Isabel Parra escribió así la vida de su genial madre (Fragmento de El libro mayor de Violeta Parra)


Fuente: Violeta Parra, vida, pasión y canto, Domingo en Fortín Mapocho, pág. 2.

Primeros recuerdos

Mis primeros recuerdos se remontan al año 1945. Ya estábamos de regreso en Santiago, después de habernos ido por un año, toda la familia a Valparaíso: había nacido Ángel.

Nuestra casa era la primera de un cité, casona antigua de grandes habitaciones. La vida transcurría en el patio bajo una enredadera de madreselva y cerca de la mesa estaban los maceteros, flores y cebollitas en escabeche que mi padre cuidaba con devoción. Por su horario irregular de trabajo y su tendencia a las fiestas fuera de la casa, lo veíamos tarde, mal y nunca.

La familia de mi padre vivía en el mismo cité, en la casa número 9. Mi abuela paterna era una señora dulce y flacuchenta y estaba casada en segundas nupcias con el “Peyuco”, de profesión caminero, de quien más tarde Violeta recordará sus “cuecas en tarros”.

La Viola debe haberse aburrido muchísimo en esa casa. Nos llevaba tardes enteras al cine, hacía vestidos para sus amigas Liliana e Isabel. (Por esta amiga llevo yo mi nombre). La Viola me contaba que mi padre la arrastraba a fiestas o almuerzos en que ella se sentía absolutamente fuera de foco. Esporádicamente se aparecían sus hermanos a entusiasmarla para salir a cantar por ahí.

En el año 46 comparte con mi padre, militante comunista, tareas políticas. Por estos años, Violeta comienza a cantar canciones españolas. Se presentó a un concurso de canto español, en el teatro Baquedano de Santiago, y ganó el primer premio. Se hacía llamar Violeta de Mayo. En la casa había discos de acetato que oíamos en una vitrola: Chopin, Beethoven, tangos de Carlos Gardel;  corridos, pasodobles y cantos españoles. Aun me asombra la atracción que le producía a la Viola este tipo de música española y que fue mucho más allá de aquel premio. Ella cantaba zambas, pasodobles, sevillanas y farrucas, asesorada por Jesús López, un español que tenía su academia de danzas en Santiago. Yo cantaba sevillanas y jotas. Ángel fue experto en farrucas.

Llegamos a actuar en la Compañía de un tal Doroteo Martí, supuestamente español, que arrasó con el gusto popular de aquella época y llenaba cuanto teatro se le ponía por delante. En una de  sus obras, que culminaba con el casamiento de su príncipe gitano con una plebeya, “Violeta de Mayo” y sus retoños eran parte de la comparsa final.

Posteriormente nos contrató Buddy Day, empresario de una conocida confitería del centro de Santiago, “Casanova”.

Mis padres se separan en el año 48. Nos cambiamos de casa, de barrio y de escuela. Vivimos en una comunidad inventada por el tío Nicanor en la calle Paula Jaraquemada.

Poco después, Nicanor parte a Estados Unidos y la comunidad se desintegra. Violeta y sus hermanos vuelven a cantar en los boliches de barrio: en la hostería Las Brisas, por la Gran Avenida, en la quinta de recreo No me olvides, en la Avenida Ossa. Cantaban valses peruanos, guainitos, cuecas y tonadas de gusto y tono comerciales, mientras se insistía en el canto y baile españoles. Otras veces cantábamos en circos y entonces recorríamos pueblos y puebluchos en estas giras. Ángel, a los cinco o seis años ya cantaba, subido a una silla, boleros de Leo Marini. Violeta compuso en este período –entre 1948 y 1950– boleros, vales, cuecas, corridos. Aún recordamos algunos.

Violeta seguía trabajando con su hermana Hilda en los boliches. Para sus actuaciones utilizaban vestidos de segunda mano, comprando  a la señora Amelita, quien a su vez los compraba a ciertas señoras aristócratas. Amelita era dueña de un taller de muebles. Allí trabajaba su hijo, Luis Arce, “El Mono”, tapicero y aficionado al billar. Él fue el segundo marido de Violeta. Por este tiempo, con “El Mono”, vivimos en la casa de la Amelita, después de un par de piezas en la calle Catedral, luego en el paradero 21 de la Gran Avenida, donde nace Carmen Luisa.

Cambiaban las casas; la situación económica seguía precaria. La Violeta puso entonces un almacén de puestos varios, con un capital misérrimo, y tuvo la mala ocurrencia de nombrarnos administradores a Ángel y a mí. Nos comíamos las conservas, fiábamos las verduras o cerrábamos y nos íbamos a ver películas. Violeta andaba en sus ondas musicales, pero esta mala administración del almacén era castigada debidamente, sobre todo en mi caso, que era la mayor. Y quebró la empresa.

Por los años 50, ante el desconcierto familiar, Violeta rompe el dúo con su hermana. El tío Nicanor presiona y estimula a mi madre a que tome con rigor la auténtica música chilena. Ella decía siempre “Si no fuera por Nicanor, no habría Violeta Parra”.

Aparece Gilbert Favre

Ángel y yo trabajábamos en la televisión que comenzaba en Chile, contratados por el pionero Raúl Alcardi. Nuestro trabajo consistía, dentro de un equipo de 10 personas, en barrer el estudio, llevar el cable, armar la escenografía, cantar y dirigir programas. Violeta realizó los primeros programa de folclor en la TV chilena.  La TV no tenía presupuesto y prácticamente trabajábamos sin sueldo. Junto a nosotros trabajaba Adriana Borghero, locutora y gran amiga nuestra.

A las oficinas de la TV, que funcionaban en la Casa central de la Universidad, llegó un día un gringo –como llamamos a todo extranjero en Chile– preguntando por violeta Parra. Alguien le había contado que sus hijos trabajaban allí. Con las dos palabras que hablaba en español, me contó que viajaba por América Latina con un grupo de antropólogos, que había oído hablar de la Violeta, y que quería conocerla. Le hicimos un plano para que llegara a la casa, le indiqué que tomara el bus 55 y partió.

Ese día era 4 de octubre de 1960, y era el cumpleaños de la Violeta. Cuando llegué esa noche a la casa, tenían una tremenda fiesta de a dos. Gilbert Favre se quedó allí varios años.

Los últimos días

Decía la Viola que su decisión de vivir en la carpa era un rechazo absoluto a lo convencional. Un reencuentro con la tierra. No quería saber nada de “alfombra ni de casas de brillante piso”.

A veces con liviandad y otras con enorme violencia, nos reprochaba a nosotros, sus hijos, nuestra forma de vida aburguesada. Discutíamos. Decía: “Vámonos todos a La Reina con maridos, yerna, nietos y animalitos, el lujo es una porquería, los seres humanos se consumen sumergidos en problemas caseros”.

Venía a mi casa casi a diario, después de ver a Ángel. Jugaba con la Tita, oía a los Beatles y partía a su carpa. Cuando la carpa parecía florecer, se iba a Bolivia a ver a Gilbert, aceptando su proposición de irse juntos a instalar una peña en Oruro, Bolivia.

Pero el 5 de febrero se mató de un disparo con un revólver que había traído de Bolivia para defenderse de los maleantes en la carpa.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar