Fuente: Revista Panorama, N° 137, Buenos Aires, 9 al 15 de diciembre 1969, pág. 25-30.
Es imposible bautizarlos con una palabra. También es inútil catalogarlos, como raros especímenes colocados cuidadosamente en el estante de los objetos extraños. Simplemente, tienen leyes distintas al resto de la gente, sus reglas del juego tienden a otro juego, sus diversiones pueden resultar excéntricas, hasta desatinadas, pero para ellos, inclusive, pueden transformarse en una rutina. Tienen horarios, complicidades, lugares de reunión, compartidas admiraciones. Son sencillamente humanos, aunque tal vez la ambición de ellos sea llegar a ser más que humanos: los precursores de una humanidad apenas imaginada, nunca fundada.
En Estados Unidos fueron denominados hippies, yippies, diggers y ubicados en una realidad que está debajo de la que suelen vivir los hombres: un mundo subterráneo. Algunos argentinos que recogen los mecanismos de una sociedad de consumo, permitieron sin embargo que se convocara la confusión, debido a la rápida masificación de algunos de los estandartes de los hippies. En 1969, fundamentalmente, la ropa de los habitantes del East Village de Nueva York y del barrio Haight-Ashbury de San Francisco, comenzó a centellear en las zonas más dispares de Buenos Aires: desde La Manzana Loca hasta Flores, Caballito o Morón. ¿Pero existen en Buenos Aires los hippies? ¿Se repiten las costumbres de los subterráneos norteamericanos? Panorama realizó una exhaustiva encuesta, tendiente a responder estos interrogantes. Tres redactores, durante quince días realizaron entrevistas, computaron datos, penetraron en un mundo cerrado que posee sus propios códigos, una jerga especial, una ética diferente; indagaron los pormenores de una moda que inunda ahora a Buenos Aires y que es denominada hippie; presenciaron, finalmente, algunos de los ritos esenciales que conforman la experiencia hippie en la Argentina, la cual está íntimamente ligada al boom de la música beat.
La maraña
La gente suele olvidar un viejo refrán: “Las apariencias engañan”. Y no sólo engañan a los espectadores, sino también a los protagonistas. Los supuestos hippies que merodean La Manzana Loca (melenas y fulgores mediante), piensan que una mera manera de vestirse los conduce al templo subterráneo de los marginados. Pero no es así: ¿cuántas de los centenares de personas que concurren a los conciertos de música beat, ataviados con la ortodoxa vestimenta hippie, repiten realmente la experiencia norteamericana? Es probable que ninguna. Curiosamente, pese a que día a día aumenta la cantidad de adolescentes que se dejan crecer lánguidas cabelleras y se enfundan en centelleantes camisas, resulta casi imposible suponer que el fenómeno hippie se reproduzca en forma auténtica en la Argentina. La masificación de un determinado tipo de ropa (que hasta hace sólo unos meses era estrictamente exclusivo) encierra un índice meramente superficial; no contiene las claves de un proceso. Sólo un grupo humano, relativamente pequeño, que está nucleado alrededor de la música beat, parece responder a algunos de los postulados de los célebres inconformistas estadounidenses. Pero no quiere, sin embargo, ser rotulado de esta manera.
“Ignoro tanto a los hippies que nunca he llegado a conocerlos. He visto linyeras, vagabundos, gente desclasificada, marginados, pero hippies no. Los que parecen, son tipos que andan por ahí buscando cosas más o menos a la moda. Yo vivo como cualquiera, en mi propia casa, solo, y la pago con el dinero que gano con mi trabajo. Pero mi casa está siempre abierta para mis amigos, para la gente noble que sabe mirar a los ojales (ojos). Podré hablar de los supuestos hippies cuando dejen de hacer las guerrillas desde las mesas de los bares”. Mientras Alejandro Medina, 20 años, despliega su punto de vista, sus manos, nerviosas, acarician las cuerdas de su contrabajo. El forma parte del conjunto beat Manal y su instrumento suena, cálido, en la sala de Bomarzo, el lugar que siempre eligen los músicos para formar un pizza, es decir, para que integrantes de diversos conjuntos improvisen temas beat. Junto a Medina, Javier “Javi” Martínez, 23 años, también de Manal, hace sonar dulcemente su batería, la va preparando para la pizza. “¿Hippies? –se pregunta “Javi”–. Para mí es un sonido como todas las palabras. Es lo mismo que decir plim, cuarf o pumtrin. Claro que significan cosas diferentes y esas confusiones no me interesan. Además me molestan profundamente las rotulaciones. Cada ser es un universo. Somos todos iguales en que somos todos diferentes. Lo demás es ropa. Como músico, mi propósito es hacer música y por medio de ella no intento nuclear a nadie. La música es un lenguaje, una forma de comunicación. La música es como un viento, hay seres a través de los cuales no pasa. No hay mayores diferencias entre los que la ejecutan y los que la escuchan. Nos unimos cuando sentimos que somos felices y ella nos atraviesa”.
Bomarzo, en Cerrito y Santa Fe, es un sitial de la música beat. Allí es frecuente encontrar a la gente que está en la “maraña” (palabra intraducible que nuclea a los que están en la cosa, que conocen los códigos secretos y los lugares elegidos). Allí es posible encontrar a las personas que, por su apariencia o por su manera de ser, están emparentados con el movimiento hippie. Pero insisten en no ser rotulados con esa forma o cualquier otra. “Nunca vi hippies y no tengo interés en conocerlos. Pienso que en este momento representan un fenómeno social que conocemos desde hace mucho tiempo. Serían los vagabundos, los desocupados, los errantes. No los tengo en cuenta porque no son creativos ni provocan nada. Su pasividad es uno de los factores que nos mantienen en el estado de cosas en que vivimos”, afirma Miguel Martín, 25 años, “desclasificado, outsider por opción, estado civil averiado”.
El único mote aceptado hasta ahora por los músicos beat argentinos es el de náufragos. Por otra parte, es el único que los define con precisión: son gente a la deriva, que no les interesa planificar el futuro: viven al día; muchos de ellos no saben, a las siete de la tarde, dónde dormirán esa noche, tampoco cómo harán para comer algo cuando tengan hambre. Probablemente, cuando el estómago vacío les indique la diaria necesidad, entrarán en algún bar frecuentado por la “maraña” y dirán a alguien con indolencia: “Me becás un sándwich?”. A diferencia de los hippies norteamericanos, no forman comunidades y ni siquiera lo proponen como proyecto. Existe, en cambio, la “maraña”, un grupo humano en continuo desplazamiento. Sus límites de acción están demarcados por las calles Leandro Alem, Santa Fe, Callao y Corrientes, aunque también hay escapadas hacia Rivadavia. La vida de la “maraña” suele comenzar al atardecer; se encuentran algunos en un lugar de reunión, un bar de Corrientes, por ejemplo, y un superanotado (que no se pierde ninguna). Dice que se enteró por bocina de alguna fiesta, de algo que puede valer la pena. Un sector de la “maraña” se desplaza; otro puede estar en otra parte de la ciudad, urdiendo otro programa. Pero es probable que en algún momento todos los cables se tiendan y la “maraña” sea un solo cuerpo viviente, que se desplaza interminablemente, tal vez durante varios días seguidos, hasta que algunos “se borran” (se van) o se “secuestran” (desaparecen por algún tiempo) en sus casas, que suelen ser las de sus padres. Como los hippies, creen en la hermandad: la “maraña” es la gran hermandad que los reúne, con sus códigos, su vocabulario, sus devociones. Todos duermen en las casas de los demás, se prestan ropa, comparten el dinero. Sus edades oscilan entre los 18 y los 28 años, la mayoría no trabaja y vive con sus padres, con quienes no tienen demasiados problemas: no son comprendidos, pero son aceptados. Es probable que no sean más de 300 personas, pero alrededor de ellos, en los límites de la “maraña”, se mueven miles de adolescentes, convocados, inevitablemente, por los conciertos de música beat y por los lugares de reunión más notorios: Bomarzo y La Cueva de Billy Bond, en Rivadavia al 2300, donde tocan Manal, Almendra y La Barra de Chocolate.
Naufragar
A principios de 1968, en La Perla del Once, un grupo de adolescentes, amantes de la música beat, presenciaron la gestación del tema que iba a dar cabida al término náufragos. Era una noche en la cual no pasaba nada; de repente, José Alberto Iglesias, “Tango” (24 años, músico, líder del grupo) desapareció por una hora en el baño de la confitería. Cuando volvió, entonaba una melodía que le depararía una ganancia de 700 mil pesos (que gastó en una semana, una tercera parte en taxis) y sería un éxito notorio: “La balsa”. “Litto” Nebbia lo tomó entonces de un brazo y se sumergieron nuevamente en el baño. Sesenta minutos más tarde ya cantaban: “Tengo que conseguir mucha madera/ tengo que conseguir de donde sea/ y cuando mi balsa esté lista partiré hacia la locura/ con mi balsa yo me iré a naufragar”.
En esa época los lugares elegidos para naufragar eran Plaza Francia y La Cueva Pasarotus. “Todos nosotros nos convencimos cuando se abrió Pasarotus, en la calle Pueyrredón –recuerda “Pajarito” Zaguri, creador y cantante del conjunto La Barra de Chocolate–. En un principio tocaban jazz Jorge Navarro, “Baby” López Furst, Jorge López Ruiz, Antonio Pérez Estévez y el “Gordo” Cáceres. Cuando el jazz empezó a decaer, el dueño, que se llamaba Rosado, no era Sandro como algunos suponían, pensó que un conjunto de rock and roll podía animar la noche. Se formó el conjunto Los Gatos Negros, donde yo cantaba. Siempre iban a la Cueva “Litto” Nebbia, Billy Bond (Giulano Canterini), “Pipo” Lernaud y Miguel Abuelo. “Tango” tenía un conjunto que se llamó Los Duques, que cantaba el repertorio de los Teen Tops. “Tanguito” se ponía una media negra en la cabeza y hacía durar, cantando, 45 minutos el tema “Perro feroz” de Elvis Presley. Pero un día el dueño se enojó, porque, claro nadie consumía un trago y el negocio no andaba ni para atrás ni para adelante. Nos echó a todos y desde entonces, a falta de un lugar fijo donde ir, empezamos a ser náufragos. Nos juntábamos en Plaza Francia para tocar la guitarra y cantar, y a veces nos dormíamos debajo de los árboles. Hasta que se hizo imposible: venían periodistas de todos los diarios y revistas a entrevistarnos. Nos veían como bichos raros. También íbamos a La Perla del Once. En esa época fue que “Litto” y “Tango” compusieron “La balsa” y Los Gatos grabaron el tema. Vendieron 350 mil discos”.
El éxito de “La balsa”, en el verano de 1968, determinó el comienzo de la música beat cantada en castellano, que ahora llegó a su apogeo. “El Festival Pinap de la música Beat & Pop 69”, auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires, en noviembre de este año, fue la confirmación definitiva, un bautismo deslumbrante. Centenares de personas, sábado tras sábado, corroboraron que las decenas de conjuntos beats que surgen día a día tienen un público cada vez más numeroso. Las vestimentas de este público, sin embargo, no alcanzan para suponer que existe un movimiento hippie en Buenos Aires, como la mayoría de las publicaciones periodísticas afirmaron.
Náufragos, los únicos que podrían merecer el mote de hippies, hablan de ellos como si no existieran o como si no los conocieran: “Si los hippies argentinos proponen la paz, el amor y la sinceridad, yo soy hippie –afirma ‘Pajarito’ Zaguri–. Pienso que hay hippies por todos lados porque no pueden ser supercajetillas de barrio Norte. Pienso que deben vivir para hacer algo. Yo soy drogadicto, pero de la música. Cuando escucho a Jimi Hendrix te aseguro que me vuelvo loco, eufórico, salgo de mí mismo para ingresar en otras dimensiones”.
Otras dimensiones: ésa es la clave de los náufragos y que los aúna, parcialmente, al movimiento hippie. “¿Dónde vivís?”, se le preguntó a “Tango”. Él respondió: “Vivo en el año 2000. Estoy en otra galaxia. Mi papá es comerciante –continuó “Tango”–, pero eso qué importa, no se preocupen por mí, ya están acostumbrados. Cuando mis amigos no saben dónde ir a dormir, los llevo allá; ayer fui a mi casa. Hacía un mes que no la pisaba. Y ahora, dejame de hacer preguntas esotéricas”. “Rosanroll”, 22 años, dice: “Soy técnico en sonidos, llevo los instrumentos de Manal, “Litto” y Almendra, y por ese trabajo me tiran unos pesos. Mi casa está cerca pero no te voy a decir dónde. Antes íbamos siempre al departamento de la hija de un alto funcionario del gobierno y allí estábamos tranquilos: la barra se reunía, tocábamos las guitarras, fumábamos y nos bañábamos y dejábamos nuestras ropas por otras más limpias. Pero los viejos se enteraron y nos cortaron los víveres. Creían que éramos mala gente. En realidad no molestábamos a nadie. ¿Vos no tenés un departamento grande para hacer lo mismo?”. “Brian”, 19 años, explica: “Uso barba, pero a los “hombres azules” (policías) lo que les preocupa son los pelos largos, así que me los corté y pasé automáticamente a ser un legal ciudadano –ríe–. ¿Te gusta mi remera? Me la bordó –“Suani”; me hizo un conejito como el que vi los otros días en una fiesta, con las orejas verdes y el corazón lleno de mariposas. ¿No es hermoso? Escuchame: ¿me salís de garante para un sándwich?”. Tengo el pelo largo porque me gusta. No soy hippie, hago lo que quiero, no pienso nunca trabajar 8 horas diarias en una oficina como un burgués –señala “Cuervo”, 23 años, que en Brasil formó con Miguel Abuelo el conjunto Los Colectiveros del Nirvana; casi siempre nómade, a veces vive en casa del abuelo–. Nunca sé dónde voy a caer al final de la noche: giro en colectivos o intento conseguir las direcciones de algunas fiestas. Pero todo esto, ¿a qué viene? Callate un rato y escuchemos a Manal. Es bárbaro este Alejo (Medina). ¡Cómo zapa el bajo”.
“Actemín”, 24 años, es otro de los náufragos claves de La Maraña; su seudónimo, obviamente, deriva del hábito que tuvo en otros tiempos de ingerir determinadas píldoras. Una vez que estaba tocando con su guitarra, sufrió una descarga eléctrica, y desde entonces va a todas las partes con su guitarra, pero nunca la conecta, e interpreta en silencio, sólo para él, temas que nadie ha escuchado. ”Los hombres azules son los que impiden en el mundo el libre albedrío”, señala, y agrega: “No quiero hablar ahora. Dejame entrar al bar Baro, a ver si veo gente”. Entró, miró y volvió decepcionado, porque no había encontrado a ninguno de sus amigos, sólo personas desconocidas, respetables, con traje y corbata y vestidos a la moda. Y dijo: “Hoy se dio la mano turística. Chau, me borro”.
Reventar
“¿Vos qué preferís ser: un sapito feliz que come bichitos en el jardín o un equilibrista a las 10 mil metros de altura?” Así plantea la diferencia que abisma dos mundos el escritor Sergio “Yeti” Mulet, parte esencial de la “maraña”. Por un lado el de las buenas costumbres, encarnado por quienes se integran al sistema y aceptan las satisfacciones que depara el statu quo, el que protagonizan los rebeldes, a quienes llama “reventados”: personas arrasadas por una rebelión constante que no puede dejar de ser individual, solitaria. Pero él no se considera hippie y opina que en toda la Argentina no existe ninguno. “Hippies aquí no hay; si llegás milagrosamente a conocer uno no te olvides de presentármelo. Lo que hay aquí son reventados; reventados porque no pueden luchar con los de afuera, la lucha es muy despareja. Deseamos un mundo diferente, queremos destruir todo lo que existe porque es sucio, pero todavía no sabemos bien con qué reemplazarlo. Triste, ¿no? Los reventados no tienen ideas políticas, no quieren a China porque China es Mao, y lo que les interesa es ser ellos mismos. En cambio, aman al “Che”. Porque el “Che” lo que quería era cambiar al hombre. A través de la historia de la civilización se demostró que no hay cambios posibles en la especie, no apareció el hombre de cuatro brazos, ni con dos sexos. Ojalá, por lo menos, podamos cambiar la mente del hombre. Pero es una lucha muy despareja. Por eso somos reventados”.
Orgullosos de su actitud, despreciativos (generalmente) hacia quienes no comparten su forma de vida, descastados que intentan inventar una nueva casta, los náufragos, reventados o hippies argentinos son una minoría que crece día a día. Lo que los diferencia fundamentalmente de los hippies norteamericanos o europeos es que no intentan fundar comunidades: no tienen ningún interés en el orden social, son solitarios unidos exclusivamente por un sentimiento de hermandad. Concretamente, son hermanos solitarios que urden secretas complicidades que los de afuera no pueden comprender. Alrededor de ellos, en sus inmediaciones, se mueve un gran aparato: el que promueven los conciertos beat y las revistas especializadas, como Pinup, Mandica, Underground Herald, Cronopios, La Bella gente, Alquitrán. Pero el esplendor de la ropa hippie y otros fulgores nada tienen que ver con ellos. Los náufragos transcurren secretamente y todo náufrago sabe-: entonces, se trata de ir a la deriva en silencio, en forma apenas perceptible. Quienes lo logran, arriban, como “Tango” o “Actemín”, a otra galaxia, consiguen lo que se habían propuesto: romper con la sociedad en que les tocó vivir.