Héctor Germán Oesterheld, uno de los artistas con mayor trayectoria de la historieta argentina, autor de El Eternauta, con dibujos de Solano López, quizás la mejor obra de ciencia ficción escrita en la Argentina, nació en Buenos Aires el 23 de julio de 1919. Mientras estudiaba geología publicó su primera obra. Pronto su hobby de escritor fue ganando terreno por sobre su pasión por la tierra y se convirtió en la profesión a la que se entregaría por completo, dejando memorables historietas, guiones, novelas y relatos breves de ciencia ficción. Fue el creador de aventuras que dejaron honda huella en la historia de la historieta argentina, como Sargento Kirk, Bull Rockett, Ernie Pike, Sherlock Time y Mort Cinder.
Tras el golpe de estado de 1976 Héctor Oesterheld se unió al grupo Montoneros junto a sus hijas, y fue secuestrado el 27 de abril de 1977. Estuvo detenido en Campo de Mayo y en una cárcel clandestina de La Tablada. Se cree que fue asesinado en Mercedes. Sus cuatro hijas también fueron secuestradas y desaparecidas.
A continuación reproducimos su autobiografía del futuro y “Paraíso”, un cuento perteneciente a una antología reconstruida en parte por los investigadores Mariano Chinelli y Martín Hadis a partir de unos papeles guardados celosamente por la mujer de Oesterheld, Elsa Sánchez, en una valija que contenía un “proyecto de libro” de ciencia ficción que Oesterheld nunca pudo concretar.
Inspirados por ese proyecto original del autor, los investigadores terminaron incluyendo más de cuarenta apasionantes relatos de ciencia ficción.
Fuente: Mariano Chinelli y Martín Hadis (compilación y edición), H. G. Oesterheld. Más allá de Gelo, Buenos Aires, Planeta, 2014, págs. 59-72.
Oesterheld por Oesterheld en el siglo XXVIII (Breve autobiografía ficticia)
Héctor Oesterheld
Nacido en el último siglo del Segundo Milenio en Buenos Aires, que en ese entonces era una ciudad de apenas 8.000.000 de habitantes sumida en el largo letargo previo a la llamada “Argentinización de la Galaxia”. Su vida es un típico ejemplo de la movilidad social de la época PreGaláxtica 1: rompióse el alma estudiando geología, trabajó como geólogo algunos años, pero salió escribiendo cuentos infantiles, guiones de aventuras y relatos de ciencia ficción. Innecesario, por tan conocida, es designar su obra, basta decir que El Eternauta, Sargento Kirk, Bull Rockett, Sherlock Time, Mort Cinder, Ernie Pike fueron declaradas lecturas obligatorias a mediados del siglo XXIV para Ciclo Superior de Enseñanza Intergaláxtica 2, y que memorizar su “Guerra de los Antartes” es requisito indispensable para llagar a la Magistratura Summa.
Preguntado hacia 1970 d.C. sobre cuál era su obra maestra, Oesterheld respondió: no tengo una sino cuatro obras maestras: “Estela”, “Diana”, “Beatriz”, “Marina”, mis hijas. (Véase correspondiente en Vidas Ilustres).
Aún subsiste como incógnita una frase suya: “Soy fanático de Boca”. Las últimas investigaciones históricas parecen indicar que se trataba de un equipo de fútbol de su época.
(De la Enciclopedia Condensada Universal, edición de 2755 d.C)
Paraíso
Como todas las mañanas, Juan Carlos Gamarra despierta a la dicha, entre los brazos de Silvia, su mujer, que despierta junto con él, contentos, saciados los dos por el último telesueño: Juan Carlos fue el héroe de una cacería prehistórica, su lanza dio el golpe final al gigantesco mamut, la sangre hirviente lo bañó, en la orgía que siguió las muchachas de la tribu se disputaron sus favores; por su lado Silvia navegó en un galeón español, los piratas atacaron y masacraron a la tripulación, Silvia quedó a merced de la horda embravecida, terminaron haciéndola reina del corsario bergantín.
Del lecho a la ducha feliz con los tres hijos, cada uno vivió su telesueño, juegan con los chorros radiantes, están alegres, ríen por cualquier cosa. El desayuno, otra etapa de la felicidad compartida, cuando termina Juan Carlos tiene que dejar las risas dichosas, es la hora del trabajo, debe irse. Aunque lo hace sin demasiada pena, también habrá placer en el trabajo, partir no es sacrificio.
Juan Carlos cierra la puerta metálica, saluda a la imagen que le devuelve la superficie bruñida, un rostro joven aunque ya tiene cincuenta largos, recias las cejas y la mandíbula, lástima las pecas y la nariz tan pequeña, lo infantilizan, pero ¿quién repara en eso?, se sonríe, ya está andando por el túnel, va silbando, feliz, tan feliz que ni se da cuenta.
Su felicidad no tendrá fin. Como no tendrá fin la felicidad de ningún ser humano: la muerte no existe, es apenas un fantasma del pasado, remoto fantasma ya sin espantos.
Gracias a los erbos.
Los erbos, que trajeron a la Tierra la Inmortalidad del Cuerpo.
—
Un erbo, Seego, espera junto al ascensor, el gran ojo bien abierto, es su manera de mostrar contento, el corpacho verde y arrugado se balancea, otro modo erbo de decir alegría, saluda a Juan Carlos, a cada hombre que entra al ascensor.
Nadie deja de contestar el saludo: Seego, como todos los erbos, invita a la sonrisa, no se sabe bien lo que es, si su figura de maceta, con esa coronilla de torpes mechones rojos temblándole en la cabeza, tan parecida a una sandía, o si es la simpatía que entibia siempre la enorme, estrellada pupila azul.
Hay otra razón, además, para mirar con agrado a Seego, el erbo: una bolsa azul brillante, llena hasta la boca de cartas. Están sin clasificar, pero los tres largos dedos de Seego no se equivocan nunca, cada uno recibe con rapidez y exactitud las cartas que le corresponden.
Sube el ascensor, a cada tanto un golpe de luz intensa delata un túnel, Juan Carlos lee sus cartas, son cinco, del padre, de los abuelos, de la madre, de dos antiguos compañeros de trabajo.
Todas son cartas que vienen del Paraíso, de seres que hace mucho se fueron en el viaje sin retorno.
Cartas con la felicidad de siempre, serenas, un poco aburridas, hay que confesarlo, se cansaron tiempo atrás de enumerar las maravillas de la otra vida, apenas si hace algo más que mantener vivo el afecto.
Lástima que no vino carta del tío Abel, las suyas sí que son cartas, frescas, salpicadas de detalles sabrosos, nadie diría que el tío Abel lleva en el Paraíso más de doscientos años, «partió» en 1985, apenas cinco años después de la venida de los erbos.
Un tanto tediosas, sí, pero igual las cartas cumplen su función, fortifican la certeza de la no muerte; cuando los erbos decidan que a uno se le acabó el tiempo terrestre siempre estará el Paraíso, con su plazo infinito. Hay, además, tanta dicha en las cartas que Juan Carlos las lee con sonrisa ancha, por fin las guarda, todas menos la de la madre, siempre lee dos veces sus cartas; la vida es hermosa, alguna vez se acabará pero entonces estará el Paraíso, acogedor, eterno.
El ascensor sale por fin a la superficie, un estallido de verde, alboroto de gorriones persiguiéndose entre grandes y sombrías flores péndulas, huelen a ozono, son las favoritas de los erbos, se enredan con las madreselvas y los jazmines.
El ascensor sigue subiendo, ahora va por el filo de una estructura de aluminio, los jardines y los domos donde viven los erbos se van achicando allá abajo, por entre tanto verde emerge el gris óvalo del estadio abandonado, feo testigo de otra era, entonces había fútbol y guerras y muerte en la realidad, y no sólo en el telesueño. Más allá, hasta cambiarse en cielo, la líquida vastedad del gran río.
Cada vez más alto el ascensor, el viento los golpea en ráfagas frescas.
—¿Por qué esa cara, Raúl? ¿No pudiste conformar a alguna de las muchachas del telesueño? —todos ríen, la cosa es con Raúl Marlino, por cierto que tiene cara de no haber telesoñado, ni siquiera se afeitó.
Más viento, antes de que Juan Carlos se dé cuenta, la carta que tiene en la mano se le escapa, desordenado pájaro blanco que planea, va, viene, siempre bajando, el papel es pesado, apenas si alcanza a verlo ya, le duele perder la carta, tenía que ser la de la madre, si pudiera ver dónde cae para buscarla después, pero es inútil, ya sólo ve gorriones y palomas.
—Cayó en el estadio. —Raúl Marlino señala hacia el carcomido anillo, no será fácil encontrarla, la maleza invade las gradas, lo que debió ser la cancha.
Pero no pueden seguir mirando: el ascensor se detiene, la puerta se abre a un corredor luminoso, por allí se va al taller de telekinesis, uno entre los millones de talleres esparcidos por todo el planeta.
—
Cuarenta bancos de trabajo, paredes desnudas, nada que distraiga la concentración. Pero a un lado de cada banco el ojo apagado de un telesueño promete distracción máxima.
Charlando, animosos, los hombres se reparten entre los bancos, el trabajo es muy fácil, los descansos son muy prolongados, pasarán la mayor parte de la mañana hundidos en el telesueño.
La cinta transportadora pone delante de Juan Carlos un cubo translúcido. Juan Carlos contempla por un instante el cristal de cuarzo suspendido sobre el banco, enseguida mira el interior del cubo y piensa el cristal dentro del cubo.
Mantiene la idea del cuarzo dentro del cubo hasta que tintinea un timbre, la cinta se lleva el cubo ahora irisado de colores brillantes, es un placer verlo, una enorme joya temblando en la cinta, Juan Carlos siente el placer del trabajo bien hecho, los colores brillan tanto sólo cuando la concentración es adecuada.
—¿Qué habrá en el telesueño? —clics de diales encendiendo los ojos verdes, hay media hora de descanso hasta el próximo cubo.
—¡El Mundial de Fútbol de 1974! —grita uno, sumergiéndose ya en el telesueño—. ¡La final contra Rusia!
La mano de Juan Carlos se estira hacia el dial, pero no llega a tocarlo:
—Juan Carlos… tengo que hablarte… —Raúl Marlino, desde el banco de enfrente, lo mira con ojos ansiosos.
—¿Qué te ocurre? —Juan Carlos no lo vio nunca así.
Raúl se pasa con fuerza la mano por la cara, la nariz grande se le dobla, grotesca; tiene más de setenta años pero los rasgos siguen firmes, la piel fresca, rosada. Aunque alrededor de los ojos convergen arrugas que antes no se veían.
—No doy más, Juan Carlos… El último cubo me costó un triunfo…
—¡Pero si lo que hacemos no es trabajo! Hasta un chico…
—Ya sé que es fácil, ¿pero qué querés? Estoy listo, hace cinco días que se me va algún cubo sin que termine de pensarle el cuarzo.
—¿Cinco días con fallos?
Raúl asiente, los ojos de Juan Carlos se agrandan. Cinco días con fallos son cinco días con el telesueño sin encenderse…
—No creo que los erbos —tiembla con rencor la voz de Raúl— se den cuenta de lo que es llegar a casa y encontrar que tu TLS no se prende. Aunque por algo pusieron el castigo.
—También vos, cinco fallos… ¿Le hablaste a Seego?
—Claro que le hablé, pero como si nada, me miró con su gran ojo azul, se le mojó todo, es cierto, pero terminó diciendo que ya se me pasará y me mandó a trabajar. Qué querés con los erbos, mucha compasión, mucho preocuparse por todo el género humano, pero incapaces de molestarse por un solo tipo en particular. ¿Qué le importa a Seego que un bicho llamado Raúl Marlino se pase cinco o cien días sin TLS?
—¡No tenés derecho para hablar así! —estalla Juan Carlos, aplastaría de un puñetazo la boca que dice tales cosas de los erbos, nunca, en toda la constante dicha de su vida, ha oído algo así; además, está el TLS del gran match, él y Raúl son los únicos en todo el taller que no se han hundido en el ojo verde—. ¿No sabés lo que es gratitud? ¡Los erbos te dan todo; desde la casa y la comida hasta el TLS y la ropa! ¡Y todo por una idiotez de trabajo cuatro días por semana! ¡Hasta el Paraíso te dan! —Juan Carlos se contiene, sabe que habló de más.
—El Paraíso… Tenés razón, el Paraíso…
—¿Por qué no? —La impaciencia de Juan Carlos crece, peor para Raúl si le va mal, ¿por dónde irá el match, habrán anotado ya los rusos el primer gol? —Después de todo el Paraíso es algo estupendo, el tío Abel contó que…
—También yo recibo cartas —rebota Raúl—. Pero qué querés, a mí me gusta aquí. Ya sé que tarde o temprano hay que ir al Paraíso, pero todavía soy joven, apenas si…
—A otros los mandan mucho antes, acordate de Carlini—último esfuerzo de Juan Carlos para no mandar al otro al demonio—. Carlini tenía sólo cuarenta cuando lo mandaron. De sobra sabés que los erbos piensan siempre lo mejor para nosotros —ya Juan Carlos llegó al límite, no quiere preocuparse ni por Raúl ni por nadie, el ojo apagado del TLS es un imán irresistible.
—Ya que los erbos piensan tanto en nosotros —Raúl no repara en la furia de Juan Carlos—, ¿por qué no arreglan la ida al Paraíso de otra manera? ¿Por qué nadie vuelve nunca?
—Porque para enviar una persona al Paraíso hay que hacerle una operación irreversible, hasta las criaturas lo saben —mientras responde Juan Carlos hace girar el dial, el ojo se enverdece, oye que Raúl dice algo pero un rumor de mar le llena los oídos, viste camiseta a rayas celestes y blancas, pasto verde bajo los pies, viene la pelota, aumenta el rugido, Juan Carlos elude a un rival, a otro, lo embisten, cae, pelea desde el suelo la pelota, está enardecido, otra vez de pie, amaga un pase, dribla un defensor, elude al arquero con un toque al costado, brama el estadio, un tiro calmo a un ángulo, la pelota entra sin prisa… ¡GOOOOOOOOL! El delirio.
—
Baja el ascensor, Juan Carlos ya olvidó la charla con Raúl, la mañana fue perfecta, cubos brillantes, impecables, y el TLS más atrapante que nunca.
Los árboles suben, los domos de los erbos, el óvalo sucio del estadio en ruinas.
«La carta de mamá…»
En la parada al nivel del suelo Juan Carlos se acerca a Seego:
—¿Puedo visitar el estadio? Un momento, nada más.
El gran ojo del erbo se achica.
—El viento me llevó una carta —se apresura Juan Carlos a explicarle, los demás lo apoyan, también ellos vieron volar el papel, el erbo termina por acceder, otra vez se le agranda el ojo.
—Tenés media hora para buscar la carta, hasta el próximo ascensor —el viento juega con los mechones rojos de la cabeza-sandía—. Tratá de no perderlo.
Por un camino entre jardines va Juan Carlos hacia la ruina, nunca anduvo por allí, las grandes flores péndulas, en intrincado abrazo con madreselvas y jazmines, le rozan la cabeza, pesadas mariposas erbolanas se espantan apenas a su paso, alguna huye acosada por dos gorriones, parece un ambiente sacado del TLS, sólo que no tan vivo.
La ruina. Empequeñecida por la cercana estructura de aluminio. Pero con algo de siniestro, de inquietante en el cemento que cede en muchos lugares y muestra hierros oxidados y hostiles.
Juan Carlos cruza por entre la maleza, aquella debe de ser una de las entradas pero… ¿y estos escombros que cierran el paso?
Juan Carlos se apoya para saltar por encima, pero los escombros se mueven, se derrumban hacia atrás con rumor sordo.
Dejan un hueco al descubierto.
En el hueco algo blanquea entre pedazos de tela verde de moho, son huesos: Juan Carlos está mirando un esqueleto acurrucado, la calavera ríe bajo un casco de hierro, dos agujeros dicen por dónde entró la muerte siglos atrás. Junto al esqueleto, el cañón y la recámara de un fusil, la madera desapareció.
Es la primera vez que Juan Carlos ve en la realidad un resto humano, nunca supo de un horror así, abismal, está tan cerca del polvo que ni siquiera es obsceno o repugnante, como esos muertos ensangrentados e hinchados por el sol de tanto TLS.
Hebillas, residuos de correas entre los huesos, un soldado que murió peleando en su puesto, Juan Carlos no sabe qué guerra pudo ser, habiendo TLS ¿quién se ocupa de viejas, descoloridas historias muertas?
Algo oscuro abulta bajo el esqueleto, Juan Carlos tantea con una rama, lo aparta, es lo que fue una cartera. La toma con dedos que se niegan, es una serie de costras endurecidas, imposible abrirla, hace fuerza, se deshace, apenas si le queda entre los dedos un pedazo de papel manchado de moho.
Un título en arcaicos, ingenuos caracteres tipográficos: «¡MUERTE A LA INMORTALIDAD!»
El moho borró gran parte del texto, pero todavía se alcanza a leer algo:
«… los erbos pretenden dominarnos con el señuelo de la inmortalidad. Pero la inmortalidad que ofrecen es como las cuentas de vidrio con que conquistadores de antaño seducían a los salvajes, para explotarlos después. Inmortalidad peor que la muerte, eso ofrecen los erbos traidores en su afán de…»
Más moho, otras partes legibles:
«… cobardes que se dejan engañar por la idea de vivir
para siempre…»
«¿Cambiaremos nuestros sentimientos, nuestras tradiciones, que vienen desde el alto venero de la más remota Historia, por la mentira burda y atroz de esa monstruosa masturbación colectiva que es el mal llamado telesueño?»
«… en las calles, en las casas… aliente una chispa de vida en los corazones…»
«… la muerte, nuestra muerte, la última, la más alta dignidad del hombre.»
Juan Carlos suelta el trozo de proclama, le quema, jamás, ni en el peor los telesueños, supo de un horror semejante. ¡Seres humanos oponiéndose a los erbos, rechazando su favor!
No, demasiado absurdo.
Hostil, enemigo, el esqueleto, hostiles las ruinas, ¿qué otros secretos blasfemos se esconderán tras el engaño de las madreselvas y las flores péndulas?
Juan Carlos se aparta, no buscará la carta, ya recibirá otra, la madre le escribe en todos los correos, no es como el tío Abel.
Casi corriendo llega a la parada del ascensor, tiene que esperar un buen rato hasta el próximo, nunca ansió tanto sumergirse en el TLS.
—
Juan Carlos pelea como soldado de fortuna en Francia, la Guerra de los Cien Años, campañas durísimas, combates cuerpo a cuerpo, asaltos y saqueo, Juan Carlos es el héroe que salva al Rey en desesperada batalla, vino y sangre y muchachas a raudales en la orgía celebrando el triunfo final.
Cuando Juan Carlos despierta, el cuerpo de Silvia huele todavía a enloquecido festín, le busca los labios pero entre la bruma de la duermevela asoma la calavera del casco agujereado, empieza a ladrar un «¡Mueran los erbos!» que no termina porque ya están los labios encendidos de Silvia borrando todo.
El desayuno, con sus risas, el rostro pecoso y travieso devolviéndole el guiño desde la puerta bruñida, sí, es la dicha cada día, el ascensor, los compañeros, todos contentos.
Seego no tiene la bolsa azul brillante, no hubo correo, pero a ninguno le importa, el telesueño fue sensacional, cada uno fue el héroe que salvó al Rey a último momento.
El ascensor vuela ya cielo arriba, hay dos nuevos que miran todo con ojos de primera vez, árboles y domos se achican allá abajo, el viento repite en el río, hasta el horizonte, cortos penachos de espuma. Entre el verdor, el roto ojo muerto del estadio en ruinas…
La calavera y sus blasfemias, la última dignidad del hombre, casa por casa erbos traidores, en el TLS una doncella árabe danzó desnuda, los muslos lustrosos crecieron en embriagador primer plano, la calavera vuelve a hundirse en su abismo de ruina y carcoma.
El ascensor se detiene, llegaron.
En el corredor Raúl se pone junto a Juan Carlos, está demacrado, de algún modo se está pareciendo al soldado muerto:
—Todo el fin de semana sin TLS. Me vuelvo loco, Juan
Carlos…
«¿Quién te manda hacer fallos?» está por decirle, ¿por qué cargarlo a él con sus problemas?, apura el paso para evitar la confidencia.
Pero la silueta baja, maciza, de Seego se balancea allí adelante, cortándoles el paso:
—Tengo que hablarte, Raúl —como siempre la voz del erbo es cálida, casi aterciopelada.
«Era de prever», piensa Juan Carlos. «Candidato seguro para el Paraíso.»
—A vos también tengo que hablarte, Juan Carlos —el erbo dobla por un corredor lateral, hay que seguirlo.
El corazón de Juan Carlos se dispara, es raro, muy raro que un erbo quiera hablar especialmente con uno. Lo de Raúl se entiende fácil, irá al Paraíso, seguro. Pero, ¿y él?
«Cambio de cristales, eso», recuerda. «Cuando cambiaron la turmalina por el cuarzo experimentaron conmigo, hace diez años, o quince. Seguro que eso, un cambio de cristales.»
Otro erbo se les une, se lleva a Raúl, en la cara cansada del hombre hay una sonrisa blanda, cansada, mejor así, Seego abre una puerta, deja pasar a Juan Carlos.
Una habitación pequeña, como les gusta a los erbos, colores cambiantes en las paredes; Seego ofrece a Juan Carlos una cucheta baja e incómoda, se repantiga en otra.
El gran ojo se alarga, un líquido lechoso se acumula en el fondo, refleja los colores de las paredes, la estrellada pupila azul no se aparta de Juan Carlos, que se inquieta, conoce desde siempre a los erbos, Seego lo compadece, siente una gran pena por él.
—¿De qué se trata? —no se aguanta, alarma ser el objeto de tanta compasión.
—Ayer fuiste a la ruina —gravedad desusada en la voz del erbo.
—Sí, te pedí permiso, tenía que buscar la carta que se me cayó, ¿no te acordás?
—¿Dónde está la carta?
—Este… resulta que… —se contiene, ¿cómo repetir al erbo lo que decía la vieja proclama?—. Resulta que…
La cabeza-sandía va de un lado al otro, el ojo se achica, mira al suelo. Por fin, con voz ausente:
—Sabemos lo que leíste, Juan Carlos… Sabemos lo que tu mala suerte te hizo encontrar.
—¿Mi mala suerte?
—Sí, tu mala suerte —otra vez se alarga el gran ojo, más húmedo que nunca—. Me cuesta separarme de vos, tus cubos son quizá los más brillantes de todo el taller, es un placer verte siempre tan contento. Pero no tenemos alternativa.
Leíste lo que no debías.
Otra pausa. Juan Carlos contiene el aliento, adivina lo que vendrá pero se resiste a creerlo.
—Irás al Paraíso en el vuelo de esta tarde… Por supuesto—se apresura a agregar el erbo—, ir al Paraíso no tiene nada de malo, jamás llegó una sola queja de allí, si me apena tanto tu partida es sólo porque uno se aficiona a ciertos humanos, algunos se hacen querer más, cuesta separarse de ellos, vos sos de esos.
Juan Carlos se mira las manos. Están tranquilas. Nunca esperó ser enviado tan pronto al Paraíso, pero no siente temor alguno, tantas veces leyó en las cartas que la operación previa al viaje es totalmente indolora; leyó también que suele haber un rechazo instintivo al cambio, lo que le pasa a Raúl, por ejemplo, pero le sorprende no sentir nada de eso, al contrario, está agradablemente excitado, la novedad le atrae, sabe que el Paraíso es un lugar maravilloso, muy superior a la Tierra. Es bueno despertar cada mañana contra el cuerpo dócil de Silvia, pero el tío Abel habló siempre de mujeres que…
—Me alegra que lo tomes así. Sabemos que no hablaste con nadie de lo que leíste. Pero no podemos correr riesgos.
—¿Riesgos de qué? ¿Qué era lo que leí, Seego? No entendí nada, unas cuantas frases sin sentido…
—Eso eran, unas cuantas frases sin sentido. Pero, te repito, no podemos correr riesgos.
—¿Riesgos de qué, Seego? ¡Por favor, cada vez entiendo menos!
El erbo se levanta, no quiere hablar más. Toma de una repisa una intrincada, minuciosa armazón de alambre.
—Ahora mismo te preparás para el viaje. Tomá, ponete esto en la cabeza.
—¿La operación?
—Sí, si así querés llamarla.
Juan Carlos obedece. Toda su vida ha obedecido a los erbos.
—
¿Minutos, horas, semanas?
Inconsciencia rara, Juan Carlos despierta con la sensación de haber telesoñado, en larguísimo TLS, hasta el último detalle de su vida, como si hubiera repetido cada minuto.
Seego tiene dos hojas de papel entre los dedos, se queda con una, ofrece la otra a Juan Carlos, le da un lápiz:
—Escríbele una carta a tu mujer, despidiéndote. Juan Carlos no sabe bien lo que le pasa, pero siempre obedeció a los erbos.
«Mi querida Silvia: Te escribo unas líneas para…»
Cuenta la entrevista con Seego, habla del inminente viaje al Paraíso; ni una palabra sobre el esqueleto y la proclama, alinea frases chatas, lugares comunes, nunca habló de otro modo con Silvia, al terminar se cree obligado a un toque de tristeza por la separación, le suena a falsa, la tacha.
Acaba de tacharla cuando los tres dedos de Seego le quitan la hoja. Y le dan la otra, la que el erbo se reservará para sí.
Juan Carlos la mira, contiene el aliento.
En la hoja, palabra por palabra, está escrita una carta exactamente igual a la suya, la misma letra, hasta termina con una tachadura.
¿Telepatía? Imposible: la hoja estaba escrita antes de que Juan Carlos escribiera la carta.
El ojo de Seego se achica, el azul se hace acerado:
—Pasaste el «test»… Ya podés viajar al Paraíso.
Seego vuelve a estirarse hacia la repisa, ya tiene entre los dedos un raro juego de varillas, parece en pequeño el esqueleto de un paraguas, a un lado brilla una pantalla metálica.
Seego enfoca a Juan Carlos con la pantalla:
—No sentirás nada, te aseguro que…
Se interrumpe, los colores de las paredes enloquecieron de pronto, relampaguean, se devoran unos a otros, Seego deja las varillas, se incorpora de un salto:
—Uno de los nuevos, seguro. Piensa lo que no debe en el cubo. En seguida vuelvo.
Juan Carlos queda solo. Aturdido, no tanto por las luces ni por la salida del erbo como por lo que vendrá.
Referencias: