Fuente: Revista Caras y Caretas, N° 1058, 11 de enero de 1919, pág. 6.
Es práctica generalmente seguida por los soberanos en sus visitas de Estado, cambiar estrecho abrazo seguido por un sonoro beso, que, en muchas ocasiones, está muy lejos de nacer al calor de los afectos particulares o de las meras simpatías personales.
Ese beso, no es, en efecto, sino una ceremonia más del complicado ritual cancilleresco, un símbolo que indica al profano en esas prácticas de la diplomacia, la igualdad de rango de las personas que de él hacen uso ante la mirada curiosa de la galería. De ahí que únicamente se besen en sus encuentros los soberanos entre sí, y nunca soberanos y príncipes, o reyes y presidentes de repúblicas. Tan solo ha habido, en la larga serie de visitas regias registradas de veinte años a esta parte, una excepción a esa práctica: el beso dado por el zar Nicolás II al presidente Faure, cuando éste último llegó a Petrogrado, y que repercutió en todas las cancillerías europeas con alarmantes sonoridades democráticas, puesto que hasta entones el saludo de ceremonia entre un monarca y un presidente de gobierno republicano se había limitado a un apretón de manos, sin más requisitos afectivos.
Esto del beso oficial, del beso fríamente ceremonioso, que ningún parentesco tiene con el beso engendrado por el cariño, es achaque antiguo. En la antigua Grecia, los iniciados en los misterios de Eleusis se besaban en señal de hermandad y de coparticipación de conocimientos, práctica que heredaron los primeros cristianos y que llevaban a cabo en sus místicos ágapes hasta que Inocencio III la prohibió para evitar escándalos.
Cuando la república romana se convirtió en imperio, introdujeron los césares a costumbre de que, a su advenimiento al trono, besasen la punta de su sandalia sus dignatarios y el pueblo, en demostración de acatamiento; costumbre copiada desde el siglo VII o VIII por los Papas, y que aun subsiste en el Vaticano, si bien ha habido un Pontífice, Pío X, que intentó abolirla a raíz de su elección.
En la Edad Media se conoció el “beso feudal”, que era el que el señor daba a su vasallo, como muestra de agradecimiento, cuando éste le rendía pleito homenaje. Y era, además, señal del recíproco auxilio que debían prestarse uno a otro, y del firme propósito de cumplir sus deberes.
Por aquella época existían también los llamados “beso de paz” y “esponsalicio”, dado el primero en el acto de reconciliarse ante el juez dos enemigos, y el segundo por los prometidos esposos en confirmación simbólica de los esponsales contraídos.
Antes del siglo XV, los monarcas estaban obligados a ir a besar la sandalia del Papa, de acuerdo con una costumbre establecida por el emperador Justiniano, quien al entrar en Constantinopla, en el año 710, se postró humildemente ante el Pontífice Constantino y posó sus labios en el pie del augusto jefe de la iglesia católica. A partir de la época antes expresada, los soberanos abandonaron esa forma de salutación en sus visitas al Papa, limitándose a besarle el anillo, si de monarcas católicos se trata, y la mano si pertenece a la iglesia reformada.
Otra manifestación del beso oficial es la costumbre de los besamanos en algunas cortes europeas con motivo de los cumpleaños y fiestas onomásticas de los reyes. En Inglaterra, los arzobispos, embajadores y ministros plenipotenciarios, así como los grandes dignatarios de la corte, besan la mano al rey al terminar la audiencia en que éste les notifica su nombramiento o la concesión de alguna gracia o condecoración. La misma práctica se sigue en las cortes de Rusia, Austria, Alemania, Turquía, Suecia, Noruega y Dinamarca.
Un besuqueo oficial bastante agradable era el que subsistió en Inglaterra hasta comenzar el reinado de Eduardo VII. Toda esposa o hija del par, al ser presentada en la corte, debía ser besada en la mejilla por el soberano, y si la presentación se efectuaba en el castillo de Dublín, correspondía usar del dulce privilegio, en nombre del monarca, al virrey o “Lord-Lieutenant”. Mucho habrán lamentado los presuntos gobernantes de la Verde Erín la superación del ósculo de referencia, pues sabido es que las irlandesas son, por lo general, muy bonitas.
Para terminar, diremos que el antiguo y galante ademán de besar la mano a la señoras, puesto en moda por los cortesanos de Catalina de Médicis, como símbolo de rendimiento y apasionada devoción, se practica hoy todavía entre las familias aristocráticas de Alemania, Austria y Rusia, así como en ciertas casas nobles del “faubourg” Saint-Germain, de París, apegadas a todo lo que trasciende a antiguo régimen.