Alfonsina Storni en primera persona sobre su infancia


De familia sanjuanina, pero nacida en Suiza, Alfonsina Storni fue una de las más grandes escritoras argentinas. Sin duda alguna, la tragedia marcó su vida, pero no siempre se reflejó ello en su escritura. Las recurrentes andanzas familiares, el alcoholismo del padre, la sorpresiva muerte de un familiar, dieron forma a sus primeros versos, impregnados de la temática de la muerte. 

Alfonsina trabajó de chica como mesera, siguió como actriz, empleada de comercio y luego ejerció como docente en diferentes establecimientos educativos. Pero su temprana vinculación con la actuación y la prosa le abrieron el camino hacia la alta literatura porteña. Uno de los rasgos sobresalientes de su escritura fue su posición feminista. 

Alfonsina realizó numerosas publicaciones, trabó amistad con los más importantes escritores rioplatenses, desde Horacio Quiroga hasta Leopoldo Lugones, de quien más tarde se distanciaría. Afectada por habituales trastornos neuróticos y un grave cáncer de mama, Alfonsina no soportó más los fuertes dolores que le producía su enfermedad. A principios de octubre de 1938 dependía de la morfina para apaciguar el sufrimiento. Los médicos le habían dado seis meses de vida, pero Alfonsina no iba a dejar librado a los caprichos del destino su último aliento y el 25 de octubre de 1938, a los 46 años, se hundió en las aguas de Mar del Plata. 

La recordamos con sus recuerdos de infancia, que dejó plasmados en una conferencia que pronunció en Montevideo el 27 de enero de aquel año titulada “Entre un par de maletas a medio abrir y la manecilla del reloj”. 

Fuente: Diario Clarín, jueves 20 de octubre de 1988. 

Estoy en San Juan, tengo cuatro años, me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causa en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo un libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta. 

A los seis años robo con premeditación y alevosía el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi madre está muy enferma en cama; mi padre perdido en sus vapores. Pido un peso nacional para comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela normal a la que concurro hay una librería; entro y pido: El nene. El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro, cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito: “Allí le dejo el peso”, y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquel, encogen mi corazoncillo. Niego, lloro, digo que dejé el peso en el mostrador, recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado.

Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos. A los siete años aparezco en mi casa a las diez de la noche acompañada de la niñera de una casa amiga adonde voy después de mis clases y me instalo a cenar. 

A los ocho, nueve y diez años miento desaforadamente: crímenes, incendios, robos, que no aparecen jamás en las noticias policiales. Soy una bomba cargada de noticias espeluznantes, vivo corrida por mis propios embustes, alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos, invito a mis maestros a pasar las vacaciones en una quinta que no existe; trabo y destrabo, el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia de las mentiras me salva. 

A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche: mis familiares, ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador, para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso: a la mañana siguiente, tras una contestación mía levantisca, unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce. Desde entonces los bolsillos de mis delantales, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar