Autor: Felipe Pigna
¿En qué lugar, ya que no tumba, no estatua, no placa, no Historia, yacerán los queridos compañeros? Aquellos de las manos ajadas y sinceras, de la mirada hirviendo y la voz firme, aquellos de la vida hasta la muerte.
Diccionarios enteros se emplearon para ofenderlos-honrarlos (claro): apátridas, subversivos, rebeldes, irreverentes, iconoclastas, tozudos, porfiados, irresponsables, irrespetuosos, ateos, forajidos…
«Anarquista se nace» decía el coronel Ramón Falcón mirando a Miguelito Pepe, un orador anarquista de sólo 15 años, que allá en 1907, en la huelga de inquilinos, les hablaba a los chicos y sus madres sobre la injusticia, la miseria y la justa explosión de los explotados. El coronel odiaba a esa gente sucia, extranjera, con ideas raras. Falcón, halcón, miraba esperando el momento de saltar sobre su presa, hay que matarlos de chicos pensaría como otros coroneles de otros años.
En la única foto que se conserva, se lo ve a Miguelito arriba de una mesa con gesto de orador. Su madre -no puede ser otra- lo mira con emocionado orgullo. El mejor de la «clase».
Orador, que orada la piedra. Pero no los corazones de piedra de los dueños del poder. Vinieron los desalojos, los tiros y Miguelito quedó herido en un brazo, el que levantaba para hablar. «Barramos con las escobas la injusticia de este mundo», se le escuchó decir. A los pocos días, una hermosa manifestación de escobas recorrió Buenos Aires del brazo vendado, de Miguelito y su mamá. Salían a la luz los invisibles. Miles de escobas como armas barriendo la tierra y el cielo, anunciando tormentas de rayos rojinegros.
En 1909, un 1º de mayo, los compañeros homenajeaban a sus mártires de Chicago, aquellos cinco anarquistas que osaron pedir la jornada de 8 horas y fueron ahorcados acusados de un atentado que no habían cometido.
El día amaneció rojo, iluminado por la llamarada de las voluntades de revolución. Eran las familias obreras que llegaban a la Plaza Lorea con banderas rojas y negras. Eran los chicos que aprendían de sus padres el himno ácrata: «Hijo del pueblo te oprimen cadenas, esta injusticia no puede seguir, si esta existencia es un mundo de penas, antes que esclavo prefiero morir».
El coronel miraba impaciente, esperaba su oportunidad. No podía pasar inadvertido. Era conocido. Él en persona se encargaba de los desalojos, él había sacado a chorros de agua fría en pleno invierno a familias enteras a la calle. Comenzaron los insultos y no aguantó más: ordenó disparar sobre la multitud. Siete esperanzas quedaron sobre el empedrado de la Avenida de Mayo, muchos heridos y mucha indignación.
Simón vio todo. Se acordó de Rusia: allá también mataban anarquistas. Por eso se vino a la tierra de la libertad, a construir una nueva sociedad. Simón no durmió esa ni otras noches frías y oscuras. Pensó, sintió, desconfió de la justicia de los poderosos y le quitó la balanza a la señora de ojos vendados. Notó que caía siempre para un mismo lado.
Un día de noviembre, Simón esperó el paso del coronel con su carruaje. Se le salía el corazón por los ojos y las manos le temblaban. Lo iba a hacer por los compañeros, para que ningún otro coronel se atreviera a meterse con los compañeros.
Falcón se acomodó en su asiento y empezó a dictarle algo a su secretario. Apenas doblaron por Quintana y Junín cuando les cayó el regalo de Simón. La justicia en forma de bomba estallaba entre las piernas del coronel.
La ciudad obrera festejaría esa noche el acto del vengador. Falcón en la morgue y Simón en la cárcel eran las dos caras del granero del mundo.
Simón Radowitzky tenía 18 años cuando ajustició a Falcón. En la cárcel le decían «San Simón», el «Santo Judío». Organizaba coros solidarios para joderles la paciencia a los guardias. Creó cooperativas de presos que fabricaban juguetes para los niños obreros. Recitaba de memoria para que oyeran los compañeros partes enteras de La conquista del pan, de Kropotkin y Dios y el Estado, de Bakunin. Era el delegado natural de los presos.
Estuvo en Ushuaia hasta 1930. Más tarde se uniría pelearía en la Guerra Civil Española y morirá en México un 1º de mayo, mientras trabajaba en una fábrica de juguetes.
No creían en la inmortalidad y eso hacía más valiosa su entrega, ofrecían su única vida a la causa. Fueron borrados de la Historia, quitados de la memoria, por atrevérsele al poder.
Fundaron el primer sindicato, el de panaderos y por él sobreviven hoy en cada cañoncito, bombita de crema, bola de fraile, sacramento o vigilante.
Estén compañeros, sean hoy otra vez entre nosotros, sin lápida sin estatua, SIN DIOS NI AMO.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar