La muerte de Martin Luther King

Las manos en las sombras


Fuente: Revista Hechos Mundiales, Año 3, Número 28, noviembre de 1969, pág. 12 y 13.

Aunque el asesino fue identificado, la sórdida conjura que hay detrás de la desaparición del líder negro sigue en las tinieblas.

El asesinato de Martin Luther King, Premio Nobel de la Paz y líder del movimiento de la no violencia a favor de la igualdad de derechos civiles de los negros, fue un síntoma de la enfermedad racial que afecta a los Estados Unidos. La causa inmediata de su muerte fue, si se quiere, pequeña: desde hacía dos meses estaban en huelga 1.300 obreros municipales, en su mayoría negros, que recolectaban la basura en Memphis, Tennessee. El alcalde, Henry Loeb, se negaba a otorgar un reajuste de salarios solicitado por los trabajadores. Periódicamente estallaba la violencia en la ciudad situada junto al río Mississippi, y ya se había efectuado una marcha de protesta. Todo hacía prever que el conflicto se prolongaría por un buen tiempo más.

Martin Luther King estaba ocupado organizando una concentración en Washington, fijada para el 22 de abril de ese año de 1968, en la que se protestaría por la pobreza que afligía a los negros en los Estados del Sur, pero en su agenda anotó debajo de la fecha sábado 6 de abril una escueta nota escrita y subrayada con rojo: “Marcha en Memphis”.

El avión de la Eastern Airlines que llevó a King de Atlanta a Memphis fue atrasado en 15 minutos, para dar tiempo a la tripulación de revisar la aeronave en busca de una bomba, que un sujeto anónimo advirtiera estaba a bordo. A la llegada, King debió enfrentar otro desafío. Durante toda la semana, por orden de sus editores, los diarios habían publicado insidiosas notas aseverando que “el profeta de los pobres se alojaba en una lujosa hostería en la cual cancelaba 29 dólares por pasar la noche”. Para mejorar su imagen, King se instaló en el modesto Hotel Lorraine, de dueños negros y reservado exclusivamente a la “clientela de color”, donde canceló 13 dólares por el hospedaje suyo y de un grupo de dirigentes de su organización.

Llega el asesino
Frente al Hotel Lorraine había otro establecimiento hotelero: dos casas unidas por un pasillo, una para blancos y otra para negros. Un joven blanco que dijo llamarse John Willard buscó cuidadosamente una habitación, escogiendo al fin la número cinco, desde la que se dominaba el Hotel Lorraine, cancelando anticipado con un billete de 20 dólares la tarifa de 8,50 que costaba el arriendo semanal.

El día estaba caluroso en el sur de los Estados Unidos. Martin Luther King y sus ayudantes pasaron la mañana y parte de la tarde planificando la marcha de Washington, y en el curso de la reunión el líder negro de los derechos civiles fue claro al hacer presente su vulnerabilidad: “Tal vez tenga una ventaja sobre la mayoría de la gente –musitó-. Dominé el temor de morir. Si el precio por liberar a los Estados Unidos de la injusticia y los prejuicios raciales es mi muerte, estoy dispuesto a pagarlo”.
Martin Luther King no imaginaba cuán cerca estaba del momento en que el odio racial le cobraría la palabra. John Willard, o como se llamara, pasó toda el día en un continuo ir y venir a un baño desde el que se dominaba entero el balcón del Hotel Lorraine.

Su rifle Remington estaba listo para ser empleado en cualquier instante.

Terminada la reunión, King se bañó y vistió para la cena. Al cantante “soul” Ben Branch, que iba a intervenir con sus canciones en la pacífica marcha de protesta, le solicitó que le entonara el tema “Precious Lord”. La tarde estaba refrescando y su chofer, Solomon Jones, le aconsejó que se pusiera abrigo, opinión que fue compartida por el reverendo Ralph Abernathy. King salió al balcón para respirar aire fresco. John Willard, al frente, lo tenía enfocado cuidadosamente a través de la mira telescópica de su rifle y apretó el gatillo.

Un cartucho de dinamita
Fue un solo disparo, pero sonó como el estallido de un cartucho de dinamita. Martin Luther King saltó lanzado hacia atrás por el impacto. La bala de calibre 30.06 se había incrustado en la médula espinal, y la sangre manaba copiosamente, empapando las toallas que colocaban sus ayudantes sobre la herida. Una ambulancia lo llevó rápidamente al Hospital Saint Joseph, a dos kilómetros de distancia, pero no había nada que hacer. Estaba moribundo cuando entró a la sala de emergencia, y una hora después del atentado Martin Luther King Jr., de 39 años, fue declarado muerto. Era el duodécimo asesinato y el más crítico desde que comenzara en 1963 la lucha por los derechos civiles de los negros.

La pregunta que se esparció por el mundo fue: ¿quién lo mató?

La policía de Memphis no encontró al asesino, y debió conformarse con ubicar su arma, unos binoculares y una maleta abandonados en las cercanías, así como el cartucho del que salió el proyectil fatal. La distancia de la ventana del baño al balcón era de 65 metros. Enterado de la muerte de Martin Luther King, el progresista alcalde de Atlanta Ivan Allen Jr., uno de los mejores abogados blancos de la causa de los derechos civiles de los negros, llamó a la señora Coretta King y arregló todo para su viaje a Memphis. Por su parte, el senador Robert Kennedy, que había ayudado a King cuando en 1960 fuera encarcelado en Atlanta por sus manifestaciones pacíficas, ofreció un avión para el traslado de los restos a Atlanta.

Martin Luther King había proclamado su visión de “la tierra prometida”, donde blancos y negros vivían en armonía. La muerte del mártir de la paz no engendró la paz. Durante los días que siguieron al de la muerte del líder negro se desató la violencia en Estados Unidos. A sólo tres manzanas de la Casa Blanca, en Washington, el fuego devoraba las propiedades y desde el aire la capital se veía como una ciudad bombardeada. En Chicago, el West Side negro quedó devastado en ocho manzanas. En Harlem se repitieron los incendios, saqueos y pillajes. Lo mismo ocurrió en Oakland y Atlanta. Los daños se midieron en cientos de millones de dólares y hubo 25 mil detenidos. Hubo multitud de heridos y 43 muertos, la mitad de ellos en las 24 horas que siguieron al asesinato de Martin Luther King.

En pos del asesino
El asesino resultó llamarse James Earl Ray. Fue detenido por detectives de Scotland Yard el 8 de junio de 1968, en el aeropuerto de Londres, dos meses y días después de que cometiera su crimen. Mucho antes ya se le había identificado por haber dejado sus huellas digitales en el rifle Remington calibre 30.06 con mira telescópica, que abandonara en las calles de Memphis después del atentado.

Ray, amparado por desconocidos protectores, había logrado pasar inadvertido por todo el territorio de Estados Unidos, a pesar de que tenía a todas las fuerzas policiales tras sus huellas. Viajó a Canadá y desde allí, con pasaporte falso a nombre de Ramón George Sneyd, voló a Londres. Singularmente, en Toronto, Canadá, se encontraba apenas cuatro días después del asesinato. El 7 de mayo se trasladó de Londres a Lisboa, y dos semanas más tarde retornó a la capital inglesa.

En sus viajes cometió involuntarios errores que hicieron recaer la atención de las autoridades policiales sobre su persona. En el aeropuerto de Lisboa, por ejemplo, firmó como “Sneya” en lugar de hacerlo como Sneyd, tal como figuraba en su pasaporte. Scotland Yard lo detuvo para interrogarlo cuando se aprestaba a subir en Londres a un avión destinado a Bruselas.

La compleja huida de James Earl Ray durante dos  meses por Canadá y diversos países de Europa es desconcertante, si se considera que el asesino era un delincuente profesional de poca monta. Sus ex compañeros de prisión declararon que “no era capaz de planear nada”. Todo eso hizo pensar a muchos que hubo una oculta organización tras el asesinato de Martin Luther King, que se ocupó de financiar sus viajes, conseguirle pasaportes falsos y orientarlo en sus idas y venidas. La dueña de la pensión en que estuvo en Toronto, por ejemplo, afirma que Ray habló “con alguien” por teléfono. Aún permanecen sin respuestas muchos interrogantes, incluyendo el más importante de todos: ¿Por qué mató a Martin Luther King?

El jurado que sustanció la causa contra James Earl Ray lo encontró culpable, y fue condenado a morir. La ejecución está pendiente por una apelación interpuesta por sus abogados, pero en general el juicio ha entregado pocas luces para aclarar el crimen. Los racistas que encargaron el asesinato de King, y que para algunos serían miembros del nefasto Ku Klux Klan, siguen en el anonimato, ya que Ray está resuelto a llevarse su secreto a la tumba.

Martin Luther King Jr. dio su vida para poner fin a la injusticia y los prejuicios raciales en Estados Unidos, pero el mensaje de paz no parece haber sido escuchado.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar