Fuente: Luis Franco, El otro Rosas, Buenos Aires, Reconstruir 1964; carta de Salustio Cobo a Benjamín Vicuña Mackena, 14 de agosto de 1860.
París, 14 de agosto de 1860.
Sr. Don Benjamín Vicuña Mackena
Mi querido amigo:
Paseándome por el zaguán del hotel, hacía mi composición de lugar, cuando el portero, llamándome la atención hacia una figura de hombre, que, por su inmovilidad y adhesión a la esquina de enfrente, parecía un bajo relieve de la muralla, me dijo: “¡Ése es el general Rosas!…”.
Los avispados muchachos de las escuelas que andaban por allí gozando de su asueto del domingo se dirigían también unos a otros la citada frase del portero y agregaban, señalando el tren de paseo que teníamos a la puerta: “¡Ésos son sus caballos!”. Estas mismas frases eran repetidas por todos los transeúntes; mi curiosidad no las desperdiciaba, pues servían como para familiarizarme anticipadamente con el objeto que luego iba a tocar.
Estaba yo como el niño que, obligado a entrar en un cuarto a oscuras, hace alto a la puerta y se conforta y se anima con oír hablar por las vecindades.
Un paso más y me hallo en plenas tinieblas: Rosas estaba delante de mí.
-No esperaba yo respuesta tan elocuente de parte de V. E.- díjele por saludo.
-No, nada de eso… yo vivo aquí de cualquier modo- contestóme.
El desprendimiento casi nativo de las etiquetas del poder se veía marcado en el tono con que Rosas profirió esta excusa; la indolencia acomodaticia del huaso, en los modales que la acompañaron, la presteza del que quiere despacharse de un asunto trivial, en el movimiento que hizo al quitarse el sombrero.
-¿Qué tal lo pasa, V. E., con la vida de Inglaterra?
-Bien, paisano. A mí me va bien en todas partes, y particularmente con éstos de por acá, a quienes conozco mucho. ¡Treinta años en que no he hecho otra cosa que estudiar al hombre! ¡Y me precio de conocerlo! Así es que ahora estoy escribiendo tres obras, de las que me permitirá que le dé noticia.
-Nada me sería más agradable que enterarme de las meditaciones de V. E.
-Son tres obras y otras que llamo apuntes varios sobre la época de mi gobierno, para lo cual tengo tres cuartos llenos de papeles.
-Interesantísimo sería que esos apuntes llegasen a América y yo quisiera que fuesen a poder de los escritores de Chile.
(Me acordé en el acto del autor del Ostracismo de los Carreras y futuro comentador de las tristezas de O’Higgins).
-A cualquier parte, menos a Chile –respondióme-. ¡Dios me libre! ¡Chile! ¡Chile! Me ha dejado abandonado en mi desgracia. Son unos ingratos todos los gobiernos de América, después que yo la he elevado tanto en el concepto de las naciones europeas. Esos gobiernos han permitido que se me confisquen mis bienes, «cuando yo no he confiscado los de nadie-. ¡Represalias!, dicen. Yo lo único que decreté fue embargos temporales, pero mientras los emigrados se mantenían en estado de rebelión contra el gobierno. ¡Que yo he robado! ¡Falso, paisanos! Ahí tengo los documentos de todo lo que se ha gastado en mi tiempo, casi todos ellos han sido otorgados por los mismos que están gritando contra mí en Buenos Aires. Día llegará que yo les pruebe que me acusan a mí por las sumas que ellos, y sólo ellos, han recibido. Mío propio y no de nadie es lo que confiscan. Con la amistad que Lord Palmerston me dispensa, bien podría yo, haciéndome súbdito inglés, imponer el respeto a mis derechos. No lo hago por consideraciones que creo deber al pabellón y al gobierno de mi patria, como quiera que se titule. Y como iba a decir a usted, tres son las obras que me ocupo en escribir: la una es sobre la «ley pública”.
-Sírvase V. E. explicarme qué es lo que apellida “ley pública”.
De la explicación llena de discordancias y de digresiones (aun estas mismas incoherentes) que me hizo Rosas vine a colegir que se propone escribir un libro de «derecho público», a cuya doctrina suscriban documentalmente todas las naciones, en precaución de la divergencia de opiniones que complican la expedición de los negocios y que le han quemado las pestañas al laborioso jefe de la cancillería de Palermo.
Distingue la ley pública de la ley individual (derecho civil) y se propone modificarla principalmente en la parte de derecho testamentario, cuyos principios, a juicio del ex gobernador, debieran ser dictados, antes que por los deberes del estado civil, por la libre espontaneidad de los afectos. Tratando de esta materia y no sé si con la mira de hacer referencia a la ley pública o a la ley individual (porque en una conversación con Rosas es imposible saber de lo que está hablando), agregó, como quien murmura para sí: «Eso que llaman derechos del hombre no engendra sino la tiranía». Ni sé cómo pasó a hablarme -puesto que lo oía sin interrumpirle- de su predominio sobre los labradores ingleses.
-Ningún inglés saca tanto del trabajo de los peones como yo de los míos… ¿Por qué? Porque me ven que yo mismo cojo la azada para darles el ejemplo. Y vea estas manos, paisano, tóquelas… -¡Me pareció que iba a ser lastimado por las uñas del tigre!- ¿Cómo le parece a usted que paso yo todo el día? Así… Dispénseme-. Se quitó la levita y quedó en mangas de camisa. ¿Por qué mis tropas andaban tan listas y me eran tan fieles? Tres gritos se daban antes de empezar un ataque.
Buscó en su memoria las frases que ya tenía en la boca a todo abrir… «¡Viva la Independencia Americana!”. Yo tuve que hacer un esfuerzo para no parapetarme detrás de la silla en que me hallaba sentado, cuando vi a Rosas empinarse para remedar el diapasón sostenido de su histórico primer grito; y que penetrarme de toda la realidad del momento, para no creer que veía un machete en aquellos brazos echados al aire y casi desnudos. ¡Aquí del mentor de Achiras y de su Telémaco! Quiroga estaba tras de ese fantasma, aparecido en un pestañar de mis ojos; dentro del fantasma debían hervir las furias evocadas de la mazorca. ¡Mi reino por un caballo!, parecía que dijera Rosas en esa transfiguración obrada por su fantasía. ¡Los devotos de cierta incurable de nuestro hospicio habrían de buena gana llamado al exorcista! (Alusión a una pretendida endemoniada). Como expelido el demonio por un cordonazo a traición, Rosas se calmó, se puso la levita, tomó asiento y omitió los otros dos gritos prometidos… se fue el caudillo gobernante, quedó otra vez el gaucho.
-Mi segunda obra es sobre la religión del hombre. Yo soy católico, en la religión apostólica romana, y no por ninguna otra razón sino porque mis padres lo han sido
Así opino que todas las religiones deben respetarse.
Al llegar a este punto de sus literarios trabajos, Rosas me refirió una anécdota de familia, ordenada a demostrar que es imprudente asustar a un enfermo con la presencia de los sacramentos. Y con tal motivo se lamentó de la inseguridad y mal gobierno de la medicina, pasando a hacer mención de su tercera obra, que versa sobre la ciencia médica. Ya bastaba de divagar y era preciso que me pusiese al corriente de sus actuales circunstancias domésticas.
-¿Y qué es de la vida de la señorita Manuelita?
-Me ha faltado; me ha dado un pesar, se ha casado.
-Siento entonces haber traído el hecho a la memoria de V. E. se servirá excusarme.
-No, nada de eso, estamos en la mejor armonía. «Máximo, le dije yo, dos condiciones pongo: la primera, que yo no asistiré a los desposorios; la segunda, que Manuelita no seguirá viviendo en mi casa». Y es así que están en Londres, de donde me escriben todas las semanas. No sé qué le dio a Manuelita por irse a casar a los treinta y seis años, después que me había prometido no hacerlo y hasta ahora lo había estado cumpliendo tan bien, por encima de mil dificultades. ¡Me ha dejado abandonado, solo mi alma! Y lo peor es que a ella también le han confiscado sus bienes propios. ¡Semejante rigor con una niña que no ha hecho otra cosa que labrarse el aprecio de todos y ser el encanto de los extranjeros! Muy mal estoy con los gabinetes de América. Ahora las potencias europeas están haciendo con ellos lo que se les antoja. No era así en mi época. ¡Ah! ¡Ah! Todo podrán decir de mí, pero nunca dirán: a Juan Manuel de Rosas le faltó energía. ¡Hasta el último la tuve, paisano! Gobernar treinta años… ¿quién, quién hace eso? ¿Por qué gritan contra mí? ¿Qué he hecho yo? Todo el bien que le he podido hacer a mi patria. ¿Qué hago? Estar resignado en mi desgracia y nada más. Yo no fumo, yo no bebo, yo no almuerzo, yo no como. Todo lo que tomo es una cenita a las diez de la noche, y para eso me la cocino yo con mis manos. ¿Puede darse mayor retiro y mayor prescindencia de todo? Yo podría disponer que la prensa de Inglaterra y de Francia tomasen mi defensa; no lo quiero, y así se lo he dicho a Lord Palmerston. Después de mis días se sabrá todo. He hecho mi testamento. A Lord Palmerston lo dejo por albacea y el encargo que guarde mis restos, unidos a los de mi esposa en Buenos Aires, en el panteón de Southampton, oponiéndose absolutamente a que los extraiga el gobierno argentino, pues por allá los injuriarían.
Al despedirse le rogué que me permitiese corresponder a su visita. Me dio su negativa, en lo mucha que me preconizó la inviolabilidad de su doméstico retiro y en la eficaz oferta que me hizo de volver repetidas veces a mi hotel, durante los días que yo hubiese de permanecer en Southampton.
No obstante, me creí obligado a ir tras de sus pasos a depositar mi tarjeta en el buzón de su vestíbulo.
Aquí tienes lo que me ha pasado con Rosas.
Tú, mejor que yo mismo, quizás deduzcas de esta entrevista, mirada a la distancia, un juicio aproximativo sobre Rosas. Puede que adonde no alcanza el rumor de las palabras llegue más claro su sentido.
De mí no sé decir, sino que aquel hombre desapareció de mi vista, como la visión de un sueño, o el reflejo de un celaje. ¡Es tan incomprensible y tan indefinido! Tú, que tienes las prácticas de las cosas históricas de América, ayúdame desde Lima a conocerlo.
¿Qué es Rosas? ¿Convienes en lo siguiente: que para la fisiología es un loco, para la historia un tirano; y para la predestinación puede ser lo que han sido Carlota Corday, Jacobo Clemente, el clérigo Merino y tantos otros instrumentos ciegos del crimen?
Esos nacieron para asesinar a un hombre; ¡puede que Rosas haya nacido para asesinar a un pueblo! Tal vez, ni abrigar sabe el rubor de su crimen, y quién sabe si a la hora de su muerte no dé la misma cuenta de la mazorca que de la San Bartolomé dio el degollador Gaspar de Tavannes.
El confesor había ya oído, del moribundo, la confesión general de su vida, y ni una palabra siquiera en sus labios de la San Bartolomé. ¡Qué! ¿Nada me decís de la San Bartolomé? “La miro, respondió el Mariscal, como una acción meritoria en cuya virtud me han de ser perdonadas mis culpas…”.Rosas es un malvado, venimos repitiendo todos. ¡Quién sabe si no habrá una voz que salga diciendo: Rosas es un misterio! En lo que sí podemos convenir, desde luego, es en que se ha mostrado y aparece todavía no menos grande que Satanás. Bajo del pedestal de la gloria del uno como del de la gloria del otro, pueden escribirse, con igual justicia, estos versos de Voltaire: «Le crime a ses héros, I’érreur a ses maftires. Du vraie zéle et du faux, vains juges que nous sommes Souvent des scélérats ressemblent aux grands hornmes…”.
La tentación del hombre ha inmortalizado al uno hasta entregar su fama a la epopeya; la inmolación de un país inmortalizará al otro; hasta transmitirlo a las maldiciones sin fin de los siglos.
Si yo encontrase por ahí a Satanás, ¿cómo mi admiración no habría de querer contemplarlo?
El mismo deseo le manifesté a Rosas, se lo expuse en mi carta de Southampton; su vanidad me halló razón y el juicio de todos no me la negará. Quedan, pues, justificadas mi carta y la entrevista a que dio lugar.
Salud, etc., etc.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar