Autor: Felipe Pigna
El 30 de enero de 1816, a pedido del rey de España, el papa Pío VII envió a sus “venerables hermanos arzobispos, obispos y queridos hijos de América, súbditos del Rey de las Españas”, una “Breve” en la que les decía: “Entre los preceptos claros y de los más importantes de la muy santa religión que profesamos, hay uno que ordena a todas las almas a ser sumisas a las potencias colocadas sobre ellas. Estamos persuadidos de que ante los movimientos sediciosos que se producen en aquellos países, por los cuales nuestro corazón está entristecido y nuestra sabiduría reprueba, vosotros no dejasteis de dar a vuestros rebaños todas las exhortaciones. Nos somos el representante de aquel que es el Dios de la paz, nacido para rescatar al género humano de la tiranía de los demonios. Nuestra misión apostólica nos obliga a impulsaros a buscar toda clase de esfuerzos para arrancar esa muy funesta cizaña de desórdenes y sediciones que el hombre ha tenido la maldad de sembrar allá. Vosotros lo conseguiréis fácilmente, venerables hermanos, si cada uno de vosotros quiere exponer con celo al rebaño los perjuicios y graves defecciones y las calidades y virtudes notables y excepcionales de nuestro muy querido hijo en Jesucristo, Fernando, Rey Católico de las Españas. Recomendad la obediencia debida a nuestro Rey […] y obtendréis en el cielo la recompensa de vuestros sacrificios y de vuestras penas por Aquel que da a los pacíficos la beatitud y el título de hijo de Dios”.1
Afortunadamente, entre el rebaño latinoamericano había hombres como Manuel Belgrano, católico practicante, y muchos curas revolucionaros que, insumisos y arriesgando su vida y hasta la recompensa del cielo, decidieron luchar por la libertad del continente. Uno de ellos, quizás uno de los más notables y menos reconocidos fue fray Luis Beltrán.
Según la versión canónica había nacido en Mendoza -aunque en su testamento declara ser oriundo de San Juan- un 7 de septiembre de 1784. Su verdadero apellido era Bertrand pero fue anotado por error en el acta de bautismo como “Beltrán”. Ingresó en el Convento de San Francisco en Mendoza donde estudió las ciencias teóricas y ejercitó las prácticas como la física y la mecánica. Decidió seguir su vocación religiosa y fue trasladado a Santiago de Chile, donde en 1812 fue designado capellán de las tropas independentistas comandadas por Carrera.
Las habilidades y el ingenio de Beltrán fueron puestos a prueba tras la derrota de Hierbas Buenas, cuando se ofreció para recomponer el parque de artillería diezmado por los españoles. Por sus eficientes servicios fue ascendido a Teniente de Artillería, pero la derrota de los patriotas chilenos en Rancagua, el 2 de octubre de 1814, lo obligó a emprender junto a centenares de derrotados el penoso cruce de la cordillera hacia Mendoza.
Llevaba consigo sus herramientas de trabajo y la convicción de seguir peleando contra los enemigos de América. En la capital mendocina el gobernador San Martín que preparaba el ejército libertador decidió incorporar a sus filas a aquel hombre de quien tenía las mejores referencias y de quien Mitre contaba que: “se hizo matemático, físico y químico por intuición; artillero, pirotécnico, carpintero, arquitecto, herrero, dibujante, cordonero, bordador y médico por la observación y la práctica, siendo entendido en todas las artes manuales y lo que no sabía lo aprendía con sólo aplicar a ello sus extraordinarias facultades naturales”. 2
Fray Luis impuso en el campamento del Plumerillo un frenético ritmo de producción. Montó un taller en el que trabajaban por turnos unos setecientos artesanos y operarios a los que Beltrán formaba a los gritos en medio del ruido ensordecedor de los golpes del martillo sobre el hierro hasta quedar ronco para toda la vida. Allí, donde no había nada más ni nada menos que la solidaridad y la entrega a la causa revolucionaria del pueblo cuyano, se fabricaba de todo, desde monturas y zapatos hasta balas de cañón, fusiles, vehículos de transporte y granadas.
Allí diseñaba las máquinas para disimular la desigualdad entre aquellos hombres y la imponencia de la cadena montañosa más alta del mundo después del Himalaya. Puentes colgantes, grúas, pontones para doblegar quebradas intransitables y abismos imposibles. Todo se fabricaba allí día y noche bajo el impulso de fray Luis.
Ya no quedaban campanas en las iglesias de la zona ni ollas en muchas casas. Todo era fundido en los talleres de aquel “Vulcano con sotana”. “Si los cañones tienen que tener alas, los tendrán”, decía Beltrán.
San Martín quiso premiar tanto empeño y lo ascendió a Teniente Primero con el grado de Capitán. El inspector general del Ejército, José Gascón, se opuso a la carrera militar del fraile artillero por considerarla anticatólica, pero el jurista canónico Diego Estanislao Zavaleta dictaminó a favor de la continuidad de Beltrán a las órdenes de San Martín.
Pero fray Luis no sólo fabricaba las armas; las usaba con un coraje temerario que fue reconocido por el gobierno de las Provincias Unidas a través de una medalla por su actuación en la memorable batalla de Chacabuco el 12 de febrero de 1817.
Proclamada la independencia de Chile, Beltrán comenzó a preparar los pertrechos para la expedición al Perú, pero el desastre de Cancha Rayada lo obligó a trabajar sin parar junto a un grupo selecto de colaboradores en la provisión del ejército libertador. En sólo 16 días tuvo listos 22 cañones, cientos de fusiles y miles de municiones, que serían estrenados con todo éxito el 5 de abril de 1818, en el definitivo combate de Maipú; tras el cual Beltrán recibió otro encargo del Libertador: preparar lo más maravillosos fuegos de artificio para celebrar la Independencia de Chile.
Más tarde, participó activamente en la provisión y mantenimiento del parque de artillería de la campaña del Perú y fue designado por San Martín como Director de la maestranza del Ejército Libertador. Se dio el gusto de entrar en Lima junto al Libertador, aquella histórica capital desde donde salían las órdenes para aniquilar poblaciones enteras.
Tras el retiro de San Martín, Beltrán siguió peleando a los órdenes de Bolívar. Instalado en el cuartel general de Trujillo, el fraile volvió al intenso ritmo de producción y a los turnos rotativos de trabajadores. Bolívar puso a prueba su eficiencia ordenándole la puesta a punto y embalaje de unos mil fusiles y armas de puño en un plazo máximo de tres días.
Beltrán y su gente pusieron todo el empeño olvidándose del sueño. Al octavo día todavía faltaba embalar algunas piezas cuando llegó Bolívar, quien lo reprendió duramente y amenazó con fusilarlo.
Fray Luis entró en una profunda depresión y se encerró en su cuarto. Seguramente el episodio no lo era todo, era aquella famosa gota de aquel famoso vaso. Años de lucha, de esfuerzos, de no parar. La “melancolía”, como se decía entonces, le fue ganando la partida y el suicidio apareció cada vez más fuerte en sus pensamientos hasta que se transformó en acción.
Se cercioró de que todas las aberturas de su cuarto estuviesen bien cerradas, arrojó sobre el brasero un producto químico que producía un vapor asfixiante y se acostó en su cama a esperar aquella muerte que tantas veces había esquivado en los campos de batalla de medio continente.
Pudo ser salvado a tiempo pero los médicos que lo atendieron lo encontraron en un estado de total alteración mental. Deambuló delirando por las callejuelas del pueblito de Huanchaco, hasta que fue rescatado por una familia amiga. Pudo restablecerse y embarcarse hacia Chile. Volvió a cruzar la cordillera y llegó a Buenos Aires justo a tiempo para incorporarse, con su revalidado título de Teniente Coronel, a las tropas navales que se aprestaban a combatir contra el Brasil y participó en el combate de Ituzaingó.
Pero su estado físico y espiritual se complicaban. Debió abandonar la campaña y regresar a Buenos Aires. Sentía que ahora sí venía la muerte por su cuenta y quiso volver a ser sólo un sacerdote. Renunció a las armas y se encerró a hacer penitencia severa por varios días.
Luis Beltrán murió fraile y sin un peso a los cuarenta y tres años, el 8 de diciembre de 1827. Su confesor comentó que se había reconciliado con el Ser Supremo. Nunca conoceremos los detalles de aquella pelea desigual ni de la reconciliación.
Referencias:
1 Breve del Papa Pío VII, dada en Roma el 30 de enero de 1816.
2 Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, Buenos Aires, Eudeba, 1968.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar