Autor: Felipe Pigna
Frank Brown, el gran clown anglo-argentino, nació en Brighton, Inglaterra en 1858. La vocación y la herencia se mezclaron y el chico siguió los pasos de su padre, Henry, acróbata y payaso que se vestía a la manera de los bufones retratados por Shakespeare.
Henry logró que el pequeño Frank se incorporara a los once años a un circo con el que recorrieron Gran Bretaña. Comenzó una vida ambulante, llena de historias increíbles pero ciertas. Trabajó varios años sin cobrar porque se consideraba que aprender el oficio era ya una buena paga. Hizo de todo. Aprendió a apechugar sufrimientos, a quitarse de la cabeza la idea del desarraigo, a pelearle a la vida y al hambre y a no hacerle asco a ninguna de las tareas del circo, desde limpiar jaulas hasta levantar la carpa.
Debutó como acróbata en Moscú en 1877 en el Circo de los hermanos Carlo, y al año siguiente se presentó en las pistas también como clown en la ciudad de México. Llegó a aquella afrancesada Buenos Aires con los Carlo y debutó en 1879 en el flamante Teatro Politeama de Corrientes y Paraná, donde conocerá a los Podestá y compartirá escenario con el genial José Podestá, el amado y temido “Pepino el 88”. Amado por el pueblo y temido por los políticos de entonces a los que ironizaba y criticaba sin piedad inaugurando un género que tendrá entre nosotros a grandes cultores, el monólogo político.
Frank era, además de clown y acróbata, malabarista y prestidigitador. También era famosa la respetuosa y erudita parodia que hacía de los más famosos monólogos shakesperianos.
Su fama fue creciendo y en 1886 fueron a verlo al Skating ring los hombres y mujeres más notables de Buenos Aires, que disfrutan de su espectacular salto sobre 25 carabineros con sus fusiles con bayonetas amenazando la humanidad de Frank. Entre los espectadores había un cronista de lujo, Sarmiento, que estampa en su diario El Censor, su admiración por el artista inglés: “El talento de Frank Brown es de maravillosa extensión: es un clown enciclopédico, es saltarín, juglar, equilibrista, bailarín de cuerda. Es un Hércules con pies de mujer y manos de niño”.
En esa misma función Brown se burla finamente de los candidatos presidenciales de aquellas elecciones que ya tenían aseguradas, fraude mediante, el roquismo en la figura de Juárez Celman. El acto del notable Clown es celebrado por el periódico El Mosquito con una caricatura del notable dibujante Stein. Al año siguiente se inauguró el Teatro San Martín sobre la calle Esmeralda, en lo que era una antigua pista de patinaje.
En 1888 Frank dejó el Circo de los hermanos Carlo y probó suerte con una compañía propia. Durante la “Revolución del 90” visitó y reconfortó con sus chistes a los heridos de ambos bandos.
La vida lo puso muy duramente a prueba al año siguiente con la muerte de su hijo a la que siguió la de su esposa Ketty, que cayó del caballo en medio de un acto ecuestre. Quizás porque la función debía continuar o porque venía acostumbrado a ser maltratado por la vida desde que tenía recuerdos, siguió adelante y decidió probar suerte en una gira por Sudáfrica, que terminó en un fracaso.
Regresó a Buenos Aires, donde fue muy bien recibido, recuperó sus afectos y el calor del público, y se lo vio muy enamorado de la écuyère Rosita de La Plata, que se convirtió en la compañera de su vida. La chica se llamaba en realidad Rosalía Robba, y tenía seis años cuando entró al mundo del circo vendiendo flores en el Arena, de Corrientes y Paraná. A los ocho pasó a integrar la compañía de Cotrelly y recorrió el mundo durante unos diez años. Cuando regresó a Buenos Aires, se había convertido en una notable écuyère, aportando a su destreza, mucha simpatía y una “figura atractiva”, según los diarios de la época.
Frank era uno de esos hombres sensibles que arriesgaban su vida por arrancarles una sonrisa a los chicos. Su generosidad era proverbial. Regalaba a manos llenas durante las funciones chocolates y caramelos y hacía muchas funciones a beneficio de niños enfermos y hospitales. Declararía alguna vez al diario La Nación: “Cuando me hallo ante los millares de ojitos encantados de los niños, con sus manos ansiosamente extendidas solicitándome los para ellos maravillosos chocolates y muñecos que les traigo en mi canasta, tiemblo de emoción, de alegría infinita. Y es porque si en ese instante ellos son felices, yo me considero el hombre más feliz de la Tierra”.
Frank logró interesar a un grupo de inversores y tuvo por fin su propia sala, el Coliseo Frank Brown, ubicado en la actual Marcelo T. de Alvear entre Cerrito y Libertad. El éxito fue total y Frank se lanzó a la aventura de llevar su compañía por los países del Pacífico.
A su regreso, la Comisión de festejos del Centenario aportó dinero para que levantara un circo en las cercanías de Florida y Córdoba. Frank veía llegar su momento de gloria y se puso a trabajar para que su circo fuera el mejor de Buenos Aires. No contaba con la reacción de los que empezaron a ver con malos ojos la instalación de una carpa popular en un lugar que consideraban propio, exclusivo.
Llovieron las críticas desde la prensa de la época y las airadas opiniones de señoras y señores que daban por sentado que la zona se llenaría de pobres, conociendo la tradición de Brown de no cobrar la entrada a los chicos que no la podían pagar.
El ambiente se fue caldeando ayudado por la reacción “patriótica” contra las movilizaciones programadas por el movimiento obrero para la semana de mayo con la idea de arruinarle los festejos a la oligarquía en el poder. Sobrevino una violenta represión y bandas armadas de “muchachos bien” se lanzaron sobre imprentas, redacciones de periódicos y bibliotecas socialistas y anarquistas ante la mirada cómplice de la policía y los bomberos.
Algunos de esos malhechores fueron los que le prendieron fuego a la carpa de Frank Brown al grito de “viva la patria”, asegurándose de que no quedara nada en pie con la garantía de que las “fuerzas del orden” estaban de su lado. No hubo reacción oficial y las señoras y señores que habitualmente deambulaban por Florida sintieron un alivio. Incluso algún diario catalogó el episodio como “una expresión de violencia que no deja de ser simpática”.
Duramente golpeado por la barbarie “patriótica”, Frank se embarcó en una nueva gira por Sudamérica. En 1912 volvió a las tablas con un éxito importante y en 1917 participó de la película Flor de Durazno junto a un gordito llamado Carlos Gardel. En ese mismo año se tomó la revancha histórica de levantar en el lugar que hoy ocupa el obelisco un circo similar al que le habían quemado, el Hipodromme Circus, que abrió sus puertas el 5 de mayo de 1917.
Con el progreso vino la piqueta y demolición del circo en 1924. Ya era un hombre de 66 años y decidió retirarse a su casa de Colegiales junto a su querida Rosita, quien morirá en 1940. Frank la seguiría tres años después, con él se iba una parte fundamental de la historia del circo y del espectáculo en la Argentina.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar