Autor: Felipe Pigna.
Aquel invierno de 1877 había venido particularmente húmedo y frío, se negaba a irse y se hacía sentir con todo su rigor en aquella pequeña aldea de Swanthling a tres millas de la ciudad puerto de Southampton, en aquella chacrita llamada Burgess Farm, último refugio del hombre que por más de veinte años manejó a su antojo los destinos de un lejano país del sur. Al general, que había sido “Restaurador de Las Leyes” y de casi todo, no lo iba a poder el frío, como no lo habían podido los indios, ni los otros “salvajes”, los unitarios de su hermano de leche Juan Lavalle, ni los del manco Paz. Tampoco habían podido con él ni los franceses ni los ingleses. Sólo lo habían podido para siempre los traidores, esos leales de ocasión.
Pero aunque su tozudez lo negara, estaba en la cama y sin un cobre, “prisionero de su pensamientos”, como gustaba decir el hombre que había hechos tantos prisioneros por sus pensamientos. En esa prisión de la que nadie escapa estaba en aquella segunda semana de marzo en la que se decretaba el fin absoluto de su fortuna que supo ser incalculable. Escribía sólo a sus muy íntimos que “las gallinas se acabaron, las he comido. Aún he conservado tres vacas lecheras”. Pero a los pocos días se confesó con su hija: “Mi muy querida Manuelita: triste siento decirte que las vacas ya no están en este farm. Dios sabe lo que dispone; y el placer que sentía al verlas en el field, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna relación cariñosa por mis manos, y el enviar a ustedes manteca. Las he vendido por veintisiete libras y si más hubiera esperado, menos hubieran ofrecido”.
Le causaba cierta preocupación que se agolparan juntos todos los recuerdos como para despedirse, todos aquellos recuerdos, momentos vívidos, personajes intensos de un país rompecabezas. Allí estaba el pequeño Juan Manuel en las invasiones inglesas al lado de Liniers. El muchacho hecho hombre que desconfiaba de la Revolución de Mayo y aquellos “jóvenes jacobinos y ateos”. Las mateadas con Lavalle, su adversario. El desprecio por aquel niñito con pocas actitudes campestres enamorado de los libros que le había enviado su padre para que se haga “a las tareas rurales y a la vida”, aquel pequeño Bartolomé Mitre, a quien despachó a la ciudad como vino, dándole sin saberlo un pasaporte a las otras tareas, las literarias, las periodísticas, las históricas y las políticas. Aquellas noches de soledad y frío recordaba el general las eternas charlas con Facundo Quiroga, aquel imponente general de Los Llanos, sobre la Constitución, sobre el país que había que hacer antes de que lo hicieran los otros a su imagen y necesidad. Varias veces le había confesado su enojo a Manuelita por lo que consideraba una verdadera e irónica injusticia de la historia y la literatura: que el nombre de Facundo quedara eternamente asociado al de su mejor enemigo, el “loco Sarmiento”.
Entre las agridulces memorias estaba la de su eterna aliada y operadora política Encarnación y su pedido: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuanto importa sostenerla y no perder medios para atraer y cautivar voluntades”.
Pasaban como en un carrusel aquellos recuerdos de Manuelita, su hija y secretaria, a la que nunca le había dejado hacer su vida porque la consideraba casi una propiedad privada. ¡Cómo había cambiado todo desde que marcharon al exilio! Tuvo que soportar el casamiento de la “Princesa Federal” con Máximo Terrero el 23 de octubre de 1852. Pero eso sí, recordaba, se puso firme, no fue a la boda y no le dirigió la palabra por varios meses. Pero el tiempo todo lo cura y ahora eran más o menos frecuentes las visitas de la pareja, que se había mudado a Londres en 1857.
Recordaba el entusiasmo del coronel Mansilla al contarle los detalles de aquella gloriosa y heroica derrota de Obligado, cuando a la criolla paramos a ingleses y franceses, enemigos entres sí de toda la vida a los que se les había ocurrido aliarse justo contra estas remotas provincias del Plata.
Volvía una y otra vez la imagen de Camila, aquella hermosa chica que había conocido muy bien en Casa de los O’Gorman y en su propia casa de Palermo porque cada tanto visitaba a su amiga Manuelita. Pero la niña escapó con un cura en una sociedad que no ofrecía escapatorias para el amor libre y nadie los entendió. Ni los conservadores que pedían mano dura, ni los supuestamente liberales y románticos enemigos del Restaurador que aprovechaban el caso para hablar de la “degradación de costumbres fomentada por el tirano”. Él fue muy claro entonces y creyó necesario justificar por escrito su decisión de fusilar a la pareja el 18 de agosto de 1848: “Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y de Camila O’Gorman; ni persona alguna me habló en su favor. Por el contrario, todas las primeras personas del clero me hablaron o escribieron sobre ese atrevido crimen y la urgente necesidad de un ejemplar castigo para prevenir otros escándalos semejantes o parecidos. Yo creía lo mismo. Y siendo mi responsabilidad, ordené la ejecución”.[1]
El general lamentaba en aquellos días de marzo de 1877 que empezaba a saber que serían los últimos, no poder terminar los libros que había empezado a escribir: un ensayo sobre filosofía política que pensaba titular “La Ley Pública”; otro trabajo sobre teología al que llamó explícitamente La religión del hombre, sea cual fuere su creencia; y una autobiografía para la que contaba con el estímulo nada menos que de su histórico enemigo y reciente amigo, Juan Bautista Alberdi, quien lo había visitado en su casa hacía unos años.
Aquel hombre, en opinión de muchos, poco afecto a los libros, se había vuelto un lector compulsivo y en escritor vocacional porque como le confesaba a su amiga Josefa Gómez: “Nunca es tarde para alcanzar a saber algo. San Ignacio de Loyola comenzó a estudiar a los 43 años y Platón escribió sus mejores obras siendo octogenario”. El viejo general devoraba también con su mirada conservadora los diarios ingleses que cada día traían noticias sobre el crecimiento del movimiento obrero y le alertaba a su amiga: “Cuando hasta en las clases vulgares desaparece cada día más el respeto al orden a las leyes y el temor a las penas eternas, solamente los poderes extraordinarios son capaces de hacer cumplir los mandamientos de Dios, de las leyes, y respetar al capital y a sus poseedores.” Y sentenciaba: “Las naciones, o vivirán constantemente agitadas, o tendrán que someterse al despotismo de alguno que quiera y pueda ponerlas en paz”.[2]
Los recuerdos se mezclaban con la fiebre y no había plata para médicos pero le quedaba su amigo el doctor John Wibblin, quien sabiendo de la pobreza digna de su amigo, actuó “de oficio” y anotició de la gravedad del paciente vía telegrama a Manuelita quien llegó lo más pronto que pudo. Llegó a Burgess Farm el 12 de marzo, justo para acompañarlo en el último tramo de aquel racconto de aquella vida que la había tenido a ella también como protagonista absoluta.
Manuelita le recordó aquella llegada a la Gran Bretaña y el efusivo recibimiento dado por naves de su majestad que llegó a provocar un debate en la Cámara de los Lores, en la sesión del 29 de abril en la que se interpeló al ministro de Relaciones Exteriores, quien se defendió diciendo “que el gobierno no había decretado honores oficiales de ninguna naturaleza, que las atenciones habían sido espontáneamente hechas sin intención política, ni orden superior, a un refugiado distinguido de un país extranjero, pues Rosas no era un viajero común, sino un personaje que en el gobierno de su país había concluido importantes negociaciones, y que cualquiera que hubieran sido las crueldades que se decían cometidas por él, lo que sólo atañía a su nación, no era dable estigmatizarlas por parte de Inglaterra”.[3]
El 14 de marzo de 1877, cuenta Manuelita que se acercó a lecho de su padre y al besarle la mano “la sentí fría. Le pregunté: ‘¿cómo te va tatita?’. Su contestación fue mirándome con la mayor ternura: ‘No sé, mi niña’. Así se iba de este mundo sin una gran frase célebre, con una duda eterna, el hombre que unos años antes había escrito una especie de testamento político: “Durante el tiempo en que presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy pues, el único responsable de todos mis actos, de mis hechos buenos como los malos, de mis errores y de mis aciertos. Las circunstancias durante los años de mi administración fueron siempre extraordinarias, y no es justo que durante ellas se me juzgue como en tiempos tranquilos y serenos. Si he podido gobernar 30 años aquel país turbulento, a cuyo frente me puse en plena anarquía y al que dejé en orden perfecto, fue porque observé invariablemente esta regla de conducta: proteger a todo trance a mis amigos, hundir por cualquier medio a mis enemigos”.[4]
Referencias: