Fuente: Revista Brecha, 3 de junio de 1994, pág. 21.
En los últimos años, uno estaba tan habituado a que Onetti casi moría y luego resucitaba y hasta escribía una novela nueva, que a todos (incluida Dolly, su mujer) nos costó admitir que esta vez no había resurrección. Aun en la mañana del lunes 30, cuando en la clínica de la calle San Bernardo los médicos entraban y salían de la habitación 519 y confirmaban que el desenlace era cuestión de horas, nos aferrábamos a la merced de verlo respirar, penosamente pero respirar. Sin embargo, al verlo inmerso en esa maraña de tubos y máscara de oxígeno, me invadió una tristeza que hace mucho no sentía. Ahora somos conscientes de que a Onetti lo queríamos más de lo que creíamos quererlo, que ya era mucho. No sólo la literatura uruguaya, sino también la latinoamericana y hasta la que se produce en castellano, ha quedado con esta muerte como descabezada.
Sobre su estatura literaria han escrito muchos (yo mismo lo he hecho en varias ocasiones en los últimos treinta años) y ahora escribirán mucho más. Pero esta vez quisiera dejar constancia de su calidad humana, de la validez del hombre Onetti. Para algunos tenía fama de huraño, tal vez porque era difícil que concediera entrevistas a los distintos medios. La frivolidad de algunas preguntas, más que irritarlo, lo desalentaba. La verdad es que defendía empecinadamente su intimidad, su vida familiar, su tiempo de escritura y de lectura. Siempre se subrayó su gusto por las novelas policiales, pero lo cierto es que además estaba al día con buena parte de lo que se escribía en América Latina y en España.
En 1965 el propio Onetti sostuvo, casi provocativamente, que la suya era una literatura de bondad. Hoy podríamos agregar que también su vida fue una vida de bondad. Generoso, más solidario que solitario, tenía un innegable fondo de ternura que no exhibía sino que ocultaba casi pudorosamente. En los últimos tiempos siguió siendo el mismo, acaso mejor que él mismo tal vez porque cruzaba (parafraseemos a Maggi), cada vez con más frecuencia, el puente que vinculaba su corazón con el mundo.
El mismo lunes 30, pocas horas después de su muerte, Juan Cruz, el editor que nos cobija a ambos en Alfaguara, y que estaba de paso por Estados Unidos, me envió este fax: “Estoy tan lejos; afuera en Los Ángeles, hay un montón de ruido y todo parece más vacío que ayer, más inútil que siempre. He pensado tanto ahora en lo inútil que se vuelve todo –el viaje, el ajetreo, la vida- cuando se contrasta con la muerte de la gente que uno quiere, que quise mandarte por escrito este abrazo en memoria de Onetti, a quien tanto quieres, con quien tanto queremos”. Lo transcribió así porque esas pocas y sencillas líneas, rebosantes de sinceridad, compendian la desdicha que esta muerte (inevitable, ya lo sabemos, pero injusta) depositó sobre nosotros (por ahora) sobrevivientes.
Quizá con Onetti muera un modo de hacer literatura, de encarar el oficio literario, un ejercicio indeclinable del rigor, un cateo en profundidad. Cuando apareció su última y estremecedora novela, Cuando ya no importe, dejó esta confidencia: “Siempre he tenido la sensación de que escribiendo uno está agarrado a la cola de la vida”. Esta vez la cola de la vida lo dejó atrás, se desprendió de su insufrible lucidez, pero sus lectores de siempre seguiremos agarrados a la vida de su obra.
Mario Benedetti
Fuente: www.elhistoriador.com.ar