Un furor llamado peluca, por Luigi Amara

(Fragmento del libro Historia descabellada de la peluca)


“Si tuviera que elegir un objeto para describir el sentido de la vida en la Tierra, una postal para enviar a los marcianos sobre nuestras obsesiones más fieles, me inclinaría en primer lugar por la peluca. Mamífera y artificial, insignia del poder y al mismo tiempo cómplice de una idea maleable de belleza, remota pero siempre persistente, en esa cabellera falaz que parece encaminarse hacia la vida propia se reflejan nuestros excesos y nuestros temores, el despliegue del cuerpo entregado a la seducción, así como los estragos psicológicos de ese sucedáneo del otoño conocido como calvicie.”

Así comienza el libro Historia descabellada de la peluca, del escritor y poeta mexicano Luigi Amara, finalista del Premio Anagrama de Ensayo en 2014, una galería íntima de anécdotas y curiosidades sobre los usos de la peluca en diversos momentos y lugares del mundo, desde su utilización por parte de la famosa reina egipcia Nefertiti a la famosa peluca de Andy Warhol, desde las que utilizó Luis XIII para ocultar su calvicie, a las de Marcel Duchamp, pasando por las de Casanova, Andre Agassi o las que usaron personajes de ficción de Shakespeare o de Roman Polanski o su uso en filósofos como Descartes, Locke, Leibniz, Berkeley, Rousseau, Hume y Kant hasta la cabellera postiza de la que se valió Salman Rushdie para pasar inadvertido cuando pesaba sobre él la fetua islámica.

En el capítulo que a continuación reproducimos, el autor se centra en el período de furor de la peluca, que se extendió casi doscientos años entre principios del siglo XVII y finales del siglo XVIII, cuando llegó a erigirse “en santo y seña de alcurnia y sofisticación” en Francia y su uso distintivo se extendió entre ciertos profesionales, como ayudantes de cocina, abogados, profesores, maestros de coro, escribas, notarios, jueces y peluqueros. También en Gran Bretaña y Estados Unidos hay testimonios que indican que sin “una buena peluca era impensable el ascenso social y un grado mínimo de respetabilidad”, aunque su uso muchas veces se debió a razones menos rumbosas, como “la pereza de bañarse” y las dificultades para mantener limpia la cabellera propia.

“Elegí en particular la peluca porque me parece un objeto inusitado. Ha servido para seducir, para ocultarse, para travestirse, para detentar el poder. Nos permite ver lo raros que somos los seres humanos construyendo nuestra identidad. Quería que saliera a la luz nuestra rareza”, dijo Amara en una entrevista publicada en la Revista Ñ. A lo largo del libro, la peluca, este accesorio superficial, nos lleva paradójicamente a reflexionar sobre temas tan profundos como la identidad, la belleza y la construcción de una cultura en torno a la simulación y al artificio.

Fuente: Luigi Amara, Historia descabellada de la peluca, Buenos Aires, Editorial Anagrama, 2015, págs. 34-43.

Como suele ocurrir con las grandes revoluciones de la moda, el imperio de la peluca se impuso más por azar que por designio o ingenio, y si al menos la mitad de la población en Francia e Inglaterra llegó en cierta época a peinar todos los días una cabellera postiza, se debe en buena medida a que la vanidad, el accidente y aun las anomalías del cuerpo son los engranes ocultos del motor de la historia. “Muchas modas sorprendentes del traje han surgido porque un hombre o una mujer ilustres tenían que ocultar al­guna deformidad”, escribió Jean Cocteau, dictamen que vale como un retrato del siglo XVII y su desbordamiento capilar, cuando por primera vez desde el antiguo Egipto los varones se contagiaron de la pasión de los pelos fingidos y las mujeres se jactaban de tocados tan altos y prolijos que las aves disecadas anidaban en ellos.

Aunque la calvicie prematura de Luis XIII reluce en la raíz de un renacimiento del postizo que se extenderá cerca de dos siglos -hasta su fin simbólico en la Revolución Francesa-, ya en 1620 el abate de La Riviére se gana una ovación al presentarse en la corte con una peluca deslumbrante, tan larga que le llegaba a la cintura. Tiempo atrás los viajeros habían referido la afición parisina por una extravagancia denominada perruque, que resolvía con atrevimiento el viejo problema del horror vacui en la modalidad de cabezas yermas. Pero a partir de que el rey se inclinó por una variedad asimétrica, con el lado izquierdo más largo, la peluca se extendió como una plaga de mistificaciones, primero entre los miembros de la corte y paulatinamente como distintivo de las profesiones; pese a los elevados costes de fabricación y su presunta responsabilidad en casos de migraña, vértigo, urticaria y apoplejía, muy pronto propios y extraños la portaban -desde la servidumbre hasta el clero, incluso los niños-, y en ciertos ambientes rechazarla se consideró tan ridículo y testarudo como negarse hoy al uso de pantalones. La Casa Real de Francia requirió los servicios de cuarenta y ocho artesanos expertos a fin de abastecer Versalles, y el naciente gremio de los “barberos peluqueros”, que ya no dirigía el filo de sus instrumentos a operaciones de tipo quirúrgico y al cabo de un siglo contaría con más de mil allegados sólo en París, ganó tal honorabilidad y fama que uno de sus más célebres miembros, el maitre André, creía tener derecho a cartearse con Voltaire en tono de cofradía.1

¿Cómo es que un improbable entramado de pelos se erigió en santo y seña de alcurnia y sofisticación? ¿Qué clase de proceso imitativo llevó a que la peluca fuera una genuina necesidad popular y no sólo la etiqueta de la aristocracia? Emperadores y reinas en la antigüedad habían acudido a ella sin que se desatara fiebre semejante, y ya porque la costumbre de los pelos prestados estuviera suficientemente extendida a consecuencia del clima (cuando la calvicie patológica de Nefertiti la obligó al uso de postizos, hacía mucho tiempo que los egipcios se rapaban para hacer frente al calor, destinando la peluca a la vida social), ya porque se entendía como atributo de casta o como insignia patricia (en Roma algunos emperadores la llevaban, entre ellos Nerón y Calígula, Domiciano y Otón, sin mencionar a las emperatrices), nunca antes la moda se había difundido de esa forma masiva en que se diría que “todo el mundo imita al rey”.

Si bien en otras épocas la peluca llegó a imponerse de forma tiránica, como una medida impositiva para convertir en riqueza el fruto espontáneo de los folículos, en el siglo XVII la ecuación se modifica al grado de que, con­vertido en objeto de deseo y fascinación, el triunfo del postizo puede prescindir de la vulgaridad de un decreto. Según refiere el Dr. Akerlio, al promediar el siglo IV a. C, Mausolo, rey de Caria, decidió almacenar en las empobrecidas arcas reales una dotación nunca antes vista de pelucas, para luego, llegado el momento, promulgar un edicto que volvía obligatorio el corte de pelo a rapa entre los habitantes, sin importar edad, sexo o posición social. Cuando salieron a la venta las pelucas, toda la población se vio en la necesidad de pagarlas a precios desorbitados y, para colmo, de agradecer por su providencia al soberano, quien no por nada legó un sentido peyorativo a la palabra “sátrapa”, a pesar de que en su honor se levantó una de las siete maravillas del mundo.

Al margen de tales estratagemas, y lejos de estancarse como una marca de pedigrí de la nobleza, a mediados del XVII gente de toda condición se apresura a adoptar algún postizo y se confeccionan modelos para los distintos oficios. En su Tablean de París (1788), el escritor y utopista Louis-Sébastien Mercier hace una relación de las profesiones con peluca y en ella aparecen ayudantes de cocina y abogados, profesores y maestros de coro, escribas y notarios, sin olvidar a los jueces y a los propios peluqueros.2

Otro tanto ocurriría en Inglaterra, donde la moda inundó los campos de cultivo y sedujo a las clases trabajadoras con tal desbocamiento que pronto resultó difícil encontrar a alguien que luciera su propio pelo, como no fuera precisamente en una peluca que, ya por vanidad o miedo a la peste, hubiera mandado a elaborar con los despojos de su propia cabellera sacrificada, tal y como hizo Samuel Pepys.

Si alguna vez perteneció a las altas esferas, como un blasón afectado y sin embargo obsesionante de tan primitivo, a comienzos del XVIII la peluca es un artículo de consumo ubicuo, alrededor del cual se construye una acti­vidad comercial tan estrafalaria como vigorosa, que incorpora a jovencitas dispuestas a desprenderse de sus trenzas a cambio de delantales o pañuelos (jamás a cambio de dinero, según Villaret), lo mismo que a vendedores ambulantes pregonando ejemplares de segunda mano, y que no excluye la creación de talleres clandestinos en los que, al margen de los establecimientos certificados por el rey, se ofrecen pelucas de ejecutados en la guillotina, o bien confeccionadas con pelo de caballo o lana, sin importar que se confundan con mechudos para trapear.

Pese a que la melena se ha asociado al poder y entre los antiguos galos su largura irradiaba un halo de honor y libertad que nunca se difuminó del todo en la imaginación colectiva, la rápida propagación de la peluca, que infestaría Norteamérica en fecha tan temprana como 1660, no podía ser efecto únicamente de las aspiraciones económicas ni de la búsqueda arribista de estatus. El consumo conspicuo, que según Thorstein Veblen define la condición social y tiende a ser emulado en una suerte de lucha por el reconocimiento y los privilegios de clase, pudo hacer de la peluca un enmarañado objeto de deseo -sobre todo en una época como la barroca, rendida al dios de la apariencia-, pero quién sabe si hasta el extremo de cubrir como una densa nube de pelo el hemisferio occidental.3

Hay testimonios descarnados, como el del propio Pepys en su Diario, que indican que a falta de una buena peluca era impensable el ascenso social y un grado mínimo de respetabilidad (aunque él mismo ofrece otras razones poderosas para su uso, entre ellas la pereza de bañarse: “Compré dos o tres lazos y pelucas, con la intención de llevar una, y todavía no tengo estómago para ello, pero es tan grande la molestia de conservar el pelo limpio”); y si bien durante esa época bastaba avistar el postizo para dis­tinguir la posición (quienes no tenían otro remedio que exhibir su cráneo de huevo seguramente se encontraban en la indigencia), es difícil de creer que una fiebre tan contagiosa se debiera a una mera pulsión de pertenencia que hoy llamaríamos “aspiracional”.

Como esas repentinas explosiones de vida que marcan el registro fósil, en pocos años los peluqueros produjeron más de cien modelos de pelucas con nombre propio; una exuberancia, una auténtica orgía experimental que hace pensar que esas fantasías capilares tocaban fibras más profundas y desataban impulsos más elementales que los del ascenso y el rango. En su Elogio de las pelucas de 1799, que tiene tanto de panegírico como de historia, el Dr. Akerlio describe un número considerable de modelos: de “la Caracalla” a “la venus”, pasando por “la española”, “la Aspasia” o la “Sartine”, este último un ejemplar que correría con fortuna en Inglaterra y marcaría la apariencia de los jueces.

La moda, subyugante y tornadiza, puede explicar que un hombre sin recursos se arregle el pelo para que luzca como si llevara peluca. (La seguridad que confiere la apariencia consensuada, la satisfacción de complacer al guardián social y sus múltiples ojos, pueden ser superiores, como insistía Oscar Wilde, al llamado de cualquier religión.) Pero tal simulacro del simulacro, lastimoso en su retorcida transparencia, contraproducente en cuanto signo de distinción, apenas si se compara con esas cabelleras sobrenaturales que se impusieron sin motivo aparente, de una longitud y abundancia que ninguna cabeza humana podría alimentar: arbustos frondosos elaborados con veinte matas de pelo, torres impresionantes como cornamentas de alce que atraen las miradas y se rigen por la lógica desbordada del coqueteo. El furor de las pelucas bien pudo responder a la búsqueda de posición social o, como a veces se insiste, a la higiene (eran épocas en que el baño era una práctica esporádica y las cabezas afeitadas prevenían la infestación de fauna indeseable), pero sin duda también participó la fascinación por el cuerpo expandido, la misteriosa alquimia entre el rostro y su marco desorbitado: contar con una excrecencia nueva y modelable, con un apéndice semiótico.

La envidia, y el deseo mimético que la sostiene, las ganas de adquirir y de poseer lo que los demás, la comezón de imitar la forma en que los otros se presentan en público y lucen su nueva apariencia y su capacidad de derroche -a través de una auténtica pirámide del deseo entendido como desbordamiento y no como falta-, tuvo mucho que ver en este proceso, y ya Baudrillard, en su Crítica de la economía política del signo, siguiendo más de cerca a Veblen que a Marx, subrayó la importancia de las mercancías no sólo por su valor de uso o su valor de cambio, sino por su valor como signo.

La peluca, al igual que el reloj de pulsera, el perfume y otros enseres de cuidado personal, fue uno de los artículos suntuarios que se impusieron y propagaron justo en los albores del capitalismo como portadores de prestigio, codiciados por lo que representaban en el establecimiento de un gusto y un estilo, de una noción de identidad a la que se había incorporado desde su raíz la dominación de clase. Más allá de que, como postula la economía política clásica, la peluca satisfacía ciertas necesidades de higiene o vanidad, su expansión desenfrenada responde a que se reveló como un auténtico lenguaje, un elaborado sistema de signos que, entre otras cosas, perpetuaba y daba cuerpo a los estamentos de la jerarquía social.

Si a comienzos del siglo XVIII nadie quería quedarse al margen de la euforia de ganar una cresta imprevista, un repertorio de antenas pilosas que, por si fuera poco, se impregnaban con esencias y colores y emitían mensajes lúbricos, no hay que olvidar que esas señales no eran exclusivamente de rango y bienestar, sino también de exceso y recreación, de travesura y alarde y, desde luego, de apetitos cómplices. Al mismo tiempo que esas cornamentas galantes afianzaban un gusto y una indicación de estatus como parte del nuevo código social, ¿quién habría desaprovechado la ocasión de llevar el propio cuerpo hacia las alturas para emitir desde allí señales a los cuatro vientos? ¿Quién se habría quedado al margen del juego de darle un toque de ilusión y desmesura al lenguaje de la presencia física?

Referencias:
1 Por lo que se sabe, la moda de Versalles conquistó todas las cortes de Europa, y sólo el recalcitrante rey Federico Guillermo de Prusia renunció a la peluca para ajustarse a la vieja moda militar, si bien no se atrevió a prohibirla entre sus servidores y súbditos.
2 Un siglo antes Jean-Baptiste Thiers había publicado un libelo más bien abundoso para denunciar la incontenible debilidad de los curas por las greñas mendaces; con un arsenal de citas flamígeras y referencias autorizadas por los concilios, su Histoire des perruques (1690) es antes que nada un compendio furibundo contra el uso eclesiástico de postizos.
3 André Charles, maestro peluquero, escribió en 1760 una tragedia y tuvo el atrevimiento de enviársela a Voltaire. El filósofo le respondió con un único consejo -hoy célebre-, repetido mil vecesa lo largo de cuatro páginas: “Peluquero a tus pelucas, maestro André, a tus pelucas, tus pelucas, tus pelucas…”

Fuente: www.elhistoriador.com.ar