La “Venus Roja” y el “Tábano”: una pasión sin límites, por Dany Mañas La historia de amor y tragedia de Natalio Botana y Salvadora Medina Onrubia


En octubre de 1884, se sancionó en nuestro país la ley que estableció la creación del Registro Civil. Así, nacimientos, casamientos y defunciones dejaron de depender de la Iglesia y pasaron a ser manejados por el Estado. El Registro Civil comenzó de esta forma a atesorar miles de historias de amor.

El libro Sí, quiero. Las mejores historias de amor y los casamientos más célebres que pasaron por el Registro Civil rescata algunas de estas historias, que tienen como protagonistas a memorables parejas de la política, la ciencia, la literatura, las artes y el espectáculo, como Carlos Pellegrini y Carolina Lagos, Jorge Newbery y Sarah Escalante, Ricardo Güiraldes y Adelina del Carril, Oliverio Girondo y Norah Lange, Palito Ortega y Evangelina Salazar, Mirtha Legrand y Daniel Tinayre, Tato Bores y Berta Szpindler y otras.

Compartimos aquí el capítulo dedicado a la relación entre Natalio Botana, el fundador del diario Crítica, y Salvadora Medina Onrubia, la pelirroja que conquistó su corazón.

Fuente: Florencia Canale y Dany Mañas, Sí, quieroLas mejores historias de amor y los casamientos más célebres que pasaron por el Registro Civil, Buenos Aires, Planeta, 2014, pág. 106-118.

Luego de quedar viuda, Teresa Onrubia dejó La Plata y consiguió un trabajo como maestra en una escuela rural, al otro lado del río, en Gualeguay. Vivía en la misma escuela, con sus tres hijos adolescentes. Una vida muy distinta para ella y para los chicos que habían estudiado en el Colegio Americano, con las maestras que Sarmiento había hecho reclutar en los Estados Unidos. Salvadora, la mayor, era rebelde por naturaleza y se sentía muy infeliz en ese pueblito entrerriano. La miseria y la chatura a que la condenaba ese lugar, la torturaban. De impactante cabellera roja y mirada fulgurante, ella sabía que era hermosa, inteligente y que había “algo más”. Algo que no iba a encontrar si se quedaba ahí.

Aquel mediodía, a fines de verano, la maestra despidió a los alumnos luego de una clase en la que estuvo totalmente desconcentrada. Es que su hija mayor no había dormido en casa esa noche. Los caballos de los alumnos se cruzaron al salir con el de Salvadora, aún mojado después de cruzar el río. Teresa no supo si abrazarla o darle una cachetada. La chica de 16 años le dijo con voz firme y decidida: “Vengo a buscar mis cosas… Me voy, mamá. Ando en amoríos con un abogado de Entre Ríos y estoy esperando un hijo”.Cuando ella volvió con su atado de ropa, él le dijo que era casado y que no podía hacerse cargo de ella, ni del hijo. No se sabe por qué, ella eligió vivir en Rosario.

Lo cierto es que en 1910, esa ciudad era un bastión del anarquismo en la Argentina y allí abrazó esa causa, destacándose como oradora y en la redacción de proclamas. El anarquismo, junto al socialismo, abogaba por las conquistas de los obreros.

Cuando finalmente Salvadora llegó a Buenos Aires, lo hizo en épocas en que las trabajadoras no estaban protegidas por ninguna ley. Las empleadas tenían prohibido casarse y si lo hacían, las despedían. Con su hijo en brazos, una carta de recomendación de los círculos anarquistas que frecuentaba en Rosario y un papelito arrugado con la dirección del diario La Protesta, traspasó el umbral del edificio. Sintiendo admiración por su coraje, el editor le dio un puesto de redactora, con sueldo fijo, que la convirtió en la primera mujer en trabajar en una redacción en nuestro país. Cuatro años después, fue invitada a un acto reclamando la liberación del joven anarquista ruso que asesinó al Jefe de Policía, Ramón Falcón, duro represor de las manifestaciones obreras. Trepada a una cornisa, dio su primer discurso, ante una multitud. A los 20 años, era la primera mujer que hablaba en un acto público.

Por ese entonces, el popular diario Crítica estaba en problemas. Lo había fundado hacía poco tiempo un uruguayo culto y bon vivant, Natalio Botana, de tan solo 25 años, con 5.000 pesos ganados en una mesa de póker. Nacido en 1888 en una estancia en Sarandí del Yi, un pueblo de 2.000 habitantes en el Departamento de Durazno, Botana era hijo de un hacendado y una culta mujer, infrecuente para la época, que había estudiado en Filadelfia. En su adolescencia, Natalio se incorporó al ejército uruguayo para luchar por causas obreras. Se alistó, insólitamente, en compañía de su mucamo negro y llegó a participar en una guerra, a favor de los campesinos, desatada cuando los adelantos técnicos comenzaron a sustituir a los trabajadores. Luego de una época de universitario bohemio, llegó a Buenos Aires sin un peso, a hombrear bolsas. A diez minutos de haber comenzado a hacer ese trabajo, pasó un uruguayo poderoso que lo conocía, lo llevó a vivir con su familia y lo conectó con los personajes más interesantes de la cultura porteña.

Cinco años después, ya siendo dueño de Crítica, Salvadora Medina Onrubia se apersonó en el despacho de Natalio, dispuesta a confrontarlo. Él se había burlado de un artículo escrito por ella en su pequeño diario. Divertido, Natalio le ordenó a su secretaria que la dejara pasar. Al final de la charla, fascinado por su belleza salvaje, su insolencia y la fuerza que trasmitía, la invitó a comer. Él tenía 27 años; siete más que ella. El hecho de que fuera madre soltera hizo que la admirara más, y lo enamorara. Mientras la relación crecía, él comenzó a querer con locura al hijo de ella, a quien adoptó como legítimo y le dio el nombre de Carlos Natalio Botana, a quien cariñosamente llamaban “Pitón”, porque con sus abrazos apretaba tan fuerte como ese tipo de boa constrictora. El chico creció creyendo que era hijo biológico de Botana, jugando debajo de los escritorios de trabajo de sus padres, el director y la flamante “mandamás” de Crítica.

Lejos de relajarse y tomar un rol cómodo, Salvadora “se puso la camiseta” del diario y decidió sanear los problemas financieros. Como no alcanzaba el dinero para pagar el sueldo completo a los empleados y para que no gasten en salir a comer, todos los mediodías les cocinaba guisos en medio de la imprenta. Luego se vestía de “dama porteña” y salía a golpear puertas como “mujer de Botana”. Así consiguió los fondos que necesitaban. Además de influir en decisiones políticas del diario, lo transformó en poco tiempo en el único medio “popular, culto y vanguardista”, con colaboradores como Jorge Luis Borges, George Bernard Shaw y Albert Einstein.

La unión de dos cabezas como las de Botana y Salvadora hicieron que Crítica superara los 800.000 ejemplares vendidos en cinco ediciones diarias. Los Botana se convirtieron en la pareja más electrizante de una Buenos Aires que, ante su éxito y poderío, nadie se animaba a “lechuzear” (como ella llamaba al chismerío). Líder de un imperio periodístico, la chica que no tenía para comer ni para dar de comer a su hijo hasta pocos años atrás, se negaba al pedido de Botana de legalizar la relación. Es que para ella, el casamiento con papeles iba en contra de su defensa del amor libre y desinteresado. Y seguramente, también, para no parecer la clásica chica soltera con un hijo que atrapa al ricachón. Recién luego de que nacieran Helvio (Poroto), Jaime (Tito) y al llegar al mundo Georgina (la China), Salvadora finalmente accedió a la presión de Botana y —después de haber rechazado su pedido por largo tiempo— el 13 de febrero de 1919, se casaron en el Registro Civil de la calle Córdoba 1635. El argumento de él para convencerla fue: “Los varones pueden romper con las convenciones y proclamarse hijos naturales, pero las mujeres no”.

Como Crítica comenzó a dar buenas ganancias, compraron una casa con 4 hectáreas de parque en Florida, Partido de Vicente López, a la que bautizaron “Villa Alegre”. Mientras los chicos crecían y jugaban durante la tarde en la redacción, ella seguía al timón del diario, sin dejar de desarrollar su pasión por las letras. Demostrando que no necesitaba el diario de su marido para escribir, también publicaba regularmente artículos para medios prestigiosos como La NaciónEl Hogar Caras y Caretas. También, gracias a su educación bilingüe, tradujo del inglés varias obras del genial Noel Coward, que fascinado con ella, quiso ser su amigo. Al terminar una traducción, decidió que iba a desempolvar una de las dos o tres obras de teatro que ella había escrito en sus noches de soledad en pensiones y, con el poder que le daba ahora su nuevo apellido, consiguió el teatro Apolo en la calle Corrientes.

Pionera constante, se convirtió así en la primera autora sudamericana en estrenar su obra, que resultó extraordinaria: Las descentradas. Solapadamente autorreferencial, ironizaba sobre la sensación de sentirse fuera de lugar con respecto al rol que ocupaban las mujeres en la sociedad porteña en los años 20. Aquí, algunos fragmentos imperdibles del pensamiento de Salvadora Medina Onrubia —como firmaba— puestos en boca de su protagonista: “Yo divido a la mujer en tres categorías: las sufragistas, la femenina —del crochet simbólico— y las descentradas. Las descentradas sufren, son rebeldes a su condición de muñecas de bazar, pero quieren ser femeninas, no con los derechos de los hombres, sino con derechos que les dé su talento”. “Me encantan los piropos, oímos tantas estupideces en sociedad, que cuando nos dedican una frase con ingenio, debemos agradecerla aunque sea chabacana”. “A pesar de ser mujer, me permito el lujo de tener ideas. Yo tengo ideas. Ideas boxeadoras, que dan directos y crosses con la vida”. “A las desgraciadas que no tienen ni siquiera el valor de pecar y son engañadas por sus maridos; tienen que engañarlo con el alma, con el pensamiento y con el deseo, que es como engañan las pobres”. “La mujer no lucha por su belleza, sino por lo que está detrás, que es el amor”. “Ser joven, ser linda, ser amada, es nuestra única misión, lo único hermoso que nos da la vida. Y la misma vida nos lo va quitando. Hoy una cana, mañana una arruga. La belleza de las jovencitas no es belleza, es inconsistente. Si yo fuera hombre, me enamoraría solo de una mujer marchitándose, pero con ojos ardientes”. En el final de la obra, cuando el hombre que ama la intelectual de personalidad arrolladora se va con una jovencita insignificante, la pluma de Salvadora escribió: “Me vencieron las gentes vulgares, felices… los que tienen el secreto de la vida”. En su apogeo, solo comparable a un volcán en actividad, Salvadora se había convertido en la oveja negra de la sociedad porteña, que a raíz de su color de pelo, la llamaban “la Venus roja”. A él solían llamarlo “El Tábano”, por la famosa frase de Sócrates que solía usar: “Dios me puso sobre vuestra ciudad como a un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto”.

Absorbidos por el trabajo, la intensa vida social y una familia constituida por ellos seis y varias personas de servicio, el matrimonio Botana no imaginó ni en sus peores pesadillas la tragedia que iba a cambiar sus vidas. Una noche de verano, en la mansión que habitaban en Belgrano, Salvadora discutió fuertemente con su hijo Pitón. El chico, ya con 17 años, era remero, boxeador, jugador de rugby y con un físico y carisma envidiables. Ella estaba en contra de que Botana lo malcriara: le había regalado numerosos caballos y dos costosos autos importados.

Estás celosa porque papá me quiere más que a vos— le gritó el chico en su cara.
—¡Cómo voy a estar celosa, si él ni siquiera es tu padre!— se le escapó a ella en el momento de furia.

Pitón quedó paralizado, luego fue a un salón, donde estaban sus hermanos, los abrazó y con un pequeño revólver de colección, regalo de Natalio, se pegó un tiro y murió. Helvio recordó años después la reacción de su madre: “Aullidos horrorosos que jamás volví a escuchar ni en las bestias ni en los seres humanos”.Como si tamaña tragedia no fuese suficiente, la novia de Pitón, al enterarse, se suicidó. La vida de los Botana nunca más volvería a ser vida desde ese día. Él perdió a su hijo preferido, Salvadora creyó enloquecer de dolor y se vistió de luto el cuerpo y el alma para siempre. Todo en lo que creía, todos sus intereses, se derrumbaron. Entró en una severa depresión y no encontraba alivio o salida en nada que los médicos propusieran. Se hizo adicta a una droga de la época, el éter, que en una semana puede matar a quien la consuma y milagrosamente, ella se hizo dependiente hasta su muerte, 50 años más tarde. También inició un intercambio de cartas con el filósofo hindú Krishnamurti, de quien fue gran amiga. En busca de apalear el dolor, Natalio programó un viaje a Europa por un año para toda la familia y le hizo citas a Salvadora con los mejores especialistas en depresión, sin lograr mejoras. Ella deambulaba por lujosos hoteles, atontada por los sedantes. Comenzó a practicar espiritismo, en el afán de hablar con su hijo   muerto, doctrina que también ejerció hasta sus últimos días. Al regreso a Buenos Aires, los Botana siguieron juntos, pero no había entre ellos amor; solo hijos, negocios y el espanto que los unía.

Botana, que en ese entonces era tratado por la sociedad y la intelectualidad porteña como si fuese un “noble”, decidió que necesitaba una residencia en la cual recibir a los genios que frecuentaban. Llamó entonces a su amigo, el expresidente Marcelo T. de Alvear y pidió que le vendiera 18 manzanas de su propiedad, en Don Torcuato, que se llama así en homenaje al padre del político. En ese predio, construyó la mansión “Los Granados” y los estudios Baires, sede de la época de oro del cine argentino, con los que incursionó en la producción cinematográfica. En la casa, Salvadora hospedó a personajes como Pablo Neruda, que dijo “Millonarios como estos solo se dan en Argentina y en Estados Unidos” y a Federico García Lorca, quien una noche espiando a una pareja que tenía sexo en el jardín, se cayó de una escalera y debió estar tres meses enyesado. Los chismes de la época dicen que en esa casa, saturada de platería, arañas y chimeneas, mientras él recibía “a solas” a Josephine Baker, Carlitos Gardel le cantaba “en privado” a Salvadora. Sin embargo, el “capricho” máximo de Botana, fue contratar al muralista más célebre del mundo, el mexicano David Alfaro Siqueiros, para que haga un mural gigantesco en el subsuelo de la casa, teniendo como asistentes a Berni, Castagnino y Spilimbergo. La larga estancia de Siqueiros pintando el mural de 200 metros, derivó en un romance oculto entre Botana y la mujer del artista, la escultural poetisa uruguaya Blanca Luz Brum. En Ejercicio Plástico, Siqueiros experimentó por primera vez con pinturas indelebles y muchos años más tarde, cuando la casa fue comprada por el político Álvaro Alsogaray, su mujer descubrió “las obscenidades” de la obra de arte y la mandó a rociar con ácido muriático para proteger a su hijita María Julia de tamaña lujuria. Naturalmente, el mural no se borró y decidieron cubrirlo con cal. Luego de una disputa entre sucesivos dueños, estuvo 16 años en contenedores ubicados en una playa de grúas en San Justo. Este mural, rescatado en el 2009, fue restaurado y se exhibe en el Museo del Bicentenario de Buenos Aires.

Pero volviendo a Crítica, como todo diario, vivió las turbulencias de la política argentina. Una de ellas fue cuando el General Uriburu —a quien Botana había apoyado en su golpe contra Yrigoyen— notó que el diario se estaba volviendo en contra de su gobierno. Una madrugada, Uriburu clausuró Crítica, detuvo a 30 empleados y al matrimonio Botana, que dormía en su residencia. Ella fue interrogada duramente por el Jefe de Policía, hijo del poeta Leopoldo Lugones, y llevada a una cárcel de mujeres donde estuvo presa 100 días. Los intelectuales más notables, desde su amiga Alfonsina Storni a Jorge Luis Borges, pidieron por su liberación. El Presidente Uriburu ordenó entonces un indulto, que fue rechazado por Salvadora, en una carta histórica en la que, entre varios párrafos, le decía: “Señor Presidente, no autorizo el piadoso pedido. Magnanimidad implica perdón de una falta. Y yo, ni recuerdo faltas ni necesito magnanimidades. General, yo sé sufrir. Sé sufrir con serenidad y con inteligencia. Y desde ya lo autorizo a que se ensañe conmigo si eso le hace sentirse más General y más Presidente. Soy en mi carne, la Argentina misma. En este innoble rincón donde su fantasía conspiradora me ha encerrado, me siento más grande y más fuerte que usted, que desde el sillón donde los grandes hombres gestaron la Nación, dedica sus heroicas energías de militar argentino a denigrar e infamar una mujer ante los ojos de sus hijos. Gral. Uriburu: guárdese sus magnanimidades junto a sus iras y sienta cómo, desde este rincón de miseria, le cruzo la cara de un sopapo con todo mi desprecio”.

Después de su liberación, los Botana se exiliaron en Uruguay. Luego de un tiempo prudente, regresaron y Crítica volvió en todo su esplendor, en buenas relaciones con el gobierno de Agustín P. Justo. Pero en la vida personal, Natalio y Salvadora no lograban recomponer la relación. Durmiendo en cuartos o casas separadas, nada quedaba del amor y tantos intereses en común que los habían unido. Ella no volvió a amar. Él se relacionaba con mujeres con una discreción tal, que era imposible saber algo de su vida privada. Hasta que conoció a María del Carmen Vernacci, viuda del ídolo del fútbol español Miguel Durán. Ella, que era escenógrafa y vestuarista de teatro, huyó con sus cuatro hijos para trabajar aquí con Margarita Xirgu, la mayor intérprete de las obras de Lorca, que estaba instalada en Buenos Aires. El romance entre Botana y María del Carmen se gestó en lugares privados, confiterías alejadas y en la oscuridad de los cines. Por primera vez Natalio quiso pedir el divorcio a Salvadora para casarse vía México con esta mujer. En los años junto a Salvadora, Botana había acumulado, además de las hectáreas en Don Torcuato y los estudios de cine, una estancia de 23.000 hectáreas, tres edificios del diario e imprenta, un stud, terrenos en varias provincias, varios viñedos, diez Rolls Royce y una participación en las recaudaciones del Luna Park.

Un día de invierno en 1941, Natalio viajó a Jujuy junto a un grupo de amigos. Unos dicen que iba a conocer un casino, otros que iba a comprar unos terrenos para regalarle a su nuevo amor. Acompañado por el gobernador, manejó su Rolls Royce por los sinuosos caminos de montaña. Una noche no llegaron a donde los esperaban. En casa de los Botana, un retrato de él se cayó al suelo y Godiva, la perra, no paraba de aullar. El coche se había desbarrancado y caído desde un puente. El único herido de gravedad fue Botana. Una de sus costillas había tocado el tejido cardíaco y debían operarlo de urgencia. Erróneamente, la familia decidió enviar un eminente cirujano desde Buenos Aires. Una tormenta demoró varias horas el despegue del vuelo. Los amigos permanecían junto a él en la habitación del hospital. Cuando vio llorar a uno de ellos, Botana le dijo: “Lo peor que me puede pasar es morirme, y lo hago en una cama, rodeado de amigos”.Horas después, fallecía. Salvadora y los hijos viajaron a Jujuy a traer el cadáver y la llegada del féretro a Buenos Aires fue apoteótica. Lo velaron en la redacción de Crítica y los personajes más grandes del país pasaron por la capilla ardiente.

Tras una serie de batallas legales por la herencia de los bienes, que incluyeron discusiones en la distribución con sus hijos, Salvadora se puso al frente del diario y lo manejó en los 22 años que siguió saliendo después de la muerte de su creador. Durante el gobierno de Perón, se hizo notoria la rivalidad entre Salvadora y Evita, que declaró a Crítica su enemigo, quitándole la cuota de papel y por consiguiente, lo condenó a un tiraje mínimo. Por gestión del hijo de la actriz Mecha Ortiz, llegó el refuerzo de un empresario acaudalado, pero la sentencia de muerte estaba firmada para el diario y llegó el día de la “Escritura de Cesión”. Salvadora ni siquiera quiso escuchar la lectura. Había llegado al lugar en tranvía, llevando la bolsa con tomates en la que puso la magra cifra recibida y se tomó de vuelta el tranvía 17, hasta su Petit Hotel en Rodríguez Peña al 1800. En el trayecto, lloró sin parar. Lloró sabiendo que era el fin de una era. Al llegar, dispuso todo para que su palacete de varios cuartos, se convirtiera en una pensión. Allí vivió, modestamente e ignorada, hasta el día de su muerte, a los 77 años. Seguía con el éter, tomaba alcohol y casi no salía. Nadie que hubiera visto por el barrio a aquella anciana de pelo blanco, hubiese imaginado la leyenda detrás de “la Venus roja”En sus últimos años, Salvadora comenzó a padecer de demencia senil. Cuando algún familiar la visitaba, sacaba el tema recurrente de Pitón. A veces, se reconocía culpable de su muerte, otras no, pero había creado un fantasma con el que convivía: aseguraba que su hijo estaba vivo. Para aliviar su tormento en sus últimas horas, Helvio le pidió a un amigo que era parecido a Pitón, que entrara al dormitorio de su madre y se hiciera pasar por el muerto. El amigo se sentó al borde de la cama y le dijo “Hola mamá, soy Pitón”.Ella lo tomó de las manos, se las acarició y luego las besó… “Tus manos no cambiaron nada, pero has perdido mucho pelo”,le dijo. Cuando el hombre dejó la habitación, se recostó en sus almohadas, miró hacia arriba y antes que su corazón dejara de latir, sonrió. Sonrió con la sonrisa de estar en lo cierto, de que un día lo volvería a encontrar.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar