Fuente: Felipe Pigna, 1810. La otra historia de nuestra Revolución fundadora, adaptado para El Historiador, Buenos Aires, Planeta, 2010.
La llamada “pureza de sangre” o “de linaje”, traída de la España medieval, era un requisito para ser reconocido como “vecino” de una ciudad, es decir, súbdito con derecho a participar del Cabildo, y para aspirar a cualquier derecho o prerrogativa que se consideraba “merced” de la corona: ingresar como oficial en las fuerzas armadas, estudiar en las universidades y ejercer sus títulos habilitantes, ser funcionario de la administración real, practicar como sacerdote o ingresar en ciertas órdenes religiosas, entre muchos otros.
Muchos argentinos nos criamos con una imagen un poco cambiada de lo que era un criollo en tiempos coloniales. Una prueba está en que usamos ese adjetivo para referirnos a buena parte de nuestro acervo musical folclórico, como las zambas y las milongas o el, para nosotros, “criollísimo” malambo. Pero como bien afirmaba Chabuca Granda, lo que nosotros tenemos por “música criolla”, en otros lugares de América es simplemente “música de negros”. En nuestro imaginario, los rioplatenses identificamos lo criollo con el “gaucho” y su “china”, cuando esos pobladores rurales eran, en la inmensa mayoría de los casos, miembros de las llamadas “castas”. El “mérito” de esta imagen corresponde, en parte, a los cambios que trajo aparejada la Revolución de Mayo y, en otra buena medida, a los autores que, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, crearon el mito de una “Argentina criolla” más o menos homogénea culturalmente, que contraponían a la “invasión gringa” de la inmigración masiva, el gaucho noble y obediente al patrón frente al inmigrante inmoral y con ideas “extrañas”.
Esta imagen nos dificulta entender que, cuando hablamos de criollos, en 1810, nos estamos refiriendo a una parte de la elite “blanca”, propietaria de tierras, negocios y esclavos, que obtenía títulos universitarios y puestos en la administración pública y que con sus parientes peninsulares compartía (y disputaba) las prerrogativas propias del sector más privilegiado de la sociedad. Recordemos que si bien los más ricos comerciantes monopolistas de entonces, como Martín de Álzaga o José Martínez de Hoz, eran nacidos en la Península, sus hijos eran criollos y continuaron, junto con el apellido, una posición económica y social igualmente destacada. En sentido inverso, criollos como Juan Martín de Pueyrredón o Manuel Belgrano, hijos de europeos, pertenecían a estos sectores encumbrados de la sociedad.
Al menos desde el Facundo de Sarmiento, publicado por primera vez en 1845 en Chile, se hizo lugar común la idea de considerar gaucho a todo miembro de la población rural en vastas zonas del territorio rioplatense. Buena parte de la historiografía tradicional se hizo eco de esa imagen, ni qué decir de la literatura “criollista” y “gauchesca”. Tal vez por pura reacción, desde hace ya unas cuantas décadas, otra parte considerable de la historiografía especializada en temas rurales ha reducido la presencia del gaucho a una ínfima expresión, al punto de que cabría preguntarse si alguna vez hubo alguno.
En parte, el problema surge de que “gaucho” fue, hasta finales del siglo XIX, un término despectivo, aplicable por igual a lo que las leyes consideraban “vago y mal entretenido” y a quien, a los ojos de quien lanzase el insulto, resultase “tosco, ignorante, bruto”. Sin embargo, y como sugiere su etimología más probable,1 inicialmente el nombre se les daba a los peones que, montados a caballo, desjarretaban el ganado para faenarlo, práctica que venía desde los tiempos de las vaquerías (cacerías de ganado cimarrón o salvaje) y que continuó cuando los rodeos se aquerenciaron en las estancias. Por extensión, se llamó así a quienes obtenían conchabos temporarios en las tareas rurales y, se suponía, el resto del tiempo lo pasaban merodeando, cuatrereando ganado suelto para alimentarse, o en una especie de idílico dolce far niente de las pampas.
La realidad era un poco más compleja, como de costumbre. Un primer dato es que, hacia 1810, buena parte de la peonada que contrataban las estancias y las chacras en temporadas de gran demanda de “mano de obra” (de primavera a fin del verano), no pasaba el resto del año “al raso” o en ranchos en algún rincón perdido de la pampa, sino en ciudades y núcleos poblados, buscando changas que le permitieran sobrevivir, como peones de albañil o de pintor, porteadores o changarines en la carga y descarga de buques y los mil oficios del “rebusque”.
Muchos de esos “gauchos”, en realidad, formaban parte de la “chusma” o “populacho” que habitaba las “orillas” de las poblaciones. Otros, a veces también tildados de “gauchos”, eran pobladores rurales permanentes o semipermanentes, como puesteros o peones “allegados” a los puestos de estancias, a lo que hay que agregar a la peonada del propio casco de la hacienda, que rara vez tenía ocupación permanente.
Cuando no se conseguía trabajo, las alternativas eran, inevitablemente, practicar pequeños robos, cuatrerear por cuenta de algún hacendado, pulpero o funcionario no muy legalista o carnear sin permiso alguna vaca perdida. Por lo general, y como suele ocurrir cuando se trata de reconstruir la historia de los sectores populares, son estos “gauchos” los que aparecen más “documentados” en los archivos, en los expedientes policiales y penales. Lo que, como todos sabemos a esta altura, no quiere decir que fuesen la mayoría.
Finalmente, hay que insistir en que ese “gauchaje”, al que la literatura considerará el arquetipo de “lo criollo”, estaba formado en su gran mayoría por personas que, en el no tan casto “régimen de castas” colonial, entraban en las categorías de mestizos, zambos, pardos y mulatos.
Referencias:
1 Gaucho (en portugués, pronunciado gaúsho) provendría del portugués garrucho, apodo dado por el uso de una garrucha (garrocha) con un elemento afilado en la punta, con el que se cortaban los tendones de las patas del animal para tumbarlo y poderlo faenar.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar