El 16 de noviembre de 1922 nació José Saramago en Azinhaga, un pequeño pueblo portugués ubicado a 90 kilómetros de Lisboa. Saramago creció en el seno de una familia de campesinos. Cuando tenía tres años, su familia se mudó a la capital portuguesa. La precaria situación económica lo obligó a abandonar los estudios secundarios. Trabajó de cerrajero, de ayudante de mecánico, de periodista y de traductor antes de decidir dedicarse a la literatura.
Militante comunista desde 1969, en 1974 participó en la Revolución de los Claveles, que terminó con 42 años de dictadura en su país. Los vaivenes de la política lo dejaron más tarde sin esperanzas de conseguir trabajo como reportero. Fue entonces que comenzó el giro que lo consagraría a las más altas cumbres de la literatura. Tenía 52 años y se volcó de lleno al oficio de escritor.
En 1947, había publicado la novela Tierra de pecado, pero su paso por las letras fue breve. “Sencillamente no tenía algo que decir”, dirá años más tarde.
Comprometido con la realidad de su tiempo, la década del 1970 lo encontró luchando contra la dictadura de Portugal y combatiendo las injusticias sociales. Fue entonces que halló en la literatura el terreno fértil desde donde alzó su voz.
Una voz que denunció la concentración de riqueza en pocas manos: “El 47 por ciento de la riqueza mundial se concentra en 200 y tantas empresas multinacionales que ejercen el verdadero poder en el mundo y que jamás se presentan a elecciones. Se gasta más dinero en enviar un aparato a Marte para buscar algunas rocas que en llegar con ayuda concreta a las personas que necesitan más protección”, dijo en una entrevista publicada en la revista Viva el 7 de enero de 2001.
También opinó sobre América Latina: “La situación en América Latina es especialmente desesperanzadora. Me parece que aquí necesitan de una nueva liberación. Ya no de los colonizadores españoles o portugueses sino de la tutela de los Estados Unidos. En ese país creen que todas las naciones de América son su terreno. Después de todo, las dictaduras que ustedes padecieron fueron apoyadas y entrenadas por ellos. La opresión económica que ejercen, además, es uno de los espectáculos más vergonzosos. América latina necesita liberarse cuanto antes de eso, reaccionar, aprender a decir no. No hablo de pensar en una protesta armada: todos los enfrentamientos armados me parecen absurdos. Hablo de que debería existir una conciencia nacional o continental…”
Entre sus libros se encuentran Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, La caverna, Ensayo sobre la lucidez. El éxito le llegó cuando ya tenía 60 años y en 1998 ganó el premio Nobel de Literatura.
Compartimos en esta ocasión una entrevista que le realizó la escritora y traductora Márgara Averbach en 1995, donde Saramago habla –entre otras cosas– de la relación entre la historia y la literatura, la cadencia musical de su obra, la tragedia de convertir a los ciudadanos en consumidores.
Fuente: Diario Clarín, 26 de enero de 1995; en Leer antes, crítica literaria en suplementos culturales, Biblioteca Javier Coy, Universidad de Valencia, Valencia, 2015.
Para el que lo leyó, oírlo hablar es un descubrimiento porque habla como escribe en más de un sentido: Las mismas frases enrevesadas, digresivas, y sin embargo, completamente coherentes: la misma inteligencia lúcida y atenta, la misma atención obsesiva hacia todo lo que dice, el mismo ritmo pausado que, en realidad, termina por ser agotador. El entusiasmo de un chico y el escepticismo de un sabio que conmueven en Memorial de un convento, Historia del cerco de Lisboa y El Evangelio según Jesucristo y recientemente en Casi un objeto.
Me gustaría que hablara un poco de las relaciones entre la historia y la literatura.
La historia es una de mis preocupaciones, tal vez la principal. A veces me pregunto si no soy un historiador que no llegó a serlo. La historia se me presenta como algo inacabado, algo que dice apenas una parte de lo que ocurrió, y esa sensación de cosa incompleta me ha llevado a decir que quiero “corregir la historia”. Tal vez eso no sea exacto, pero sí quiero rescatar algo de lo que quedó afuera. A mí me preocupa mucho el punto de vista, dónde está uno cuando mira algo, y la historia oficial que nos enseñan no es más que una selección de hechos organizados coherentemente aunque nos la presentan como una fatalidad, como algo, que ocurrió porque no podría haber ocurrido otra cosa. Esa historia deja mucho afuera: la historia escrita por las mujeres, los vencidos, los indios, los pobres, todos los que no tienen lugar en la historia oficial o, cuando lo tienen, son un decorado. A la hora de escribir una novela, yo tengo esa necesidad, a veces obsesiva, de buscar lo que no ha sido dicho y a veces lo que no ha sido dicho va en contra o ilumina de otro modo lo que sí se dijo.
¿Hay diferencias entre literatura e historia?
No muchas, en el fondo. El historiador se comporta como un novelista: elige lo que le parece bien para contar una historia, organiza todo para que tenga una coherencia, para que parezca que tenía que ocurrir así. El novelista sabe que hay más historias que pudo introducir y que se reserva para otro momento. El historiador no lo acepta, aunque a veces cambia porque descubre un documento nuevo o porque cambia el poder (y eso es suficiente para que la historia cambie) pero fuera de eso, la manera de hacer las cosas no es muy distinta. Después del movimiento de la nouvelle histoire,afortunadamente, el aire fresco y nuevo de la historia tuvo mucha influencia en algunos escritores. Sobre todo en circunstancias como las nuestras, en las que al cabo de una dictadura de cincuenta años, tuvimos la necesidad de mirar atrás para buscar nuestras raíces.
Su frase es como una ameba que deriva hacia todos lados y se abre siempre. ¿De dónde sale?
Yo necesito escribir como si tocara música, con algo que se expande… Mire, a la hora de escribirla, la música parece lineal, una nota detrás de la otra. Pero a la hora de hacerla sonar, se expande, no nos llega en línea recta. Eso es lo que pasa con mi discurso narrativo: es expansivo, envolvente. Hablar es como hacer música en el sentido más obvio: hablamos con sonidos y con pausas y la música se hace con sonidos y con pausas. En la Novena de Beethoven, en el último movimiento, cuando los violoncelos y los contrabajos anuncian el tema que se va a cantar, la música se vuelve palabra. En esa parte, la música está hablando. Y cuando escribo, a veces, me doy cuenta de que ya dije todo lo que tenía que decir en la frase y que, sin embargo, tengo que agregar dos o tres palabras más porque el tiempo musical quedó inconcluso. Y las agrego.
¿Entonces usted cree que sus textos se leen mejor en voz alta?
Ah, eso es interesante por algo que me pasó. Voy a decirle en qué condiciones nació eso que se llama “mi estilo”. Nació en una novela llamada Alzado del suelo. Cuando me quedé sin trabajo en el año ’75, por razones políticas (yo dirigía un periódico que estaba con la revolución y suspendieron a toda la dirección), tuve que tomar la decisión más importante de mi vida: decidí no trabajar y escribir solamente y eso fue lo que hice. En el ’76, me fui a una región del sur de Portugal, una región de latifundios, y me quedé ahí dos meses porque quería escribir una novela sobre los campesinos (yo nací en una familia de campesinos sin tierra que después fueron a Lisboa y tenía necesidad de resolver esa especie de asignatura pendiente). Hablé con la gente, comí con ellos, viví con ellos, casi dormí con ellos y tenía la historia muy clara en la cabeza. Pero cuando volví a Lisboa me di cuenta de que tenía el “qué” de la historia pero no encontraba el “cómo”. El modo propio del tema hubiera sido el neorrealismo pero yo sentía que no quería contar esa historia así. Después de tres años de pensarlo, me senté a escribir. Iba más o menos por la página veinte y, sin saber por qué, empecé a escribir como escribo ahora. Fue una especie de milagro porque no lo preparé, nunca me lo planteé. Creo que si hubiera estado escribiendo una novela urbana, con gente de ciudad, no habría pasado.
¿Cómo es eso?
Le explico: yo tengo muy claro que el discurso oral es mucho más creativo que el escrito. A la hora de decir algo, todos lo decimos. La verdad es que hablando todos somos creadores, y no todos pueden serlo escribiendo. Lo que pasó esa vez fue que yo escribí con los personajes en el oído porque los había escuchado: tenía no sólo la palabra, sino la música que la acompañaba. Y era como si estuviera devolviéndoles lo que me habían dicho, tamizado por mi propia sensibilidad, por lo que yo me imagino que sé (conciencia política, conocimiento cultural, y demás). Yo me veía a mí mismo narrando sus propias vidas a esa asamblea de campesinos, narrándolas oralmente, y eso me impuso ese discurso que no acaba más. Y ahora viene la anécdota: le di la novela a un amigo mío. A los pocos días, me llama y me dice “no entiendo, leo una página y a la tercera me pierdo, ¿qué pasa?”, y yo le dije: “te sugiero que leas en voz alta”. Al dial siguiente, me dijo: “ahora sí entiendo todo”. Mi lector, aunque no ande por el pasillo leyendo en voz alta y molestando a la familia, tiene que oír la voz de la narración en su cabeza.
Sus libros plantean un problema con respecto a la voz que cuenta, al narrador. ¿Podría definir a ese narrador?
Sé que es un problema, una dificultad. Si yo pudiera eliminarlo totalmente, lo haría, pero a veces me lo señalan y no tengo más remedio que reconocerlo. Siempre digo que el narrador es un personaje más en una historia que no es la suya y aunque les moleste a los universitarios y me lo discutan, para mí la voz más importante en mis novelas es la del autor. El autor no tiene más remedio que poner de vez en cuando algo reconocible, detectable, llamado narrador, pero yo quisiera que no estuviera ahí. Es más, si pudiera, pondría en mis novelas una faja que dijera: “Atención, este libro lleva unapersona adentro”. Y esa persona es el autor. Insisto, yo defiendo al autor, creo que existe una entidad llamada autor. No estoy hablando de confesiones, por supuesto: el autor no debe aprovechar el hecho de que escribe para confesarse) pero sé que toda novela, todo gesto, todo lo que hacemos es autobiográfico en el fondo.
¿Y los comentarios que hace la voz narradora, por ejemplo, en El Evangelio…?
No se trata de un narrador: es el autor. El autor cuando escribe, reflexiona sobre lo que hace. No se sirve de una entidad interpuesta llamada narrador para hacer sus comentarios. Por lo menos en mi caso no. Soy yo, que me interrumpo para comentar desde mi propio punto de vista. Yo jamás diré que estoy fuera de la historia: yo lo digo todo. Pensándolo bien quizás no escriba novelas. Quizás lo que yo hago sean ensayos con personajes.
¿Qué lugar tiene Portugal en sus textos?
Todo lo que escribo está empapado de Portugal. Como escritor y como hombre, conozco muy bien sus propios límites. Mis temas, mis intereses están limitados a un espacio dado. Dentro de esos límites, el trabajo es ahondar, trabajar en profundidad, no ampliarse. Y ese espacio es Portugal porque ahí nací y eso es lo mío. Existe el riesgo (obviamente hoy me doy cuenta de que no es tan grande como yo creía) de quedar un poco local como autor, de no interesar fuera del país, pero me doy cuenta que cuanto más local es uno, más universal es. Voy a dar el ejemplo de alguien que es muy pero muy local y que también es universal: Dostoievsky. Temas totalmente rusos, totalmente de Dostoievsky incluso, se han vuelto temas de importancia universal. No quiero compararme con Dostoievsky pero sí decir que esa cualidad de local me da una cierta seguridad en mí mismo que no es pedantería y que depende directamente de la conciencia que tengo de mis límites.
¿Y usted opone esa acritud suya de trabajar para abajo, en profundidad, a la de los políticos de su país, que alguna vez definió como superficiales?
Sí, pero no hay que criticar mucho porque no estamos haciendo nada más que ir por donde va el mundo: hacia la superficialidad, la falta de solidaridad, el egoísmo personal, esa especie de histeria consumista. Lo peor de todo y lo que más me preocupa es que Portugal no tiene una idea de su propio futuro. No se puede separar lo que se es de lo que se hace. Y no sabemos qué vamos a hacer en el marco de la Comunidad Europea, cuál es nuestro rol en la división del trabajo. Estamos convirtiendo a los ciudadanos en consumidores, en clientes, y eso es algo trágico. En un país fuerte, como Alemania o Francia, se pueden encontrar modos de conciliar ese espíritu o falta de espíritu que lleva de un ciudadano a un consumidor, pero no en países débiles como el mío. Y hay regiones que en Portugal son de gente pobre, triste, vieja, melancólica, gente que perdió la ilusión que les había dado la reforma agraria de la revolución.
Usted dijo alguna vez que Portugal era un país muerto.
Es cierto. Y hubo escándalo por eso pero hay que poner la frase en contexto. Supongamos que no está muerto: ¿para qué sirve un país que depende de todos y de todo, que no tiene una idea propia de futuro, esto dicho sin nacionalismo? Vivir así es una especie de muerte en vida. Con 20 millones de desocupados, los hombres están al servicio de la economía y no al revés, como debería ser. Yo lo siento un poco menos porque vivo en las Canarias pero sigo sintiéndolo, claro está. Uno nunca está afuera del todo.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar