Marcos Sastre nació en Montevideo el 2 de octubre de 1808, pero desarrolló su actividad mayormente en la Argentina, adonde se trasladó con su familia cuando tenía ocho años. Librero, periodista, escritor, pintor, naturalista, descolló sin embargo por su labor infatigable a favor de la instrucción pública. No hubo esfera ni campo de acción para el fomento de la educación que no mereciera su atenta mirada: desde la elaboración de un libro de lecturas para enseñar las primeras letras 1 hasta el fomento de una jubilación para los maestros o el diseño de los pupitres que debían instalarse en las escuelas.
Sus ideas de avanzada quedarán plasmadas en varios artículos periodísticos. En una época de completa sumisión de la mujer al hombre, Sastre luchó por lo que entonces era casi una osadía: el fomento de la educación de las mujeres. “Estos deseos alimentan en mi pecho la esperanza de que algún día se abrirá para ellas la carrera de las ciencias, las letras y las artes. Ellas, como nosotros, necesitan de la instrucción para ser y hacer felices. Ellas, como nosotros, pueden entrar en el templo de Minerva y coronarse con el laurel de Apolo. Ellas, como los hombres están adornadas de talentos y aptitudes para todo género de ciencia y conocimientos sublimes. Esta verdad es hoy tan evidente que no necesita el apoyo de tantos y tan sabios autores que la han demostrado”, dirá a principios de la década de 1830.
Como sucedería con la mayoría de las familias rioplatenses de principios del siglo XIX, las convulsiones políticas de la región signarían su destino. Sus padres, fervorosos promotores de la independencia, eran conocidos en su Montevideo natal como “el patriota” y “la patriota”. En 1817, tras la invasión portuguesa, la familia debió abandonar la ciudad para instalarse primero en Concepción del Uruguay, luego en Santa Fe y más tarde en Córdoba. En esta ciudad, el joven Sastre completó sus estudios secundarios en el colegio Monserrat. A los 18 años, sus habilidades de pintor le valieron el otorgamiento de una beca para estudiar arte en Buenos Aires, donde pasó dos años.
En 1831 contrajo matrimonio con Jenuaria Arambulo, con quien tendrá doce de sus catorce hijos.
A los 22 años, un ofrecimiento tentador lo impulsó a regresar a su ciudad natal. Fue designado oficial mayor de la secretaría del Senado, pero nuevamente la situación política inestable de la ciudad vecina lo trajo a Buenos Aires, donde en 1833 estableció su famosa librería, pronto conocida como La librería de Sastre. Dos años más tarde, la mudará a un salón más amplio rebautizándola como Librería Argentina.
Alguna vez dejará oír su queja por la costumbre de estar “mendigando talentos extranjeros para la educación de nuestra juventud”. Él se encargará personalmente de atizar el fuego de las inteligencias locales. A principios de 1837 propuso organizar una institución cultural. Así nació el Salón Literario: personajes de la talla de Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Juan Thompson, Vicente Fidel López, Gervasio Antonio Posadas, Carlos Tejedor, Pastor Obligado, Eduardo Acevedo y José Mármol frecuentarían el lugar. El Salón fue un ámbito fecundo de debates y el antecedente directo de la Asociación de Mayo.
Pronto los debates intelectuales sobre temas filosóficos y literarios dieron paso a cuestiones más acuciantes, como las circunstancias políticas del momento. “Tenemos patria y queremos servirla, si no con la espada al menos con la inteligencia… (…) para continuar la grande obra de la Revolución de la Mayo”, dirá Esteban Echeverría. El Salón no tardó en caer víctima de las presiones políticas y debió cerrar sus puertas por orden de Rosas.
En mayo de 1838 desaparecería también la librería. Sastre no tardó en ser sindicado como “salvaje unitario”, y se alejó de la ciudad, instalándose en el pueblo de San Fernando, donde abrió un colegio, pero hasta allí llegaron las persecuciones y pronto debió trasladarse a Entre Ríos, donde Urquiza lo nombró Inspector General de Escuelas Primarias. También se hizo cargo de la redacción del diario El Federal Entrerriano.
Cuando Sarmiento regresó al país tras su largo exilio, Sastre lo secundó desde el primer momento. Creó bibliotecas escolares e impulsó el establecimiento de escuelas normales para preparar maestros, y escuelas agrícolas, para el fomento de la riqueza del país. Durante la presidencia del sanjuanino fue nombrado director de las escuelas dependientes de la Municipalidad de Buenos Aires.
Demócrata convencido, federal, austero, ferviente católico, amante de la naturaleza, Sastre consagró su existencia al fomento de la educación. No cejó nunca en su lucha pacífica y la muerte lo encontraría trabajando. El 10 de febrero de 1887, el Consejo Nacional de Educación celebró una de sus sesiones; Sastre, que había sido designado miembro del organismo por Julio Argentino Roca, asistió con la puntualidad de siempre. Cinco días más tarde, el 15 de febrero, este infatigable maestro de maestros moría de un infarto mientras trabajaba en su habitación. Dejaba catorce hijos y numerosas obras, entre las que se destacan Anagnosia, Lecciones de gramática, Orografía Completa, Método Ecléctico de Caligrafía Inglesa, Lecciones de Aritmética, Lecciones de Gramática Castellana, Consejos de Oro sobre la Educación y Temple argentino, su obra principal, un estudio sobre el Delta del Paraná que él mismo ilustró.
A continuación reproducimos un fragmento de una Memoria presentada ante el Consejo de Instrucción Pública en 1865, donde Sastre reflexiona sobre la importancia de la instrucción política para el desarrollo de la democracia desde la escuela primaria.
Fuente: La educación popular en Buenos Aires. Memoria. Presentación al Consejo de Instrucción Pública por el Inspector General de las Escuelas, D. Marcos Sastre, Buenos Aires, Imprenta Argentina de El Nacional, 1865, págs. 26-29.
La enseñanza pública primaria, en ninguno de sus grados, ha atendido hasta ahora a la instrucción política de los que algún día tendrán que ejercer las importantes funciones que les asigna la democracia. El sistema republicano que nos rige pone en manos de los pueblos su propia felicidad; luego es de absoluta necesidad que cada individuo comprenda ese admirable mecanismo social en que cada uno coopera e influye sobre la felicidad y seguridad de todos, asegurando de ese modo la suya propia. No debería salir de las escuelas ningún alumno sin el conocimiento de la organización política de su país y de los deberes y derechos del ciudadano argentino 2.
Uno de nuestros hombres públicos, antes citado, observa que “el más grave inconveniente que existe entre nosotros para hacer efectivo el sistema federal son nuestras tradiciones de raza, y el contacto inmediato con libros y con hombres que no creen en la fuerza y en la voluntad de los pueblos. Nuestra tarea, pues, es de luchar contra esos errores, ilustrar las masas haciéndoles conocer los principios de nuestro sistema político, el más bello y más grande de todos los sistemas inventados, porque es el gobierno del pueblo por el pueblo, a toda hora, y a todo momento, solo a costa de pequeñas delegaciones, sobre las cuales aun se reserva el derecho de vigilancia y enmienda. Según la educación política de nuestros antepasados, el labriego como el hombre de la ciudad son incapaces de hacer nada por su propia felicidad; es preciso pedírselo todo al gobierno. No existe el orden, el progreso industrial, las escuelas, la religión etc. etc. si el gobierno no hace todo eso» 3.
Mucho antes, una de las primeras capacidades argentinas nos había reprochado ya ese fatal descuido de la ilustración política del pueblo, con estas punzantes palabras:
“¿Cómo podrá considerarse la soberanía del pueblo, es decir, la acción incesante del pueblo en el gobierno, el orden y el progreso social, con la absoluta ignorancia del pueblo que ejerce esa soberanía?
¿Hará jamás buen uso de la potestad soberana quien no sabe lo que es patria, libertad, igualdad, fraternidad, ni derecho de sufragio y representación; el que no tiene en suma noción alguna de los deberes del hombre y del ciudadano?
La soberanía de un pueblo semejante ¿no es a un tiempo un contrasentido ridículo, un horrible sarcasmo, y una burla de los principios más sagrados?
¿Hay otra garantía de orden y estabilidad para el porvenir, otro remedio para el mal que nos devora, que la inoculación gradual de los principios de nuestro credo social en las cabezas tiernas de las generaciones que aparecen?
“Los que dicen que han trabajado y trabajan por la patria, los que se afligen y desesperan, no viendo término a sus males, ¿cómo es que no han pensado en echar mano del único recurso que podría remediarlos: la educación de la niñez encaminada a la democracia?” 4
Las instituciones sociales adquirirán tanto mayor fuerza y estabilidad, cuanto mayor sea el número de ciudadanos que las comprendan y penetren su espíritu. Ya que tanto admiramos y tomamos por modelo las instituciones de la república norteamericana, debiéramos principalmente inquirir las fuentes de donde emanan. Allí la educación primaria y la instrucción política son los más firmes y más eficaces apoyos de la democracia. Puede decirse que en los Estados del norte no se encuentra un solo individuo que no sepa leer y escribir, y que no posea además un conocimiento exacto de su sistema de gobierno. Debe llamar nuestra atención la observación que han hecho varios estadistas europeos que han visitado la Unión americana: a saber, que en todas las escuelas públicas y particulares o privadas se les explica a los niños con la mayor claridad los derechos que cada uno tendrá algún día que hacer valer en la sociedad, y sus deberes para con ella; y no puede darse el caso de una escuela en que falte la enseñanza de la constitución del Estado. “De lo que resulta (dice un escritor moderno) que todo ciudadano, de cualquier condición que sea, conoce las instituciones a cuyo amparo vive, y no superficialmente sino con claridad y exactitud, porque no se ha cesado de explicárselas desde su infancia». 5
En el curso de nuestros estudios y nuestros trabajos hemos puesto particular empeño en examinar y comparar el estado de la instrucción pública en las principales naciones del globo, y en ninguna parte, en ninguna de ellas hemos visto un conjunto de sacrificios pecuniarios, de apoyo popular, de cooperación oficial, y sobre todo, de resultados obtenidos, tan remarcable y tan sorprendente como en los Estados Unidos.
Hace ochenta años que Jefferson dirigió estas palabras a su patria: “La instrucción del pueblo es la única base sólida de un gobierno libre”; cuarenta años hace que estamos repitiendo un apotegma análogo de Rivadavia, ya convertido en una verdad vulgar; y sin embargo, estamos todavía empeñados en levantar con una mala mezcla esa base sólida.