En 1836 Juan Manuel de Rosas compró los terrenos donde pronto levantaría su casa de Palermo. Se encargó de nivelar la propiedad, rellenando algunas partes bajas y construyendo un canal de circunvalación. Plantó también árboles, que formarían frondosos bosques. El parque y sus dependencias estaban abiertos al público. Como cuenta Adolfo Saldías “los carruajes y cabalgaduras se daban cita allí, y desde entonces la sociedad elegante adoptó la costumbre de reunirse en Palermo”.
Palermo fue el escenario de decisiones que marcaron a fuego la historia argentina, pero también un lugar de distensión donde Rosas se permitía dar rienda suelta a su afición de bromista. En una ocasión condujo a más de 50 invitados a la mesa impartiendo órdenes militares y luego obligó a cada uno de ellos a cantar algo, dándoles cinco minutos para empezar. A un amigo, que tenía miedo a las víboras, le puso una muerta enroscada en el tobillo y a otro lo atendió en mangas de camisa, zapatillas, calzoncillos y sombrero de paja con cinta punzó. Ni su propia familia se salvó de las chanzas, como lo demuestra el relato que a continuación transcribimos, que tiene como protagonistas a Juan Manuel de Rosas y su hermana Mercedes.
Fuente: Manuel Bilbao, Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires, Buenos Aires, Ferrari Hnos., 1934, pág. 189-194.
Dos anécdotas
Era Palermo de San Benito, cuando Rosas trasladaba allí su residencia veraniega, el centro de todo el movimiento político y social, secundado eficazmente por su hija Manuelita.
Las cálidas tardes de los veranos las aprovechaban las parientas y amigas íntimas para ir hasta allí a tomar el fresco, cosa muy natural y que no tenía nada de particular, dada la intimidad con que, en general, se trataban entre sí dichas personas. Algunas veces iban solas y otras se reunían para hacer el camino juntas. Si el tiempo lo permitía, se iban a orillas del río, y si entre los visitantes había algún aficionado a la música, éste amenizaba la reunión.
Doña Mercedes Rosas de Rivera y su hermano D. Juan Manuel fueron muy unidos, y lo fueron tanto que hasta sus bienes en las herencias de sus padres los tuvieron juntos. En lo físico y en el carácter fueron también los que más se parecieron. De ahí su intimidad y el afectuoso trato que se dispensaron siempre. Era la que se permitía llevarle la contraria y darle bromas.
Con estos antecedentes, vamos a referir dos anécdotas en las que fueron protagonistas los dos hermanos que, como hemos dicho, son completamente desconocidas.
Una tarde fue doña Mercedes con varias amigas a visitar a Manuelita, llevando puestas unas gorras muy elegantes, que cuidaban mucho, y con las que esperaban dar una sorpresa a la dueña de casa.
Don Juan Manuel las vio llegar desde su pieza, causándole gracia el ver lo que presumían y reían su hermana y sus compañeras con sus gorras, y como hacía poco que su hermana Mercedes le había hecho una broma, que no había olvidado, encontró la oportunidad de tomarse el desquite.
En efecto, una vez que las visitas entraron y estuvieron un rato conversando con Manuelita, se sacaron las gorras, encaminándose al interior de la casa y resolviendo ir a la orilla del río en cabeza a tomar el fresco.
Cuando don Juan Manuel las vio salir así, fue hasta la pieza donde estaban las gorras, las tomó en la mano, las miró y se río. Después de esto salió al jardín, encontrándose con uno de sus asistentes, a quien llamó preguntándole:
-¿Cuántas mulas hay en la maestranza?
-Debe haber pocas, excelentísimo señor, porque ayer se dispuso el envío de todas a Santos Lugares.
-Pero-dijo Rosas-, ¿habrán quedado cinco o seis?
-Sí, excelentísimo señor.
-Bueno, mande a buscarlas y que las entren por detrás de la capilla y cuando estén allí viene a buscar estos bonetes y con cuidado, pero con mucho cuidado de no ensuciarlos o de romperlos, se los pone en la cabeza a las mulas, con una buena frentera, bien sujetas para que no se vayan a caer y cuando estén listas y vea venir a Manuelita con sus visitas, les da un guascazo para que salgan disparando y ellas las vean. Tome todas las precauciones necesarias para agarrarlas en seguida, sacarles los bonetes, limpiarlos bien y ponerlo donde estaban. ¿Ha entendido bien?
-Sí, excelentísimo señor.
Don Juan Manuel se retiró a sus habitaciones para esperar y ver el resultado de su broma.
Las cosas se hicieron en la forma dispuesta y cuando regresaban del río Manuelita y sus acompañantes, una de ellas al ver a las mulas con sus gorras, exclamó llena de sorpresa:
-¿Qué es aquello?
-¡Qué va a ser! –dijo Doña Mercedes-, una broma de Juan Manuel ¡Ya verán cómo me las va a pagar!
Don Juan Manuel al oír las risas se asomó, riéndose a su vez desternillarse, como se decía entonces, y presentándose a las del grupo les preguntó qué les pasaba, a lo que doña Mercedes le respondió, riendo también.
-Lo que ha pasado ya lo has visto, pero “donde las dan las toman”.
Todos reían; pero don Juan Manuel que conocía a su hermana se dijo:
-Esta me va a hacer alguna de las suyas, y no tendré más remedio que aguantarme- recordando una broma que le había hecho en “El Pino”.
Duró mucho tiempo el éxito de esta broma, siendo motivo de chascarrillos familiares, a los que replicaba el autor “que ese era el efecto que le causaban las mujeres con esos bonetes”:
Una noche, en su casa de la calle Santa Rosa, celebraba doña Mercedes una reunión de familia con asistencia del maestro Esnaola, a la que había concurrido don Juan Manuel, bastante resfriado, pero con un buen abrigo y una boa muy fina, regalo del general Ibarra, que le servía de abrigo a la boca cuando salía a la calle.
Cuando entró se sacó el abrigo y, junto con la boa, lo dejó en una salita.
Durante la reunión todos le decían a Rosas que había hecho muy mal de haber salido con una noche tan fea; pero él contestaba diciendo que con un capote grueso como el que llevaba y su boa, no le temía al mal tiempo.
A instancias de los circunstantes la mandó buscar para enseñarla y con gran sorpresa suya se presentó Cimarrón, el perro mimado de la casa, con la prenda atada al cogote como collar. Ante la risa de los concurrentes don Juan Manuel, dirigiéndose a Mercedes, riendo como todos, le dijo:
-¿Tú has andado en esto?
-¿Y por qué he de ser yo?
-Porque eres la única capaz de tomarse esa confianza.
-Yo no sé, Juan Manuel, quién habrá sido; pero voy a mandar a averiguarlo.
-Necesito- dijo a Pepa, su criada de confianza- que me averigües quién ha tomado la boa de mi hermano.
-Muy bien, su merced.
-Y en cuanto encuentres al que se la ha puesto al perro, me lo traes.
Mientras tanto, don Juan Manuel, conversando sin enojo, manifestó que sentía mucho su boa, porque no se la pondría jamás.
Al oírlo doña Mercedes le dijo que no fuera necio, que la cosa no era para tanto, pues ella y sus amigas se habían puesto siempre las gorras, a pesar de que las usaron las mulas, riéndose de la cara de su hermano, que la miraba sonriéndose, y repitiéndole aquello de “donde las dan las toman”.
-Así es- dijo don Juan Manuel, pues las cosas no tiene mayor importancia sino porque, como tú muy bien comprenderás, las gorras en la cabeza de las mulas no tiene el mismo uso que tiene la boa, que lo es en la boca, y como ésta ha andado por el suelo y en el cogote del perro, no la podré usar.
Estaban en esto cuando apareció Pepa trayendo una bandeja de plata, en cuyo centro venía una hermosa boa primorosamente sahumada, tejida en finísima seda y vicuña, la que después de saludar ceremoniosamente a don Juan Manuel, le dijo:
-Mi amita, la señora doña Mercedes, me encarga ponga en sus excelentísimas manos esta boa, que ella misma ha tejido para que la use en su nombre y no le guarde rencor.
Don Juan Manuel se levantó, tomó la boa, la besó y dirigiéndose a su hermana le dio las gracias, felicitándola por ser autora de un trabajo tan fino, que no merecía.
La reunión terminó en medio de la alegría general, celebrando todos la broma y quedando los dos hermanos tan amigos y unidos como antes.
Don Juan Manuel juró no hacerle ninguna broma más a Mercedes, se guardó la boa que había llevado en el bolsillo, se colocó la que le acababa de regalar su hermana y no volvió a usar otra sino ésta.
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