Entrevista a Juan Domingo Perón (Siete Días)


Autor: Alberto Agostinelli. Revista SIETE DÍAS , diciembre de 1968.

Cumplidos trece años en el exilio, el ex presidente comienza a ser un misterio, un ente nebuloso para las jóvenes generaciones de argentinos. Para desentrañarlo, un redactor de Siete Días(Alberto Agostinelli) tuvo acceso a su refugio en la Puerta de Hierro: por primera vez Perón concede una entrevista basada en el exclusivo propósito de trazar un cuadro de su vida doméstica. El informe que sigue es el resultado de esa inspección: el desterrado habla de sus gustos, su conversión a la filosofía yoga, su estrategia para mantenerse lozano y dicharachero a los 73 años. Por supuesto, opina sobre Juan Carlos Onganía, las Fuerzas Armadas, los sindicatos y su propio papel en el proceso político nacional.

Luego de detener un taxi en el corazón de Madrid, el turista preguntó al chofer: “¿Cuánto me costaría viajar a los lugares históricos más próximos?” “No mucho. Verá usted… -respondió el taxista, mientras sacaba su libreta-. Al Museo del Prado lo llevo por unas 28 pesetas, al Escorial por 500 y… disculpe: usted es argentino, ¿verdad?” Después del sí, el chofer cerró la libreta y murmuró-: “También puedo llevarlo hasta la residencia de Perón, dar dos vueltas a la manzana, lentamente, para que usted tome fotografías, y traerlo de nuevo aquí por sólo 400 pesetas”. “Pero 400 pesetas vienen a ser unos 2.500 pesos argentinos. ¡Es una barbaridad!”, protestó el turista. “No crea. Tengo el plano exacto del lugar y soy amigote de los policías que vigilan la entrada. De modo que podrá sacar fotografías del exterior sin ser molestado.”

Subrepticiamente, el chofer intentaba burlar al desprevenido extranjero. Su oferta no era tan ventajosa como pretendía: tres de cada cinco taxistas madrileños están en condiciones de prestar el mismo servicio por la mitad de precio. Es que, desde hace unos cinco días, el chalet que habita Juan Domingo Perón en el suburbio de Puerta de Hierro (una zona equiparable a la de Acassuso en Buenos Aires) ha ingresado tácitamente a la Guía Turística de Madrid y alrededores.

En sólo 15 minutos, un automóvil puede cubrir la distancia que separa la Puerta del Sol, en pleno centro madrileño, del apacible y custodiado refugio que el ex presidente construyó hace ocho años. «Y eso de construir no es solamente una palabra -aclara el general-. Yo elegí el terreno, compré los árboles (porque aquí el verano no es tan fresco como en Olivos, ¿sabe usted?), boceté el tipo de casa que quería y terminé decorándola a piacere, como dicen los italianos».

Hasta el día de su mudanza, Perón alquiló a 20 mil pesetas mensuales un suntuoso departamento en Madrid. «Pero era tonto y peligrosos continuar viviendo allí -reflexiona-. Tonto, porque me sentía encarcelado en un calabozo de lujo. Peligroso, porque por esa canaleta se me escurría toda la plata». Con este razonamiento y un millón de pesetas en la mano, Perón concretó lo que él denomina con orgullo «el mejor y único negocio de mi vida». Hay quienes no creen que haya sido el único y tampoco el mejor. Lo cierto es que, según la aritmética del general, «luego de ocho años cuadrupliqué la inversión».

TENER Y NO TENER

Muchos argentinos suponen que Perón habita un palacete descomunal en la mejor zona de Madrid y que dedica la mayor parte del día a contabilizar las ganancias que le brindan sus inconfesables negocios. Algo de eso es cierto. La hectárea que abarca su residencia limita con la del embajador de Japón y con los dominios de dos millonarios españoles. A pocos metros de su quinta corre la carretera que conduce a El Pardo, donde consume sus días el otoñal caudillo Francisco Franco. «La zona es aristocrática, no lo voy a negar -reconoce el general-. Pero mi casa no tiene nada que ver con todo esto: es más modesta que la que poseen muchos industriales argentinos de medio pelo en Florida, Martínez o La Lucila. Cualquiera puede comprobar con sus propios ojos que no me estoy haciendo el farolero.

Para certificar su afirmación, Perón recorre la planta baja del chalet. «Está es mi base de operaciones: un escritorio chiquito y austero, cuyo único detalle fastuoso parecería ser esta pared de madera. Pero no se ilusione y observe -presiona con su mano la superficie y la pared se comba-. La hice construir con una laminita de aglomerado. Picardía criolla: poca plata y mucha pinta…».

Un pequeño living, un comedor y un salón completan el escenario de recepciones donde el general recibe a sus visitantes, «cuando éstos vienen en tropel», como él mismo especifica. La planta baja comprende, además, una cocina sencilla, una habitación para la cocinera y otra para dos domésticas (las tres españolas). «Como puede advertirse -acota Perón con una sonrisa-, es una casa justicialista del portón al balcón, del balcón al sillón… como diría esa chica María Elena Walsh; la misma que grabó el tango El 45. Ese que dice: “¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos, cuando el que te dije salía al balcón? ¡Qué bárbaros! Comenzaron a meterme hasta en la música pop…».

El general festeja ruidosamente cada una de sus humoradas. La risa es uno de los ingredientes que mejor dosifica en el diálogo: no transcurren más de tres minutos sin que, por una razón u otra, no sonría o suelte una de sus sonoras carcajadas. Si no tropieza con la situación o con la broma que justifiquen su hilaridad, las inventa.

La planta alta del chalet comprende tres pequeñas suites, un dormitorio, vestuario y baño. «Una la ocupo yo, otra mi señora y la tercera está reservada a huéspedes circunstanciales -detalla-. Como podrá sospechar, está siempre ocupada: los argentinos no me dejan vivir en paz».

Cuando Perón insiste en afirmar que su residencia no posee más de lo indispensable, que no tiene tesoros ocultos y que no se vale de esa circunstancia para jugar un rol de «espartano o jesuita», no exagera. Cualquier argentino que visite su residencia experimentará una extraña sensación: le resultará demasiado modesta para servir de refugio a un presidente que, según coinciden las versiones más controvertidas, no huyó de la Argentina con los bolsillos vacíos. Es más: hay quienes se preguntan si no estarán agotadas las arcas del general. Algunos acreditados periodistas españoles ensayaron una interpretación bastante plausible del problema: «Perón no tiene libertad económica -manifestó a Siete Días uno de los directivos de Nuevo Diario, de Madrid-. Jorge Antonio le suministra mensualmente una suerte de sueldo o pensión con lo que el general hace frente a sus necesidades de ese período».

Un periodista del difundido ABC amplió el panorama: «En Madrid se comenta que Perón es copropietario de las gigantescas Galerías Preciado, un supermarket de la capital. Su socia, se dice, sería la esposa de Franco. Es un rumor tan absurdo como sospechar que el ex presidente argentino ha montado una fábrica de perfumes con De Gaulle. La única propiedad del general, además de su residencia, es el hotel El Pez Espada, de Torremolinos, una zona que, en los últimos años, se convirtió en el boom turístico de España. Pero también ese hotel es administrado por Jorge Antonio. Un personaje indefinido que controla cada segundo de la vida del general».

El general, por su parte, no se esfuerza demasiado en desmentir o discutir las hipótesis urdidas en torno a su solidez financiera. Se considera «feliz» en la situación en que se encuentra, rodeado por cinco personas que atienden cada uno de sus reclamos, junto a sus infaltables perritas caniche (Puchi y Kimona) y a los veinte canarios que, desde el jaulón ubicado en la cocina, alborotan la mansión. Cuando alguien que recorrió toda la residencia termina el circuito preguntándole a Juan Perón cuántas obras de arte existen en la casa, el general no vacila en responder: «Una sola, yo…».

LOS DÍAS DEL GENERAL

Todas las mañanas, desde hace varios años, una silueta solitaria transita las callejuelas de Puerta de Hierro. Camina, trota, pega saltitos y hace gimnasia como un boxeador que se adiestra para un combate decisivo. En un comienzo, los habitantes de la zona (poco dispuestos a madrugar) se alarmaron por la exótica manía del intruso. Pero, poco a poco, fueron perdiendo el temor y terminaron por acostumbrarse a sus atléticas incursiones. El tesonero gimnasta se llama Juan Perón y de esa manera inaugura cada uno de sus días en España.

«Toda mi vida he sostenido que el sol ha sido creado para servir de despertador a la humanidad -profetiza-. Los que viven por aquí no me hacen caso, pero yo insisto. Durante el verano, me levanto a las cinco; en invierno, a las siete. Desayuno, como todo buen mortal, y salgo a hacer footing. Cuando estoy en Puerta de Hierro acostumbro recorrer alrededor de cinco kilómetros. Cuando me voy de paseo a otra ciudad (Málaga, generalmente) para que los argentinos me dejen unas horas tranquilo, camino un poco más: de ocho a nueve kilómetros».

En todo ese trayecto J.P. piensa. Asegura que la caminata aclara notablemente sus ideas. Durante la hora y media que suele insumir esa práctica matinal, el general complementa el esfuerzo físico con saludables ejercicios respiratorios. «Conozco a fondo todos los secretos del footing, pues he sido profesor de gimnasia durante mucho tiempo», recuerda.

A las siete o a las nueve de la mañana, según la estación, Perón vuelve a casa. No siempre lo hace solo. Por más encumbrados que sean los extranjeros que lo visitan a la hora de su caminata, el general no la interrumpe. Por el contrario, se lleva al huésped -sea quien fuere- a recorrer el circuito. Perón, como césar, puede realizar varias cosas simultáneamente: trotar y conversar, saltar y discutir, caminar y contar chistes. No todos los atribulados visitantes que lo acompañaron por las calles de Puerta de Hierro soportaron con estoicidad la experiencia. Diego Ventura, un reportero español que lo visitó hace unos meses y que soportó un footing forzoso, necesitó 10 minutos de reposo antes de comenzar a fotografiar al general.

Luego de la caminata, J.P. se administra cinco o seis mates amargos para comenzar a trabajar con buena disposición. «Comenzar a trabajar equivale a sentarme al escritorio -advierte-. Cinco de los siete días de la semana debo aplazar mis obligaciones para recibir a los argentinos. Ayer, por ejemplo, vinieron a verme más de cien personas. Si la cosa sigue así tendré que recurrir a las audiencias públicas, como el Vaticano…».

Los salvoconductos más efectivos para entrevistar a Perón suelen tramitarse en una lujosa mansión de la avenida Castellana, en Madrid, donde tiene su oficina Jorge Antonio. También dieron buenos resultados las cartas de presentación que hasta el pasado 20 de noviembre (día de su muerte) firmaba Jerónimo Remorino, delegado personal del general en la Argentina.

«Hay un tipo particular de visitante que me causa gracia -comenta Perón-. Luego que mi secretario, José López Rega, les informa que no tengo tiempo para recibirlos, se toman la cabeza y recitan un versito que conozco de memoria: “¡Pero es una barbaridad!”, protestan. Dicen haber viajado 15 mil kilómetros para verme, que patatín y que patatán. López Rega me transmite la queja y yo le pido que averigüe concretamente cuál es la razón de la razón de la visita. Habitualmente, aseguran que desean conversan conmigo para aclarar tal o cual punto de vista ideológico… ¡Mentira! Esos no se gastan tanta plata por razones de compromiso histórico: hacen turismo, y de paso… cañazo. No vienen a verme a mí, vienen a ver al ‘fenómeno’«.

HORMONAS PARA EL GENERAL

López Rega, además de secretario, hace las veces de maître personal de J.P. Él es quien le anuncia que «el bifecito se pasa» cuando los visitantes se empeñan en llevar la entrevista más allá del mediodía.

Los almuerzos de Perón son, generalmente, bastante frugales: «Carne asada, ensaladas, verduras… En fin, un menú que no altere su presión normal», informa López Rega. La dieta tampoco debe conspirar contra el sueño del general: la siesta es, para Perón, una obligación casi litúrgica. «Es verdad -reconoce el líder-. Tengo la costumbre de dormir una hora todas las tardes, pero me gusta hacer del día dos mañanas. Cuando me levanto, siempre tengo algo que hacer aquí o afuera. Como dicen los médicos, un trabajo endógeno y otro exógeno…».

Entre los trabajos endógenos de J.P. gozan de prioridad las clases de esgrima que le prodiga a Isabel Martínez, su esposa. «Son sesiones breves, de una hora de duración -aclara-. Isabel ha progresado notablemente en los últimos tiempos. También practico esquí y equitación, pero en dosis reducidas. Sigo al pie de la letra de un gerontólogo chileno amigo mío: “No realice ningún esfuerzo físico que le provoque dolores al día siguiente”, me dijo hace algún tiempo. Como podrá imaginar tuve que renunciar a muchas pasiones juveniles… Es difícil olvidar que uno ha sido boxeador, futbolista, rugbier, polista, jugador de básquet y maestro esquiador. De todas maneras, reconozco que esa experiencia me permite sobrellevar mis años de un modo bastante envidiable».

Perón no bromea cuando se refiere a su buena salud. A los 73 años, no sólo conserva una claridad intelectual sorprendente y un buen humor inagotable, sino que, además, su aspecto físico corresponde perfectamente al de un hombre 15 años más joven. «Mi receta es muy simple -confiesa-. Ciento cinco miligramos de hormona de potro todas las semanas. Yo no me tiño el cabello, ¿Sabe usted? Esa fórmula sirve para todo…».

J.P. asegura que jamás concurre al consultorio de su médico, el doctor madrileño Florez Tascón. «Es él quien viene a visitarme de tanto en tanto. Se toma unos mates, conversa, y de paso me controla la presión. Cuando comprueba que está un poco alta, eleva la cifra para que yo me asuste… Me hago el asustado y él me receta unos remedios. Yo acepto lo que dice: el hombre es médico y tiene que vivir de su profesión. Voy a la botica y compro los medicamentos, porque el farmacéutico tiene que vivir de eso. Cuando llego a casa tiro los paquetes a la basura, porque yo también tengo que vivir, ¡Qué embromar! … Con este método he conseguido algo que me hace recordar aquellos viejos colectivos que circulaban por la avenida Rivadavia de Buenos Aires, en mis años mozos. Eran unos trastos viejísimos que echaban humo por el radiador, producían un ruido espeluznante al caminar, se sacudían para todos lados y, cuando frenaban, podía oírse una sinfonía horripilante. Esos colectivos llevaban, en la parte delantera, un cartel que advertía: “Hasta Corro”A mí me pasa lo mismo».

Las pocas tardes que el general no debe atender visitas, aprovecha para pasear por las calles de Madrid. Llama a sus dos guardaespaldas («que ya son justicialistas», bromea), aborda su Mercedes Benz 300 S («Un coche barato en España», aclara) y se dirige hacia alguna de las confiterías California, en el centro de la ciudad. «Son las mejores que hay España. Los cafés tradicionales que nombraba Hemingway en sus libros han ido desapareciendo poco a poco. Hay pocos lugares agradables donde se pueda pasar el rato charlando de cosas intrascendentes (las cosas serias las digo en casa). Madrid ya no es más la ciudad que era en 1940, cuando tenía 800 mil habitantes. Ahora cuenta con tres millones de ciudadanos que viven como piojos en costura».

La mayor parte de los madrileños consultados por Siete Días coincidieron en señalar que, prácticamente, nunca han visto a Perón en compañía de su esposa. Manuel Bueno, secretario de redacción de Nuevo Diario, informó: «El 26 de julio (aniversario de la muerte de Eva Duarte) es uno de los pocos días del año en que el general aparece junto a Isabel Martínez. La pareja concurre a la misa que para esa fecha se oficia en la iglesia de San Jerónimo, en Madrid. Es una ceremonia impresionante por la cantidad de personas que asisten a ella. Los españoles no olvidarán jamás que Evita regaló trigo a este país durante la crisis desencadenada por la Segunda Guerra Mundial».

Perón no abunda en comentarios sobre su actual esposa. En una de las pocas oportunidades que la nombró frente a Siete Días fue para referirse a una de las funciones que I.M. cumple en la casa. «Ella se encarga de leer y responder las cincuenta cartas promedio que recibo diariamente».

Cuando no sale de paseo ni tiene que atender visitas, el general trabaja hasta la hora de la cena. Si no tiene nada urgente que resolver o, simplemente, desgano para resolverlo, se dedica a matear y escuchar discos. «Soy un discómano de primera línea -se enorgullece-. Me gusta todo tipo de música, hasta la ye-ye».

-¿Le gustan Los Beatles?…

-No, ¡Por favor! -se horroriza-. Me gustan las chicas, las chicas… ¡Cómo me van a gustar esos espantosos melenudos! Justamente, me acaban de contar un chiste bárbaro. Escuche. Se trata de uno de esos hippies españoles, con melena de profeta, barba de guerrillero y un tufillo insoportable, que viaja en el tren que va a la ciudad de León. A mitad de camino, el hippie le pregunta al guarda: “Dígame, señor, ¿me falta mucho para León?” El guarda lo mira de arriba abajo y le responde: “Pues, hijo mío, creo que sólo el rabo…”. ¿No es buenísimo? ¡Cómo me van a gustar esos pichones de trogloditas!»

AL CALOR DE LA NOCHE

Habitualmente, Perón acostumbra mirar algunos telenoticiosos antes de sentarse a la mesa para cenar. «Son los únicos programas de TV que puedo soportar -critica-. El resto es un “rollo”, como llaman los españoles a algo largo y estéril».

Algunas noches, el general viola las fronteras de su régimen normal, consumando peligrosas incursiones por la cocina española o italiana. «Uno o dos lunes de cada mes me hago una corrida hasta la Gran Tasca de Manolo, en Ballesta número uno, de Madrid -confiesa-. Allí me castigo con uno de los pucheros, o cocidos, como los llaman aquí, más escandalosos que puedan comerse sobre la Tierra. Fíjese si no es para morirse: le traen a la mesa una fuente así de grande -J.P. abre los brazos como para saludar a un correligionario-, llena de carne de vaca, de gallina, de cerdo… Con esos chorizos que parecen cartuchos de gelinita y una morcillas de la misma especie. ¡Para qué le voy a contar! Hay que probarlo. Ustedes, en la Argentina, tienen el restaurante Tropezón, que yo frecuentaba luego de salir de los cabarets… cuando era muchacho, por supuesto. Pero le aseguro que lo que sirven allí parece un juego de niños al lado de esto. Manolo debe almacenar los condimentos en una santabárbara: sus pucheros tienen más explosivos que los que se utilizan en un golpe de Estado. Claro que los que él prepara pueden digerirse sin dificultad…».

Hay noches en las que Perón decide correr aventuras pantagruélicas en su propia casa. Para ello se pone de acuerdo con la cocinera y le detalla cuidadosamente su plato preferido: «Los fettuccinos al doppio burro, como lo sirven en la cantina de Alfredo, en Roma».

Luego de una experiencia tan opípara es improbable que el general vaya a otro sitio que no sea la cama. Pero no siempre la jornada de J.P. culmina en una lánguida digestión. «A veces, luego de una cena livianita, me voy al cine -informa-. No es muy frecuente, pero de tanto en tanto me gusta estar sentado una hora frente a la pantalla y ver desfilar algo intrascendente. Detesto pensar dentro del cine: pienso tanto fuera de allí que no vale la pena repetir la hazaña. Por eso me apasionan las películas de vaqueros o pistoleros. Esas en las que mueren todos, como por ejemplo, El feo, el malo y el bueno. ¡Qué película! No queda una sola persona viva… Claro que como es ficción uno puede irse con la conciencia tranquila».

Las noches que Perón tiene ganas de pensar («la mayoría», advierte) se dedica a leer. «Me gusta leer en la cama; no hay otro sitio más tranquilo para hacerlo. Normalmente, me acuesto a las diez y me quedo leyendo hasta la una o dos de la madrugada. En realidad, yo no leo ningún libro: los estudio. Actualmente estoy por finalizar Hacia un mundo mejor, de Robert Kennedy, donde pude comprobar con asombro que todavía quedan algunos norteamericanos decentes».

El 90 por ciento de los libros que descansan en la biblioteca de J.P. son ensayos sociopolíticos, preferentemente editados en Francia. «Como yo entiendo perfectamente el francés aprovecho para adquirir ediciones de ese país. A mi entender, son las mejores de cuantas puedan adquirirse en plaza».

A la una de la madrugada, Perón apaga la lamparilla de su velador. En ese momento acomete una de las experiencias que más lo enorgullecen: dormir mediante el método yoga. «El primer paso -explica- consiste en concentrar la atención sobre los dedos de los pies. Inmediatamente, hay que comenzar a actuar con la mente sobre los músculos lisos, esos que no se pueden controlar voluntariamente. Cuando el primer objetivo está logrado hay que ir ascendiendo lentamente hasta llegar a la cabeza, que es el último paso para conciliar el sueño. Yo no necesitó ir tan arriba: a los tres minutos de estar en la cama, siento que no tengo más piernas, y apenas llego con mi acción mental a la cintura, ya estoy roncando. Normalmente duermo unas seis horas: los viejos no necesitamos más…».

Además de anunciar que está llegando al faquirismo, el general asegura que poner la mente en blanco en cualquier momento y que es capaz de dormir, por lo menos cinco minutos, en el instante más desesperado. También sostiene que la imaginación de los hombres es el mecanismo que más conspira contra el sueño. Él no escapa de ese asedio.

-¿Qué cosas imagina, general, que le impidan dormir?
-Todas las que se extienden desde el macrocosmos hasta el microcosmos. Elija allí dentro la que prefiera.
-Elijo las que están en el medio.
-¡Ah, muy bien! En el medio está la Argentina.

EL EXILIO Y EL REINO                                               

Cuando Perón analiza la realidad argentina apela a ciertas imágenes propias de una ensoñación. «A nuestro país le ha pasado lo que a muchos barcos que navegan en la serenidad hasta que se topan con una ola gigante -compara-. En lugar de “montarla”, como dicen los marineros, se van de ojo”. Es decir, sufren una inmersión violenta, hasta que chocan con un bajo fondo y retornan a la superficie. Si no existe bajo fondo, el barco está inexorablemente condenado. A la Argentina le pasó lo mismo: se fue de ojo. Pero creo que está a punto de tocar fondo en todos los niveles… Luego del choque volverá a flotar. El choque no tardará mucho en producirse».

El general no aclara a qué tipo de colisión se refiere. Indudablemente, una de las partes que la protagonizaría sería el gobierno. Pero no precisa si la otra estaría integrada por algunos sectores de las Fuerzas Armadas, de los sindicatos, del estudiantado, del clero. O si consistiría en un frente opositor que agrupara a varios de aquellos. Tampoco establece con claridad qué rol jugaría el justicialismo dentro de ese esquema.

Al requerirle su opinión sobre la aparente beatitud que exhibieron las autoridades argentinas frente a ciertas manifestaciones peronistas (el 8 de octubre pasado permitieron la realización de un congreso en dependencias del club Harrods, en el, en el barrio de Belgrano. Cuatro días después, la Policía Federal persiguió al grupo de radicales que realizaba un homenaje a Hipólito Yrigoyen), y a la sostenida versión de que el gobierno nacional estaría ultimando los preparativos para reunirse con él en Bonn, Alemania Occidental, J.P. se escapa por la tangente. «Algo debe estar pasando -murmura-. Casi todos los gobiernos que han pasado por la Argentina han venido a verme cuando estaban perdidos. Si las actuales autoridades piensan hacer lo mismo, es cosa de ellos. Yo no he patrocinado ningún contacto. Además, no hay que olvidar lo que dice Martín Fierro: ‘Cuando uno está perdido, no lo salvan ni los santos…’».

Al referirse a los grupos que podrían promover cambios estructurales en la Argentina, Perón se muestra un poco menos elusivo que frente a otras cuestiones. «Es improbable que las Fuerzas Armadas de nuestro país salgan a la calle para defender un objetivo nacional -sospecha-. Ellos siguen una táctica común al cipayismo de todo el continente: atomizar las fuerzas políticas para que, cuando no queden grupos cívicos que puedan sacar la cara por el país, surjan como la única fuerza organizada y en condiciones de asumir el gobierno. No es difícil comprender cuáles son los intereses que defienden las FF.AA. argentinas: está el Fondo Monetario Internacional en la Casa de Gobierno; en el primer piso del ministerio de Ejército hay un cartel que reza United States of America, ARMY”; están los “boinas verdes” en el norte; están todas las comisiones de asesoramiento… mientras los argentinos no les corten el pasmo al imperialismo, ninguno de los problemas nacionales hallará solución. Es lo mismo que le está sucediendo a Brasil, Panamá, Guatemala, Bolivia…».

Los guerrilleros capturados hace pocos meses por la policía tucumana en la localidad de Taco Ralo, no sólo se autocalificaron peronistas sino que, además, aseguraron que uno de sus objetivos era «combatir a los secuaces del imperialismo en el país». Cuando al general le nombran la palabra guerrilla se convierte en un profesor de dribbling. «Yo no digo que esa técnica sea impracticable en nuestro territorio o que carezca de efectividad -se escuda-. Es una de las 50 mil formas de tomar el poder. En la Argentina su éxito depende de la habilidad con que se la lleva a cabo. Con respecto a los guerrilleros de Taco Ralo, sólo puede decir que no los conozco. No sé si son más o menos peronistas que otros compañeros que no han encarado la lucha armada. Hoy en día hay tantos peronistas que sería muy audaz ensayar una crítica sobre desconocidos…».

LOS SINDICATOS Y LAS TRENZAS

El general machaca constantemente que «hay muchos especuladores que juegan con la camiseta de Perón mientras les conviene». Uno de los terrenos más frecuentados por ese tipo de aventureros es, según estima J.P., el de los sindicatos. «Los dirigentes, en particular, son quienes más padecen esta epidemia: luchan toda la vida por una causa hasta que prueban el almíbar del poder, del auto en la puerta, de un buen sueldo, tal vez de una secretaria buena moza. Entonces comprenden que para gozar de mayor predicamento deben unirse a otros colegas, formar trenzas. Así se produce el divisionismo. Actualmente, en la Argentina, tenemos al gremio de los Independientes: una trenza; dentro de ellos, a Luz y Fuerza: otra trenza. Está la CGT de Azopardo: una trenza; la de Paseo Colón: otra…».

Según asegura Perón, ninguna de estas fracciones interpreta su pensamiento. Para él, toda posibilidad en el campo sindical depende de la organización y la unidad. «Todo eso es peronismo -sentencia-. Por supuesto que a mí, dentro de la acción táctico-política me conviene tener un ala combatiente y otra complaciente, pero no tantas. De cualquier modo, eso no interesa. Nada de eso está improvisado. Es parte de una experiencia, una larga experiencia de 25 años».

Tampoco parece preocuparle demasiado que el justicialismo («un movimiento nacional que aglutina por igual a oligarcas y obreros», según su propia definición) padezca la misma dispersión que sufren muchos partidos políticos tradicionales. «Mientras el peronismo siga siendo la única fuerza realmente organizada del país, ese detalle carecerá de importancia».

Según interpreta Perón, la izquierda argentina no está tan condenada como muchos sostienen. «El hecho de que ese grupo no esté tan bien estructurado como el nuestro no impide que justicialistas y marxistas podamos trabajar unidos -adelanta-. Estamos dispuestos a pelear junto a ellos, siempre y cuando no sean participes del imperialismo soviético. Este y el americano se están pudriendo sin remedio. ¿Usted se cree, acaso, que el comunismo ruso conserva actualmente la virilidad y la potencia de su etapa inicial? Ellos ya no luchan por la revolución, sino por mantener lo que tienen. En dos palabras, son conservadores. A pesar de las diferencias ideológicas que nos separan de los chinos, siento que ellos están mucho más cerca de nuestro pensamiento. Además, Pekín nos respeta como movimiento revolucionario…».

La palabra revolución juguetea constantemente en las frases de Perón. En el mundo actual son revolucionarios los chinos, los norvietnamitas, los universitarios. «Hace unos meses -recuerda-, me dijeron que los estudiantes franceses habían incendiado la Sorbona. ¡Qué bien!, -contesté-. ¡Pero cómo, general! -me censuraron-. ¡Sí, señor, ¡Qué bien!, -respondí-. Cuanto más poder tiene una universidad, más conservadora es, más defiende esquemas perimidos. Hay que quemar de una vez por todas todo eso y construir algo nuevo».

-¿Los estudiantes argentinos pueden construir algo nuevo?
-Objetivos no les deben faltar -juguetea Perón-. Pero no podemos considerar a la universidad como un compartimiento estanco de la comunidad. Si ésta no está politizada o muestra una apatía brutal hacia las cuestiones de esa índole, la universidad padecerá los mismos males. Además, no hay que olvidar que la última intervención le propinó un golpe demoledor: es como si la hubieran trasladado al siglo XVIII».

En la búsqueda de responsables de los problemas que actualmente sufre el país, Perón desemboca en la persona del presidente Juan Carlos Onganía. Al juzgarlo, exhibe una precaución singular, como si midiera cada una de las palabras que va a pronunciar. «Es un hombre dominado por influencias tan nefastas que eclipsan las buenas intenciones que pudiera cobijar -puntualiza-. En síntesis, quienes lo rodean lo han hecho un héroe a la fuerza».

CON LA FRENTE MARCHITA

Resulta sorprendente que Juan Perón, luego de tantos años de exilio en España, conserve intacta su tonada de caudillo provinciano. Ese aire campero que lo asemeja un poco al casi folklórico Don Bildigerno. Él lo sabe y también tiene una respuesta a esa cuestión. «A mí me pasa lo que a los loros: cuando son viejos no aprenden a hablar… Además -añade-, mi contacto con los españoles es muy fugaz. No cultivo la amistad con ellos por una razón elemental: cuando los invito a casa llega un momento en el que la charla deriva hacia la situación política española. Yo tengo que opinar y eso puede ponerme en aprietos. Mi vida aquí es bastante retenida: a Franco, por ejemplo, jamás lo he visto personalmente. A él le conviene ignorarme por las relaciones que mantiene con el gobierno argentino. A mí también, por un problema de ideología. Recuerde lo que dice Martín Fierro: ‘El que anda en pagos ajenos debe ser manso y prudente…’».
La mansedumbre y la prudencia no suelen ser buenos remedios contra la nostalgia. «No cabe duda -acepta el general-. Es la enfermedad crónica del exiliado. Pero yo tengo mi propio antídoto: el yoga. No hay éxito que me entusiasme mucho ni fracaso que me aplaste demasiado; yo someto todo a mi voluntad. Creo que en estos trece años he llegado a convertirme en faquir…».
-¿Esa es la única diferencia que existe entre Perón de 1955 y Perón de 1968?
-Sí, señor. No hay otra. Soy la misma persona y estoy conforme con mi destino.
-¿Cuál es su destino?
-El de una generación. Yo he tratado de cumplir metiéndome dentro de ella. Jamás tuve la pretensión de ser otra cosa que un instrumento del destino. Todo lo que hice fue algo que estaba fijado de antemano. En eso soy un poquito árabe…
-¿Le queda algo por cumplir?
-¡Cómo no!
-Qué, por ejemplo.
-Lo que sea. Sólo pretendo ser útil en lo que pueda. No me considero un hombre providencial. Soy uno más dentro del movimiento y cumplo con la misión que tengo. Podría definirme como un aficionado a la política y un profesional de la conducción. Yo soy un conductor que tiene la manía de copiar a la naturaleza. Siempre tomo como ejemplo a Dios. Si éste bajara todos los días a la Tierra a dirimir los problemas que se suscitan entre los hombres, ya le habríamos perdido el respeto. Hay que copiarlo en todo sentido. Dios siempre aceptó a la providencia, que es quien carga con la responsabilidad de las cosas que Él hace. Como ve, la conducción es un arte…

-¿Y usted, un artista?
-Naturalmente. La conducción, como cualquier disciplina artística, tiene una teoría y una técnica. El hombre es la parte viviente que las aplica. De acuerdo al óleo sagrado de Samuel que hayamos recibido puede detectarse el calibre del artista. Cualquiera puede dominar la teoría y la técnica de la pintura o de la escultura. También puede aplicarlas y consumar un cuadro o una escultura aceptables. Pero para lograr La Última Cena, habrá que llamarlo a Leonardo; para obtener una Piedad habrá que recurrir a Miguel Ángel…
-O sea que para crear una Argentina justicialista no queda otro remedio que apelar a…

Perón no responde. Enciende un cigarrillo y sonríe, librando la respuesta a la imaginación de cada cual.

-¿Pensó alguna vez que la muerte puede sorprenderlo en España y en la posibilidad de no regresar jamás a la Argentina?
-Sí, pero no me preocupo demasiado. Moriré donde me lo fije el destino. No depende de mí: yo me someto a él.

-¿Dónde querría terminar sus días?
-En ningún lado, naturalmente. No pienso mucho en la muerte. Lo importante es no llegar a ella pasando desapercibido. En el mundo nacen hombres extraordinarios que mueren y en su epitafio no se puede escribir nada. Nacen otros, comunes, normales, cuyos epitafios desbordan leyendas. Estos últimos han sido hombres de una causa. Los anteriores se hunden en el anonimato porque no han servido a nada…
-¿Tiene miedo que su epitafio esté en blanco?
-No. No seré yo quien lo llene.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar