El Pozo de Yocci, de Juana Manuela Gorriti (fragmentos)


El 6 de noviembre de 1892 murió en Buenos Aires Juana Manuela Gorriti. Era hija de José Ignacio de Gorriti, un destacado lugarteniente de Martín Miguel de Güemes y varias veces gobernador de Salta. Su infancia estuvo marcada por las sucesivas invasiones realistas a la provincia y por las guerras civiles que se sucedieron tras la independencia.

Exiliada con su familia en Bolivia durante el período rosista, vivió una vida de novela.  Se casó con el general boliviano Manuel Isidoro Belzú. En Bolivia, comenzó a hacerse conocer por su cultura en las tertulias de las ciudades de Sucre (la antigua Chuquisaca), Oruro y La Paz, donde sucesivamente residió.

Más tarde, Juana se instaló en Lima con sus dos hijas, donde hizo de la enseñanza y la escritura su oficio. En 1845, la Revista de Lima dio a conocer su primera narración, “La quena”, cuyo tema central es la disputa entre dos hombres por el amor de una mujer. A partir de entonces, fue dando a conocer sus textos, entre ellos uno de los primeros folletines sudamericanos, Peregrinaciones de un alma triste.

En 1865, su marido fue asesinado en Bolivia. Juana viajó al vecino país para recuperar el cadáver de su difunto esposo, pero tuvo que salir en forma clandestina para no ser capturada por los opositores de Belzú.

Tras la caída de Rosas, su nombre empezó a ganar reconocimiento también en Buenos Aires, adonde viajó por primera vez en 1874. Dos años después, el editor Casavalle dio a conocer la primera edición de Panoramas de la vida, dos tomos que incluían distintas obras de Juana Manuela, entre ellas una biografía de Belzú, relatos de las guerras civiles sudamericanas y un Divino perfil de Camila O’Gorman, uno de los primeros rescates literarios de su figura.

Gorriti se inscribe en el romanticismo literario, al que también pertenecen Esteban Echeverría, José Mármol y Juana Manso, entre otros. Aunque unitaria por convicción y origen familiar, buscó en sus escritos superar las facciones y se abocó a describir el amor y horror de la guerra civil. Escribió numerosos artículos con clásicos motivos: civilización, barbarie, unitarios, federales, etc. Entre sus obras se destacan Sueños y realidades,  Panoramas de la vida, Misceláneas, El mundo de los recuerdos,  Lo íntimo Cocina ecléctica.

Reproducimos aquí los primeros dos capítulos de El Pozo de Yocci, un texto escrito en 1869 sobre la tragedia tanto de la guerra de independencia como de la guerra fratricida, que dejaron familias desgarradas por la pertenencia de sus miembros a bandos enfrentados a muerte.

Reproducimos aquí los primeros dos capítulos de El Pozo de Yocci, un texto escrito en 1869 sobre las tragedias familiares que acarrearon tanto la guerra de independencia como la guerra fratricida que le siguió, que dejaron familias desgarradas por la pertenencia de sus miembros a bandos enfrentados a muerte.

Fuente: Juana Manuel Gorriti, Ficciones patrias, Buenos Aires, Ediciones Sol, págs. 81-86.

El Pozo de Yocci

I
El Abra de Tumbaya

Mediaba el año de 1814. La libertad sudamericana había cumplido su primer lustro de existencia entre combates y victorias; era ya un hecho: tenía ejércitos guiados por heroicos paladines, y desde las orillas del Desaguadero, hasta la ciudadela de Tucumán, nuestro suelo era un vasto palenque, humeante, tumultuoso, ensangrentado, que el valor incansable de nuestros padres, disputaba palmo a palmo, al valor no menos incansable de sus opresores.

En aquel divorcio de un mundo nuevo, que quería vivir de su joven existencia, y de un mundo añejo, que pretendía encadenarlo a la suya, decrépita y caduca; en ese inmenso desquiciamiento de creencias y de instituciones, todos los intereses estaban encontrados, los vínculos disueltos; y en el seno de las familias ardía la misma discordia que en los campos de batalla.

A los primeros ecos del clarín de Mayo, los jóvenes habían corrido a alistarse bajo la bandera de los libres. Los viejos, apegados a sus tradiciones, volvían los ojos hacia España; y temiendo contaminarse al contacto del suelo rebelde que pisaban, recogían sus tesoros, y se alejaban desheredando a sus hijos insurgentes y dejándoles por único patrimonio una eterna maldición.

Vióseles, a centenares, arrastrando consigo el resto de sus familias, vagar errantes, siguiendo los ejércitos realistas en sus peligrosas etapas al través de frígidos climas, o marcharse a la Península, dejándolas abandonadas entre hostiles pueblos del Alto Perú.

De esos tristes peregrinos, cuán pocos volvieron a ver el suelo hermoso de su patria. Dispersos, como los hijos de Abrahán, moran en todas las latitudes; y en las regiones más remotas, encontraréis con frecuencia, bajo una cabellera cana dos ojos negros que han robado su fuego al sol de la Pampa, y una voz, de acento inolvidable traerá a vuestra mente el radiante miraje de esa tierra amada de Dios.

Sin embargo, los que a ella regresaron, en fuerza del tiempo y de acontecimientos, vinieron tristes y devorados de tedio.
Pensaron hallar en sus hogares la dicha de la juventud, y encontraron, sólo, un doloroso tesoro de recuerdos.

Al ponerse el sol de una tarde de octubre, tibia y perfumada, una columna, compuesta de un escuadrón, y dos batallones, subía la quebrada de León, mágico pensil que desde la tablada de Jujuy, se extiende, en un espacio de nueve leguas, hasta las mineras rocas de El Volcán.

Era aquella fuerza la retaguardia de las aguerridas tropas que, victoriosas en Vilcapugio, invadieron [por] segunda vez el territorio argentino, y que retrocediendo ante las improvisadas huestes de San Martín, se retiraban, sino en desorden, llevando, al menos, vergüenza y escarmiento.

En pos de la columna, y cubriendo todos los senderos de la quebrada, venía una numerosa caravana, compuesta de jinetes, bagajes y literas.

Era la emigración realista.

Eran los godos, que se alejaban murmurando con rencor el judica me Deus; mientras obcecados por una culpable ceguedad, arrastraban a sus hijas, coros de hermosas vírgenes, hacia aquella gente non sancta, entre la cual tantas fueron profanadas.

Numerosas falanges de guerrilleros patriotas coronaban las alturas de uno y otro lado de la quebrada, flanqueando al enemigo con un vivo y sostenido fuego.

Los realistas rugían de cólera ante la imposibilidad de responder a esa mortífera despedida de adversarios, que, ocultos entre los bosques que cubren nuestras montañas, los fusilaban a mansalva, acompañando sus descargas de alegres y prolongados hurras.

En fin, diezmados, y pasando sobre los sangrientos cadáveres de sus compañeros, los españoles llegaron a la boca de la quebrada. Los cerros, en aquel paraje, apartándose a derecha e izquierda, forman un vasto anfiteatro cortado al norte por el Abra de Tumbaya, honda brecha abierta por la ola hirviente del volcán que le dio su nombre. Figura una ancha puerta, que, cerrando el risueño valle de Jujuy, da entrada a un país árido y desolado, verdadera Tebaida, donde acaba toda vegetación. Enormes grupos de rocas cenicientas se alzan en confuso desorden sobre valles estrechos, sembrados de piedras y de salitrosos musgos. Nunca el canto de una ave alegró esos yermos barridos por el cierzo y los helados vendavales; y cada uno de aquellos grises y pelados riscos, parece una letra, parte integrante del fúnebre lasciate ogni speranza de la terrible leyenda.

La columna realista atravesó el solemne paso.

Siguióla el inmenso convoy de emigrados, que al trasponerlos, volvieron una dolorosa mirada hacia la hermosa patria que dejaban.

Nosotros también, un día de eterno luto, paramos en esa puerta fatal, y al contemplar los floridos valles que era forzoso abandonar, y los dédalos de peñascos sombríos que al otro lado nos aguardaban, invocamos la muerte… Y después… después, la alegría y la dicha volvieron; y perdido nuestro edén, bastónos el cielo azul; y encontramos poesía en aquellos peñascos, y los amamos como una segunda patria. ¿En qué terreno, por árido que sea, no te arraigas, corazón humano?

Guerreros y peregrinos, atravesada el Abra, desfilaron a lo largo de los fragosos senderos, y se alejaron, confundiéndose luego con la bruma del crepúsculo… para perderse después en ese huracán de balas de metralla que, durante catorce años, barrió Sudamérica del septentrión al mediodía.

El vivac
Las sombras han sucedido al día, y a su bélico tumulto la plácida calma de la noche.

En el fondo de la quebrada, a la orilla izquierda del río de León, una línea de fogatas eleva sus rojas llamas bajo el ramaje florido de los duraznos. Es el campamento de los guerrilleros patriotas.

Allí, centenares de hombres de razas, costumbres y creencias diversas, unidos por el sentimiento nacional, guerrean juntos; partiendo la misma vida de azares y de peligros; y en aquel momento, sentados en torno de la misma lumbre, reunidas en pabellones sus heterogéneas armas, y mezclando sus dialectos, se abandonan a las turbulentas pláticas del vivac.

Allí se encuentran el acicalado bonaerense; el rudo morador de la pampa; el cordobés de tez cobriza y dorados cabellos; y el huraño habitante de los yermos de Santiago, que se alimenta de algarrobas y miel silvestre; y el poético tucumano, que suspende su lecho a las ramas del limonero; y los pueblos que moran sobre las faldas andinas; y los que beben las azules aguas del Salado, y los tostados hijos del Bracho, que cabalgan sobre las alas veloces del avestruz; y el gaucho fronterizo, que arranca su elegante coturno al jarrete de los potros.

—Qué flaco está el rancho, sargento Contreras -exclamó un mulato salteño, dirigiéndose a cierto hombrón de rostro bronceado y ondulosa cabellera, mientras revolvía un churrasco en las brasas del hogar—. Nadie diría que hoy hemos matado tanto gallego de mochila repleta.

—Y llevando un convoy de víveres frescos, que no había más que pedir.

—¡Al diablo el comandante Heredia y su fuego de flanco! Otra cosa habría sido, si mandara cargar por retaguardia: ni un sarraceno pasara el Abra para ir a contar el cuento. ¡Que no hubiese hecho cada uno como el capitán Teodoro: desobedecer y atacar!

—¡Pobre capitán Teodoro! ¡Tan valiente y tan buen mozo!

—Hubiéralo yo seguido, si me encuentro cerca de él.

—Yo me hallaba entonces a la otra banda del río, encaramado en la copa de una ceiba vaciando sobre aquellos diablos la carga de mi fusil; y vi al capitán arrojarse, espada en mano, al centro de la columna. ¡Caramba! ¡Hubo un fiero remolino! Estocada por aquí, mandoble por allá… Luego sonaron casi a un tiempo cuatro tiros, y… todo se acabó… ya sólo vi un caballo que huía espantado río abajo.

—Yo hacía fuego, acurrucado en el hueco de un tronco, y vi al pobre capitán caer atravesado de balas. Por más señas que de una litera salió un grito que me partió el corazón. Fue una voz de mujer: de seguro era algo de él.

—O del oficial godo que mató del primer hachazo. ¡Pulsos tenía el capitán Teodoro!… y eso que no llegaba a veinte años.

—¡Teodoro! ¿Por qué no llevaba apellido?

—¡Quién sabe!

—Yo lo sé: porque su padre es un gallego ricacho y testarudo, que le achacaba a delito el servir en nuestras filas, y lo había desheredado, y hasta quitádole el nombre.

—¡No importa! así, Teodoro a secas, era un valiente soldado. ¡Malhaya la mano que le mató! No le pido más a Dios, sino el consuelo de ponerle a tiro de mi cuchillo.

—¿Dónde cayó el capitán?

—En la angostura del río, más allá de los cinco alisos, al salir a la altura de los sauces. El mayor Peralta fue ya en busca de su cuerpo.

—¡Hum! ¡Quién sabe si podrá encontrarlo!

A esa hora, el sol no se había puesto; y una pandilla de cóndores revoloteaba en el aire. Esos diablos en un momento despabilaban el cadáver de un cristiano…

—¿Quién vive? —gritó a lo lejos la voz de un centinela.

—¡La Patria!

—¿Qué gente?

—Soldado.

Y un jinete, llevando en brazos un cadáver, entró en el recinto del campamento.

—Por aquí, Peralta —gritó un hombre, saliendo de la única tienda que había en el campamento.

—¿Logró usted encontrarlo?

—Sí, comandante —respondió, con voz sorda, el otro—. ¡Aquí está!

El comandante recibió en sus brazos el cadáver y lo condujo a la tienda, donde lo acostaron sobre una capa de grana bordada de oro, despojo que, al principio de la campaña, había el comandante Heredia tomado al enemigo.

—He ahí, a donde conduce un ardimiento imprudente —exclamó el jefe dando una mirada de dolor al rostro ensangrentado del muerto—. ¡Pobre Teodoro! Acometió una locura, que ni aun sus veinte años podían excusar: ¡arrojo inútil y temerario, que lo ha llevado a la muerte! ¡Se habría dicho que la buscaba!

—Sí —respondió aquel que había traído el cadáver—, fue a su encuentro; pero así lo exigía el deber. No se compare usted con él, comandante. El alma de usted es reflexiva, fría y reside en la cabeza: la suya moraba en el corazón.

—¡Locos! —murmuraba Heredia, abandonando la tienda, convertida en capilla ardiente—. ¡Locos! Traer a esta guerra sagrada el imprudente arrojo de un torneo es robar a la patria la flor de sus campeones. ¡Cuántos valientes más contaran nuestras filas con algunas calaveradas menos!

—¡El cumplimiento de un deber! —repetía Peralta, solo ya con el cadáver de su amigo—, el cumplimiento de un deber: he ahí lo único que yo sé, noble amigo, del trágico desenlace de tu historia; pero tu fin ha sido grande y glorioso. ¡Duerme en paz!

Y sentándose en una piedra, ocultó el rostro entre las manos y se hundió en dolorosa meditación, en tanto que los rumores del campamento se extinguían, sucediéndoles el canto del búho y el aullido de los chacales, que no lejos de allí destrozaban los sangrientos miembros de los muertos.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar