Los jefes y oficiales de San Martín, no obstante hallarse acostumbrados a las extravagancias de su general, extravagancias que siempre refluían en algún acontecimiento inesperado, recibieron esta vez aquel embolismo con una marcada ironía, pues que clasificaron de disparate tal ocurrencia; escasísima de chiste y despojada de toda alusión a las cosas del ejército, no como acostumbraba hacerlo el general. Y mayor fue la crítica por cuanto las interpretaciones que le dieron algunos oficiales en reserva tendían a que se comprendiesen como un reproche del general en jefe, porque el ejército deseaba venir a las manos con el enemigo, en tanto que San Martín quería ganar a Lima sin gasto de hombres ni de pólvora; pues a la verdad, no eran ni aquellos muy abundantes, ni ésta suficiente para quemarla sin urgencia y sin peligro. Pasó la noche y pasaron los días sin que nadie entendiera racionalmente el significado de tales palabras, y fue después de estar el ejército patriota en posesión de la capital, cuando San Martín en una de esas expansiones que, si no eran frecuentes, eran sinceras, refirió a sus íntimos amigos, en la tertulia de palacio, el secreto de las ollas que a la verdad era la incógnita de aquel problema.
Descubiertos constantemente sus emisarios por los espías de La Serna, pues entre los que se daban por patriotas algunos no lo eran, según pruebas que doña Rosa Campuzano, favorita del virrey, le había remitido desde la ciudad con grave compromiso de su parte; iba ya siendo imposible comunicarse de una manera segura con sus agentes de Lima. El tiempo urgía y le era preciso tener al corriente de los negocios a sus amigos que rodeaban al virrey, para que éstos a su tiempo, le comunicaran lo que pasaba en las regiones oficiales. Como no quería que nadie penetrara su secreto antes que el éxito lo abroquelase contra la sátira y la burla de los enemigos, un día que con sus ayudantes iba de Huaura a Supe vio venir un indio alfarero cargado con sus cacharros, y adelantándose hasta encontrarse solo con él detuvo el caballo, le dijo quién era, y le ordenó que al día siguiente se presentara en el cuartel general.
No faltó el indio, y habiéndole preguntado San Martín si le sería fácil fabricarle unas ollas de barro, allí en su presencia, la respuesta del viejo alfarero fue afirmativa. Volvió al día inmediato, amasó su barro, y sin más testigo que aquel singular genio y carácter se puso a modelar sus ollas. Estando ya una formada, le preguntó San Martín: de qué modo podría ponerse un papelito, en el fondo de la olla que al cocerse ésta en el fuego no se quemase ni destruyera. Le dijo el indio lo que era necesario hacer, y ensayó su procedimiento con el mejor suceso, pues, rota la olla, el papelito resultó intacto.
Contento San Martín por tan no sospechado sistema de sobres para girar su correspondencia revolucionaria, se acercó cariñoso al indio alfarero y poniéndole una mano sobre el hombro le habló así:
—Mi viejo curaca, si tú me pones una docena de ollas como ésta en poder del canónigo Luna Pizarro, que está adentro de la ciudad, ¡tú y todos tus hermanos serán libres para siempre! ¡Te lo juro por ese Sol de tus padres!
El viejo indio miró al Sol, miró a San Martín, en seguida bajó los ojos hacia la olla: se arrodilló delante del libertador de su patria y terminando su mímica, sólo dijo:
—Sí, prometo.
Sellado así aquel pacto que ahorraba la sangre y los estragos de una batalla para tomar a Lima, el indio se puso a su tarea, y San Martín introdujo cuidadosamente doce cartas en otras tantas ollas, que tuvo el cuidado de numerar o señalar con un signo cuya explicación corría en la esquela del canónigo. El trabajo salió a su satisfacción, y era ya noche cuando se dio fin al cocido de las ollas. Instruyó bien San Martín al indio, y en la primera hora de la mañana siguiente lo ponía en el camino de la capital, cargado y vendiendo su acostumbrada mercancía. Las guerrillas patriotas que circulaban en la ciudad con el título de montoneras lo dejaron pasar, y las avanzadas de La Serna, que no vieron en aquel indio viejo otra cosa que lo que representaba, ni siquiera se dieron el trabajo de interrogarlo y detenerlo; así pasó fácilmente, llegando sin tropiezo a su destino. El canónigo se hacía cruces, cuando al ofrecerle en venta una ollita el indio, cayó ésta al suelo y entre los despojos apareció una carta con su nombre escrito por letra ya para él muy conocida. Miró al indio y lo encontró con el dedo índice atravesado sobre los labios como diciéndole: “¡Silencio!” En seguida le pidió que le comprase todas las ollitas.
—¡Bien, tatita! ¿Cuánto quieres por todas?
—Dame, señor, un cortado de cuatro reales.
—¿Nada más?
—Nada más, eso es lo que valen.
—Dióle el canónigo la moneda que el indio quería y voló con ella a Supe, donde lo esperaba ansioso San Martín.
Un cuatro cortado era la contraseña, y San Martín vio que el indio, que de paso diremos se llamaba Díaz, había cumplido, y que toda su correspondencia quedaba entregada a sus amigos, porque el canónigo don Francisco Javier de Luna Pizarro era el eje sobre el que giraba la parte principal de sus maquinaciones en Lima. Cuadrando la casualidad del regreso del indio victorioso, con el momento de darse santo para esa noche, y satisfecho por el resultado de su invención, se le ocurrió consignar el suceso de la manera que lo hizo, escribiendo como una profecía, en el libro del estado mayor: “con días —y ollas- venceremos”, para que circulase como santo del ejército patriota en esa noche. Increíble parece que aquel hombre tan célebre en el gabinete, como grande en el combate; tan fuerte en la hora adversa, como humilde en los días que la victoria rodeaba su sien de resplandores, se allanase a procedimientos ostensiblemente pueriles, para conseguir frutos, relativamente pequeños, en vez de proceder como militar buscando la solución de la guerra en los campos de batalla. Pero él todo lo fiaba a la intriga en esa campaña, desde que le era preciso fecundar la idea de la emancipación, y porque no tenía a sus órdenes un ejército ni tan numeroso, ni tan bien armado como el de los realistas, para aventurar el éxito de su expedición en una batalla campal, estéril a su juicio, porque allí todo iba a depender del patriotismo de los peruanos.
Referencias: