Juan Galo de Lavalle es uno de los hombres más controvertidos de nuestra historia nacional. Notable y temerario héroe en las campañas de San Martín y de Bolívar, militó en las filas del unitarismo, idea que defendió hasta el fin de sus días. El injusto e ilegal fusilamiento de Manuel Dorrego ordenado por él, tuvo como efecto no deseado el encumbramiento de Juan Manuel de Rosas como gobernador de la provincia de Buenos Aires, contra quien se levantó sin éxito en repetidas oportunidades.
Tras la fallida invasión a Entre Ríos en medio del bloqueo francés contra el gobierno de Rosas, Lavalle debió admitir que tenía que emprender la retirada hacia Bolivia. En ese triste deambular de vencido, hizo un alto en Salta y quedó encandilado por unos ojos azules. Eran los de Damasita Boedo, hija del coronel José Boedo, sobrina del congresal de Tucumán que da nombre a una calle de Buenos Aires y hermana del coronel Mariano Boedo, fusilado por Lavalle, quien se la llevó con él.
Cuando llegó a Jujuy se encontró con una mala noticia: las autoridades habían huido hacia Bolivia dejando a la provincia acéfala. Acampó en La Tablada, en las afueras de la ciudad, atento a la llegada de sus perseguidores federales hasta que pudo trasladarse a la casa que había ocupado su enviado, el doctor don Elías Bedoya. Allí se alojó junto a su secretario Félix Frías, el teniente Celedonio Alvarez y ocho hombres de su escolta, y su ayudante y edecán Lacasa. Y, desde ya, la bella Damasita, con quien compartía el lecho aquella madrugada del 9 de octubre de 1841. Algunos dicen que soñaba con Dorrego, como le ocurría cada vez que se acercaba una aniversario de aquel desgraciado 13 de diciembre de 1828 cuando, asesorado por las “eminencias grises” del unitarismo, como Agüero y del Carril, fusiló al gobernador al que había derrocado, a aquel honesto y popular coronel Dorrego, sin juicio previo.
Cuando los ruidos dejaron de ser sordos y se convirtieron en presencia de una partida numerosa, Lavalle, famoso por su temeridad, preguntó “¿Cuántos son?”. Cuando le dijeron no más de treinta, intentó calmar a su tropa diciendo que se abrirían paso a caballo. No por nada se recordaban sus hazañas donde no se amilanó frente a la apabullante superioridad numérica del enemigo como en Riobamba, cuando enfrentó a 500 enemigos con sus 97 granaderos, o en Pasco, cuando fue 100 contra 300. Mientras disponía esos preparativos que no sabía últimos, una bala atravesó la puerta y se alojó en su garanta, aquella bala que el general Mitre años más tarde guardaría como un tesoro.
Con todas las imprecisiones del caso, algunas crónicas señalan al mulato José Bracho como el autor del tiro que puso fin a aquella vida increíble. Corrieron ríos de tinta sobre cómo murió realmente Lavalle. Se habló de que fue la propia Damasita la que en aquel acto vengaba la muerte de su hermano y de su primo a manos de su amante. Se dijo que fueron sus hombres por diferentes motivos, unos para no verlo caer en manos enemigas, otros indignados por su negligencia. Se habló también de un posible suicidio de Lavalle para evitar ser un prisionero de guerra de sus enemigos. Hipótesis todas difíciles de confirmar, pero que ponen en duda la versión oficial. Sus restos fueron cargados en un tordillo y aquella pequeña comitiva se propuso acompañarlos hasta la catedral de Potosí. La escena quedó inmortalizada en un óleo de Nicanor Blanes, que puede verse en el Museo Histórico Nacional.
En 1842, los restos de Lavalle fueron trasladados a Valparaíso, donde fueron exhumados y traídos a Buenos Aires para ser sepultados en La Recoleta en enero de 1861