Testimonio del Secretario General de la Federación de Docentes de las Universidades (FEDUN)
Hace 100 años solo los jóvenes que pertenecían a las clases dirigentes podían acceder a las universidades, que por entonces eran instrumentos esenciales de control ideológico para garantizar la continuidad del sistema. En 1918 en Argentina existían solamente tres universidades nacionales. La de Córdoba, fundada en 1613, la de Buenos Aires, fundada en 1821 y la de La Plata de 1890. El sistema universitario vigente era tan obsoleto que en uno de los programas de Filosofía se hablaba en la “bolilla” 16 de “los deberes para con los siervos”. En la Universidad de Córdoba el clero hacía sentir su influjo. Todos los egresados debían jurar al recibirse sobre los santos evangelios independientemente de su credo.
Pero en la Argentina de principios del siglo XX soplaban tiempos de cambio. Tras la apertura electoral posibilitada por la sanción de la Ley Sáenz Peña, en 1916 accedió a la primera magistratura por sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio el líder del radicalismo, doctor Hipólito Yrigoyen, que creó el primer movimiento de masas con participación electoral. La creciente clase media comenzaba a pujar por el ascenso social y por el acceso al ejercicio de profesiones liberales.
A fines de 1917 las autoridades de la Universidad de Córdoba decidieron arbitrariamente modificar el régimen de asistencia a clase y cerraron el internado del Hospital de Clínicas. Esto llevó a la movilización de los estudiantes que crearon en marzo de 1918 un “Comité pro Reforma”. El consejo superior respondió con el cierre de la universidad, lo que desató una ola imparable de protestas estudiantiles. El 21 de junio de 1918 los estudiantes dieron a conocer el Manifiesto Liminar, redactado por Deodoro Roca. Pronto recibieron la adhesión de sus pares porteños, de distintas organizaciones obreras y de políticos e intelectuales destacados como Homero Manzi, Alfredo Palacios, Francisco Borroetaveña, Juan Zubiaur, José Ingenieros, Juan B. Justo, Alfredo Palacios, Juan Luis Ferrarotti, Mario Bravo, Telémaco Susini, Enrique Dickmann, Nicolás Repetto, Augusto Bunge, Antonio de Tomaso, Juan P. Tamborín y Leopoldo Lugones. También el gobierno de Hipólito Yrigoyen apoyó el movimiento y la reforma no tardó en llevarse a cabo.
El movimiento universitario reformista renovó los programas de estudio, posibilitó la apertura de la universidad a un mayor número de estudiantes, promovió la participación de estos en la dirección de las universidades e impulsó un acercamiento de las casas de estudios a los problemas del país. Implantó el cogobierno de la Universidad por graduados, docentes y alumnos; la libertad de cátedra y la autonomía.
La reforma tuvo un profundo impacto en toda América Latina. Incluso varios de los manifiestos del Mayo Francés, en 1968, recordaban las jornadas cordobesas de principios de siglo.
En el centenario de una de las más destacadas revoluciones estudiantiles, compartimos el testimonio de Daniel Ricci, secretario general de la Federación de las Universidades (FEDUN). Si en 1918, el movimiento reformista logró ampliar el acceso a la universidad a los sectores medios, en el siglo XXI el desafío debe ser –señala Ricci- defender el Sistema Educativo Universitario y llevar a cabo “una nueva transformación para que la universidad se abra aun más a la sociedad, a todos los sectores”.
Los dos grandes hechos históricos que marcaron el camino a seguir en relación a la política universitaria Argentina fueron la Reforma Universitaria de 1918 y la sanción de la Gratuidad Universitaria en 1949 por decreto de Juan Domingo Perón.
La primera, enmarcada en un momento político clave en el que por primera vez se consagra, mediante un sufragio legítimo, un presidente democrático de nuestro país, constituyó un gran paso hacia la democratización del proceso universitario argentino. A partir de entonces, la universidad abre su acceso a los sectores medios.
Luego, en 1949, en el marco de un importante proceso de justicia social, de promoción de los derechos sociales y laborales que marcaron de manera favorable y determinante la historia de la clase trabajadora argentina, se eliminan los aranceles universitarios. Desde entonces los trabajadores pueden acceder a Universidades Públicas.
El espíritu y el carácter de esos acontecimientos necesitan ser recordados y actualizados periódicamente para que se mantengan en la memoria viva de la sociedad.
El Sistema de Educación Público Universitario argentino, tomado como ejemplo en todos los reclamos regionales por basarse en los pilares del ingreso irrestricto y de educación gratuita y pública, propone una universidad autónoma, cogobernada, inclusiva y de calidad.
En el año del centenario de la Reforma Universitaria nos enfrentamos en Latinoamérica a un brusco cambio político, con líderes conservadores o neoliberales que no comparten los ideales del Sistema Universitario Público legado por sus antecesores.
Estos nuevos vientos de derecha que golpean a la universidad, y tienden a una separación del estudiante y futuro profesional de su contexto, agitan el ideal de un sujeto universitario individualista escindido de contexto social, al que solo le importa el libre ejercicio de su profesión.
La educación es tenida como un bien valorable solo en los términos cuantitativos del rédito económico, una inversión que apunta al lucro. Esa es la característica principal del sujeto ideal, individualista y exitoso, del neoliberalismo.
Es necesario poner un límite. Todos los actores ligados al ámbito universitario, entre ellos los sindicatos de trabajadores docentes y no docentes, junto con las autoridades que entiendan lo que la realidad nos demanda, debemos llevar adelante un rol crucial: defender el Sistema Educativo Universitario, bajo la clara y férrea consigna de que la educación no es una mercancía, es un derecho.
Es el momento de una nueva transformación, de que la universidad se abra aún más a la sociedad, a todos los sectores. A 100 años de la Reforma, cada vez más hijos e hijas de trabajadores y trabajadoras deben llegar a la universidad. Hay que imbricar la educación superior en un ciclo virtuoso con el contexto social, que tenga como objetivo primario el bien común. Estamos ante el desafío de lograr una apropiación social de la universidad que la coloque en un lugar de relevancia en el proceso regional de construcciones de sociedades más justas.