Entre 1865 y 1870 tuvo lugar la Guerra de la Triple Alianza, una guerra que enfrentó a Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, que –según decía Alberdi- debía más bien denominarse Guerra de la Triple Infamia, se debió más a los intereses británicos y de acabar con un modelo autónomo de desarrollo como el paraguayo, que podía devenir en un «mal ejemplo» para el resto de América latina, que a los objetivos de unificación nacional y defensa del territorio proclamados por sus promotores. En aquella contienda la figura de “madame” Lynch, compañera del presidente Francisco Solano López, se convertirá en legendaria. Nacida en Irlanda, en el seno de una familia de ricos navegantes y comerciantes, Elisa Alicia Lynch tuvo una vida que parece de una novela de aventuras. Se casó con un médico militar francés que la llevó a Argelia, se separó de él y, en París, en la Gare Saint Lazare, aquella que inmortalizará Monet en uno de los primeros cuadros de la escuela impresionista, conoció en 1853 a López.
Los jóvenes se enamoraron perdidamente y tras la partida de Francisco, Elisa decidió viajar a Paraguay para reunirse con él y allí convirtió su casa en la más lujosa de Asunción. Al estallar la guerra, no quiso separarse de su compañero y del primer hijo de ambos, Panchito, compartiendo la vida de campamentos y combates. Tras casi cuatro años de heroica resistencia en la que logró resonante victorias a pesar de la disparidad de las fuerzas, el ejército paraguayo fue acorralado por las fuerzas aliadas, que lo vencieron el 1° de marzo de 1870. López fue asesinado de un disparo al corazón. Su hijo mayor, Panchito, de 14 años, fue fusilado mientras intentaba cubrir la retirada de su madre y sus hermanos pequeños. A Elisa Lynch le tocó dar la última batalla de esta guerra miserable y despareja. Con toda su enorme dignidad, descendió de su carro, cargó el cadáver de su hijo y buscó el de su marido. Cavó con sus manos una fosa y enterró los dos cuerpos y parte de su vida. Compartimos aquí su autobiografía, que madame Lynch escribió a modo de defensa, tras conocer las afrentas que hacía circular la prensa porteña sobre su familia y su pueblo.
Fuente: Elisa A. Lynch, Exposición protesta que hace Elisa A. Lynch, Buenos Aires, Imprenta rural, 1875.
Nací en Irlanda el año de 1835, de padres honorables y pudientes, pertenecientes a una familia irlandesa que contaba por parte de padre dos obispos y más de setenta magistrados, y por parte de madre un Vice Almirante de marina inglesa y que tuvo la honra de combatir con cuatro de sus hermanos bajo las órdenes de Nelson en las batallas del Nilo y Trafalgar.
El 3 de junio de 1850 fui casada en Inglaterra a la edad de 15 años con Mr. Quatrefages, persona que ocupa actualmente un alto cargo en Francia. A su lado estuve tres años residiendo en Francia y Argelia, y sin tener descendencia. Separada de él por causa de mi mala salud, me reuní con mi madre y mi hermana en Inglaterra, quedando algún tiempo con ellos. Residí en París muy poco tiempo y mientras estuve allí viví con mi madre y la familia de Strafford, compuesta de la madre y tres hijas, siendo el padre en aquel tiempo magistrado de Dublín.
Poco tiempo después de separada de mi esposo conocí al mariscal López, y ya en 1854 me encontraba en Buenos Aires de paso para la Asunción; de donde no salí hasta 1870, cuando caí prisionera.
Los que se han ocupado en presentarme como una mujer de mala vida en París se encuentran descubiertos ante la evidencia de los hechos que dejo referidos, porque falta materialmente el tiempo necesario para que yo hubiese podido entregarme a la vida licenciosa que se ha querido atribuirme. Para hacer caber la calumnia, han tenido que inventar que nací en 1822. Es decir, que en 1854, cuando vine a América debía tener, según ellos, 32 años. Las personas que me conocieron en esta sociedad son bastantes para constatar si eso pudo ser así; y sobre todo, mi fe de nacimiento es concluyente.
No he podido ser la mujer a quien han pintado mis enemigos.
El antecedente más desfavorable a mi reputación ha sido el hecho de mi matrimonio. Casada y pasando a ser la compañera del mariscal López, era autorizar el cargo de adúltera.
Hasta hoy no he querido desmentir esa acusación por motivos de delicadeza que me obligaban a no perjudicar la posición que ocupa Mr. Quatrefages. Pero ahora estoy obligada a romper ese silencio; porque me debo a mis hijos, y mi nombre está ligado a una época histórica, para que consienta sea atacada tan despiadadamente por personas que buscaban un lenitivo a sus escándalos y liviandades, ensañándose contra el nombre de una mujer.
Mi matrimonio con Mr. Quatrefages fue considerado nulo por no haberse cumplido las formalidades exigidas por la ley; y la prueba más concluyente de ello está en que él se volvió a casar en 1857 y tiene varios hijos de este matrimonio.
Dados estos antecedentes respecto a mis primeros años, no necesito detenerme a dar cuenta de mi vida durante los 15 que residí en el Paraguay; porque nadie, nadie se atreverá ni se ha atrevido a acusarme de una vida desleal al hombre al cual ligué mi porvenir.
Ahora me corresponde ocuparme de lo que se relaciona con las acusaciones que se me han hecho desde que caí prisionera; porque me es necesario traer las cosas a luz con sus verdaderos antecedentes.
El 1º de marzo de 1870 caí prisionera del ejército brasilero en Cerro Corá, después de haber visto caer atravesados por las balas al mariscal López, a mi hijo mayor, Francisco, y a muchos fieles compañeros de campaña.
De Cerro Corá fui llevada a bordo del vapor Princesa, habiendo cumplido con el deber más doloroso y tremendo de dar sepultura con mis propias manos a los míos.
Largo tiempo he guardado un silencio profundo, a pesar de haber sido mi nombre explotado durante seis años por enemigos de causa, por personas que buscaban un lucro escribiendo folletos y libros que revestían de escenas espantosas, presentándome como el tipo de la prostitución y del escándalo, y como a una de esas fieras humanas que se complacen y deleitan en el exterminio de la sociedad.
He sido el blanco de los furores aparentes de los hombres que han subido al poder en el Paraguay, para gobernar sobre las ruinas de su opulencia y grandeza, sacrificadas a la defensa de su independencia y dignidad.
He sido acusada de los actos internos de la política del mariscal López y responsabilizándoseme de la guerra que llevaron al Paraguay tres naciones, como del sacrificio heroico con que ese pueblo se inmortalizó, pereciendo con su jefe, en más de cinco años de guerra, sin ejemplo en América, y puede decirse, en el mundo, que dejaba una enseñanza al sentimiento de las nacionalidades, una educación como la que dieron los espartanos de las Termópilas.
A fuerza de querer mancillar mi nombre, lo que han hecho es asociarlo a esas páginas que han encontrado la admiración de las naciones civilizadas, y que eran repetidas y mostradas al pueblo francés cuando un millón de alemanes asediaba a París.
Ajena a los hechos de la administración del mariscal López, a su política, sin mezclarme en otras cosas durante la guerra que en atender a los heridos, a las familias que seguían al ejército y procurando disminuir las penalidades de la situación; no por eso dejo de aceptar la responsabilidad que quiera dárseme en la defensa que el pueblo paraguayo hizo de sus derechos y territorio.
No conocía los libros que se han publicado en mi contra, y de ellos he tenido conocimiento al llegar a Buenos Aires. Si los hubiese conocido en tiempo oportuno, antes del plazo señalado por la ley para poderlos acusar, mi vindicación la habría hecho ante los tribunales, marcando a mis difamadores con el estigma de calumniador.
Pero desgraciadamente llegué tarde para esos libros, aunque muy a tiempo para acusar a un corresponsal de La Tribuna, D. Miguel Macías, al cual encontré al desembarcar en esta ciudad ocupado en reproducir un acopio de iniquidades, bebiendo con ansiedad las gotas de veneno que destilaban los residuos aglomerados por los explotadores de la honra ajena.
Había dejado la Europa y vuelto a América después de una ausencia de cinco años, porque recién había podido recobrar mis papeles y armarme de las piezas necesarias para vindicar y reclamar mis intereses.
Venía resuelta a ir a la Asunción, porque allí estaba pendiente un juicio criminal ordenado por el gobierno en 1870, para contestar a los cargos que me hacían, afrontando a todos mis enemigos en el teatro mismo de su poder y cuando no contaba con otro apoyo que el de mi conciencia y el de mis actos.
Esta resolución la fortalecí más, cuando La Tribuna de esta ciudad, publicaba correspondencias supuestas de la Asunción y elaboradas en esta ciudad, en las cuales se me amenazaba hasta con la muerte si me atrevía a ir al Paraguay.
En efecto, después de haber demorado tres meses en Buenos Aires, reclamando del gobierno argentino el valor de mis muebles, que adornan los salones de la casa del gobierno nacional, sin poder hasta ahora conseguir una resolución, a pesar de haber presentado las cuentas que los acreditan de mi propiedad, no quise demorar más tiempo y me dirigí a Asunción.
Allí desembarqué, y horas después fui obligada a reembarcarme por orden del presidente Gill.
Los falsos telegramas que se han publicado respecto a mi viaje, las narraciones inexactas que se han dado a luz, los actos que han tenido lugar y que han sido desfigurados, todo ello me obliga a consignar en este escrito la verdad de lo ocurrido, una protesta respecto al despojo de mis propiedades y una vindicación de las calumnias prodigadas en libros, diarios y folletos, que si bien han podido formar una creencia desgraciada respecto a mi persona, no han podido anonadarme ni quebrantarme; porque mi conciencia me levanta sobre todos y me fortalece para afrontar la difamación.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar