La revolución francesa en debate. De la utopía liberadora al desencanto en las democracias contemporáneas (fragmento),por Franςois Furet


El 14 de julio de 1789 los ciudadanos de París tomaron la prisión de la Bastilla, lo que marca simbólicamente el comienzo de la Revolución Francesa y el fin del absolutismo monárquico, sustentado en la doctrina del origen divino de la autoridad real.

La Revolución Francesa en debate; de la utopía liberadora al desencanto en las democracias contemporáneas, del historiador francés François Furet reúne seis artículos publicados en la revista Le Débat entre 1981 y 1997, que articulan sus dos grandes objetos de estudio: la Revolución Francesa y la Revolución rusa de 1917.

El autor aborda cuestiones como si puede disociarse la revolución de 1789 de la etapa del Terror que siguió.

En el capítulo que a continuación transcribimos, “La revolución en el imaginario político francés”, el autor destaca la incapacidad del proceso revolucionario de finales del siglo XVIII para crear instituciones: “Lo que caracteriza a la Revolución francesa es que arranca a Francia de su pasado, condenado en su totalidad, y la identifica con un principio nuevo, sin que vez alguna resulte posible arraigar ese principio en instituciones  (…)En 1789, la Revolución se instaló en un espacio abandonado por la antigua monarquía, sin conseguir reestructurarlo de forma durable y sistemática hasta el Consulado. En cambio, el segundo ciclo de la Revolución francesa, el del siglo XIX, se desarrolla en toda su extensión dentro de un marco ad­ministrativo fuerte y estable: el de la centralización napoleónica, que permanece invariable durante todo el siglo y que ninguna revolución buscó transformar”.

Fuente: Franςois Furet, La revolución francesa en debate. De la utopía liberadora al desencanto en las democracias contemporáneas, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, 2016, págs. 55-61.

Capítulo 2, la revolución en el imaginario político francés.

Para conocer el alcance de la conmoción causada por la Revolución francesa, es necesario volver a tomar como punto inicial, doscientos años después, su ambición principal: reinstaurar la sociedad a la manera de Rousseau, es decir, regenerar al hombre por medio de un auténtico contrato social. Se trata de una ambición universal que en un sentido abstracto tiene un parentesco con la del mensaje de las religiones pero que se diferencia de él en cuanto a su contenido, dado que esa regeneración ya dejó de tener fundamento trascendente alguno y, por el contrario, pretende suplantar cualquier forma de trascendencia. Con la Revolución francesa, lo religioso es absorbido por lo político. Pero a la inversa, cuando lo religioso se niega a perderse en lo político, resulta constitutivo de la Contrarrevolución. De ese tipo es el carácter más profundo de la Revolución francesa, su rasgo distintivo en relación con las Revoluciones inglesa y estadounidense.

Ahora bien, esta instauración de la sociedad es un principio que incesantemente se busca a sí mismo en la medida en que no supone un punto fijo y en la medida en que tiene la apariencia de un desarrollo de acontecimientos, una historia sin fin. No cuenta con una escena central sobre la cual fundar la nueva sociedad, ni un tope con el cual se le ponga freno, ni un ancla para fijarla. No hay un 1688 que cree una monarquía a la inglesa, tampoco una Constitución estadounidense de 1787. Por lo demás, ni los objetivos de la revolución inglesa ni los de la estadounidense son modos de extirparse de la corrupción del pasado; no constituyen comienzos absolutos, sino reencuentros con la tradición, reanudaciones o restau­raciones. A mediados del siglo XVII, la Revolución inglesa le arrebata la historia nacional a la corrupción monárquica, pero lo hace en nombre de las Santas Escrituras; por último, en 1688, la sustitución final de una antigua dinastía por una nueva funda un régimen perdurable a partir de una tradición reencontrada. Un siglo después, la Revolución estadounidense expresa el comienzo de una nación, pero la independencia se adquiere en nombre de valores religiosos indisolubles de los políticos, de los cuales eran portadores los primeros inmi­grantes, y como restauración de una promesa traicionada. Las dos revoluciones, la inglesa y la estadounidense, conservan, a la vez, el vínculo religioso cristiano (es cuestión de reencon­trar un orden original que así quiso Dios) y el anclaje de la continuidad histórica inmemorial (la common law inglesa), De Maistre y Burke a la vez: de allí la extraordinaria fuerza consensual de ese sincretismo revolucionario. Por el contrario, la Revolución francesa rompe simultáneamente con la iglesia católica y con la monarquía, es decir, con la religión y con la historia. Quiere fundar la sociedad, al hombre nuevo, pero ¿sobre qué base? Al hacerlo, descubre que ella misma es una historia, que no tiene ni a Moisés ni a Washington, a nadie ni nada que le sirva para fijar su rumbo.

De allí la obsesión por esta ausencia de un punto de anclaje, tan característica de su desarrollo, entre 1789 y 1799. Es imposible enumerar los momentos y los hombres que tuvieron por tema o por ambición principal esta ambición de detener la Revolución. Mounier, desde julio de 1789; más adelante Mirabeau, La Fayette, Barnave, los girondinos, Danon, Robespierre, cada uno en beneficio propio, hasta que Bonaparte pudo lograrlo durante un tiempo, pero precisamente sólo durante un tiempo (y extendiendo la deriva revolucionaria a todo el espacio europeo) y sin una capacidad realmente fundadora de lo social. La sucesión misma de estas tentativas en un lapso de tan extraordinaria brevedad subraya su carácter estrictamente instrumental y su vanidad filosófica.

Ni siquiera la fiesta del Ser Supremo (junio de 1794), tal vez el esfuerzo más patético realizado por la Revolución francesa para superar lo efímero y lo inmanente, consigue presentarse -siquiera un instante- como otra cosa que una tentativa de manipulación por parte de un poder provisorio. La ambición constitutiva de la Revolución francesa, que es de la índole de lo fundamental, se erige en todo momento como campo de maniobras y sospechas, sin conseguir siquiera una vez existir independientemente de ellos, por encima de ellos, como si la Revolución en cuanto historia no pudiera superar su propia contradicción interna, que es la de ser en simultáneo la polí­tica y el fundamento de la política.

En efecto, la Revolución francesa nunca deja de ser una sucesión de acontecimientos y regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder sea del pueblo, principio único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equi­pos que, unos tras otros, se van apropiando de su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible, reconstruida sin cesar después de que ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución francesa lo acelera y lo secciona. Eso se debe a que jamás logra crear instituciones. Es un principio y una po­lítica, una idea de la soberanía a cuyo alrededor se engendran conflictos sin reglas: nada hay entre la idea y las luchas por el poder, que es la mejor fórmula de deriva histórica. Sin refe­rencia alguna en el pasado, sin instituciones en el presente, es sólo un porvenir incesantemente posible y siempre posterga­do. La Revolución francesa oscila sin pausa entre aquello que la fija y aquello que la empuja hacia delante. Legisla para la eternidad y está estrechamente sometida a las circunstancias. Es la Declaración de los Derechos del Hombre pero también las jornadas de julio y de octubre de 1789. Es la monarquía constitucional del período 1790-1791 pero también el cisma en la iglesia y la resistencia del rey, Varennes. Es la República de septiembre de 1792, la Constitución de 1793, pero tam­bién la dictadura de hecho y el Terror. Así, su verdad termi­na por ser dicha en 1793, en una fórmula según la cual el gobierno de la Revolución es simplemente «revolucionario». Esa tautología expresa perfectamente bien la incompatibilidad entre la idea revolucionaria francesa y la existencia de instituciones fijas o durables. Lo que es fijo, o durable, en la Revolución, es su principio, es el conjunto de creencias y de pasiones colectivas asociadas a ella: de allí, la elasticidad indefinida de las pujas por el poder en la política que ella inaugura, y los intentos por ponerle un término, todos vanos y todos retomados.

Así, lo que caracteriza a la Revolución francesa es que arranca a Francia de su pasado, condenado en su totalidad, y la identifica con un principio nuevo, sin que vez alguna resulte posible arraigar ese principio en instituciones. Por consi­guiente, en torno a la dupla Revolución/Contrarrevolución, futuro/pasado crea una oposición fundamental, destinada a tener casi la fuerza de una querella religiosa que enfrenta dos concepciones del mundo. Además, en el interior mismo de los hombres y de las ideas de la Revolución, crea una sucesión de hombres, equipos y regímenes políticos; en lugar de una solidaridad en homenaje a un origen común, la tradición re­volucionaria está hecha de conflictivas fidelidades a herencias no solamente diversas sino contradictorias: la izquierda está unida en contra de la derecha, pero no tiene ninguna otra cosa en común.

Toda la historia del siglo que separa la Revolución francesa de la Tercera República atestigua esta realidad. No existe histo­riador ni político del siglo XIX que, para explicar su tiempo, no haya tenido como referencia inicial no sólo la Revolución francesa, sino (ante todo) el hecho de que ella continuaba re­pitiendo sus acontecimientos incontrolables, en torno a una división entre los franceses de cuyos secretos era única posee­dora. La historia de esta época puede estructurarse en torno a dos ciclos cronológicos. El primero va de 1789 a 1799 (o a 1804 si se desea incluir la creación del Imperio) y constituye el repertorio de las formas políticas inventadas por la Revolu­ción para institucionalizar la nueva soberanía pública; por lo demás, esta invención torrencial es su marca por excelencia.

Con un segundo y último ciclo repetitivo, los franceses re­fundan y, por consiguiente, cristalizan en el largo plazo las mismas formas políticas, renacientes de las mismas revolucio­nes: dos monarquías constitucionales después de la del perío­do 1789-1792, dos insurrecciones parisinas victoriosas (julio de 1830, febrero de 1848) y dos insurrecciones aplastadas (ju­nio de 1848 y marzo de 1871), una Segunda República des­pués de la primera e incluso un segundo Bonaparte, mientras que el primero había sido considerado un hombre único en la historia. Esta sucesión de repeticiones carece de precedentes, y deja de manifiesto el extraordinario poder de coerción que tiene la Revolución francesa en la política francesa del siglo XIX. Por otro lado, a mediados de ese siglo, el régimen más marcado por el mimetismo revolucionario, la Segunda Repú­blica, reprodujo por sí solo el gran ciclo de los diez últimos años del siglo XVIII, con la única diferencia de que comenzó con la República y la etapa jacobina nació muerta (las jorna­das de Junio). Pero todos los actores están allí, adosados a los grandes ancestros: la farsa luego de la tragedia, según diría Marx. El número con que concluye la pieza -a cargo de un se­gundo Bonaparte, el último farsante- exhibe a modo de pro­vocación el título de propiedad de la tradición revolucionaria sobre la política francesa. Aquello que en el segundo año del siglo XIX había podido pasar por el reencuentro aleatorio de una coyuntura excepcional y de un hombre incomparable 1, medio siglo después aparece como la inexorable evolución de la República revolucionaria. La mediocridad del benefi­ciario revela el juego de un determinismo independiente de los hombres: Tocqueville y Quinet hicieron de esta evidencia misteriosa el objeto de su investigación.

Sin embargo, existe una diferencia esencial entre los dos grandes ciclos de la Revolución francesa: el del siglo XVIII y el del XIX. El primero se lleva a término en ausencia de estructuras administrativas estables fuertes, dado que habían desaparecido en 1787 con la última gran reforma adminis­trativa de la monarquía. Indudablemente, en gran medida esto explica la extraordinaria fluidez de la política revolucio­naria, que jamás tuvo puntos de apoyo sólidos en el estado. En 1789, la Revolución se instaló en un espacio abandonado por la antigua monarquía, sin conseguir reestructurarlo de forma durable y sistemática hasta el Consulado. En cambio, el segundo ciclo de la Revolución francesa, el del siglo XIX, se desarrolla en toda su extensión dentro de un marco ad­ministrativo fuerte y estable: el de la centralización napoleó­nica, que permanece invariable durante todo el siglo y que ninguna revolución buscó transformar. En ese siglo la vida política francesa se caracteriza por un consenso profundo en relación con las estructuras del estado y por un conflicto permanente sobre las formas de ese mismo estado. El con­senso es acerca del primer punto, ya que se trata a la vez de una tradición monárquica y de una tradición revolucionaria (Tocqueville). Y el conflicto es sobre el segundo punto, ya que la Revolución sólo legó, a los franceses, incertidumbres sobre la legitimidad y fidelidades contradictorias. Sin embar­go, su solución resulta tan difícil precisamente porque la crisis francesa es más una crisis de legitimidad que de sustancia: el consenso sobre el estado administrativo hace que las revolu­ciones sean técnicamente fáciles, y el conflicto sobre la forma del estado las vuelve inevitables. Por otro lado, el consenso es ignorado incluso por los actores de la política; y el conflicto se machaca incansablemente incluso para los más indiferentes a la política. Lo motiva que este se nutre no sólo del recuerdo de la Revolución, sino también de la creencia que esta legó a los franceses; a todos los franceses, tanto de derecha como de izquierda: que el poder político posee las claves del cam­bio de la sociedad. Esta doble realidad explica la paradoja, señalada tan a menudo, de un pueblo a la vez conservador y revolucionario. Por medio de la Revolución francesa, los franceses celebran una tradición tanto más antigua que ella, ya que es la tradición de la realeza; si los franceses asignan tanta centralidad a la igualdad es porque desde hace siglos el estado administrativo de la monarquía abrió las sendas para eso. Pero también por obra de la Revolución son ese pueblo que no puede celebrar a la vez las dos partes de su historia, y que, desde de 1789, no deja de estar obsesionado por la reinstauración de lo social. Impotente para fijar una nueva legitimidad, puesto que la de la derecha es sólo un pasado y la de la izquierda un futuro, ese pueblo se ve condenado incesantemente a intentar alcanzarla, en el constante rearma­do de los fragmentos de su historia reciente, que le ofrece materiales contradictorios.

Referencias:

1 Alusión al consulado vitalicio de Napoleón. [N. de E.]

Fuente: www.elhistoriador.com.ar