Fuente: Goldar, Ernesto, Primera Plana, Nº 487, 30 de mayo de 1972.
A 13 años de su muerte, la figura de Scalabrini Ortiz se agiganta. Su perfil de profeta nacional, adalid de la lucha contra el colonialismo, cobra un invencible vigor. PRIMERA PLANA, con motivo de cumplirse un nuevo aniversario de su deceso, encargó a Ernesto Goldar un artículo sobre El hombre que está solo y espera, un libro donde pueden recuperarse elementos génesis de su obra de denuncia posterior.
Sin duda hoy resulta fácil pensar el problema nacional. Una experiencia política de diez años de Gobierno popular, la resistencia durante diecisiete, la nueva sociedad en ascenso, que ha cercado al viejo país débilmente reconstituido a partir del ’55, y la ofensiva estratégica de las fuerzas nacionales dispuestas de una vez por todas a terminar con la enajenación, sustancian un panorama rico para que la investigación teórica no naufrague en macaneos de capilla y verifique cotidianamente en la práctica del país real sus determinaciones ideológicas. El tema de lo nacional está al día, porque la liberación requiere (también) de la práctica de los libros. La orfandad intelectual ha dejado de ser mito, cuando cientos de militantes de la cultura se están incorporando al proceso auscultado y cierto de la subversión de la dependencia.
No siempre fue así. La irrealidad dictaminaba el desencuentro abismal del escritor con el país cuando Raúl Scalabrini Ortiz se reunía con sus compañeros en el sótano de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) y comenzaba a pensar lo que vendría. Son los años de la «década infame», cuando la mentira enseñoreaba su complicidad con los ideales financieros del imperio. Los «nacionales» hablaban para ser escuchados por pocos. Escribían en periódicos mensuales que se traspapelaban bajo el peso proscriptivo de la intelligentzia que usufructuaba el pensamiento de la factoría. Eran un puñado de raros, caracterizados de «nazis» por los epígonos del internacionalismo abstracto. Se los erradicaba porque cometían el pecado de hablar del país. Han pasado treinta años y las cosas han cambiado.
Profeta Nacional
La base de concientización -el arranque inicial de la denuncia- otorga a Scalabrini Ortiz el mérito del derecho a empezar la enorme tarea desmistificadora del coloniaje describiendo la alienación del hombre argentino, denostando la postración económica y urgiendo, proféticamente, por la nueva definición política que brotaría del pueblo sublevado en los días de octubre. Su propuesta final apunta a la unidad latinoamericana, requisito categórico para ser nación y resistir la violencia neocolonial.
Poeta -nunca dejó de serlo-, abandona los ripios por los números. La rima que el país incierto necesita es la rigurosidad de la estadística, el canto de las cifras que develen ese muestreo de vergüenza que en Historia de los ferrocarriles argentinos explicita. Es en la economía -y no tan sólo en las arquetípicas deformaciones superestructurales- donde debe indagarse el drama americano. Periodista, investigador histórico, su prédica continuará hasta su muerte en 1959. Antes, en momentos definitivos, consideraría cumplido su destino. «Éramos brizna de multitud y el alma de todos nos redimía. La sustancia del pueblo argentino, su quintaesencia de rudimentarismo estaba allí presente», escribe en El Laborista. Se refiere al 17 de octubre de 1945: esa misma noche Scalabrini y sus compañeros resuelven disolver FORJA. La misión intelectual parecía terminada y se avecinaba el tiempo de los hechos.
El hombre de Corrientes y Esmeralda
No faltan comentadores apresurados que le señalan desniveles (también se lo acusa de «reaccionario») a su primer ensayo, El Hombre que está solo y espera, oponiéndolo de alguna manera a sus múltiples trabajos posteriores. Si El Hombre… implica el comienzo de una fractura con el pensamiento cosmopolita, una lectura significativa de la obra demostrará que todos los ingredientes básicos de la formación de la conciencia nacional aparecen enunciados en este libro editado por Gleizer en 1931, para alcanzar varias ediciones en poco tiempo. La gran receptividad en el público no es casual cuando se identifica con una metodología que enfrenta la «realidad» versus «teorización vacía». «Este libro compendia los sentimientos que he soñado y proferido durante muchos años en las redacciones, cafés y calles de Buenos Aires», confesará al final, suscribiendo un método de conocimiento donde la experiencia sensible nutre al observado que se «transforma en conejillo de indias y experimentador, simultáneamente». La invención de nuevos patrones para medir el contorno impedirán, así, la seducción ideológica ante los objetos ideales fijados, requiriendo de la práctica crítica como modelo de análisis. Entonces la apariencia externa de los hechos debe ser desechada y la opción por un «buceo en el ambiente», para sentir, pensar y actuar, sobreviene como recurso. «Con virgen encantamiento de niño, me abandonaré a la contemplación del mundo», escribe, y conecta su inmersión en la realidad sin dejarse llevar por preconceptos convencionales. La obra se articula en una triple dimensión: a) trasmite lo que piensa Scalabrini Ortiz, b) describe lo que siente el Hombre de Corrientes y Esmeralda, c) expone lo que el Hombre -suelto, desprendido del escritor- dicta, corrige y enseña al autor para salvarlo de las imprecisiones y orientarlo hacia el «espíritu de la tierra». La descripción de lo concreto y sustantivo es, pues, el rasgo epistemológico del ensayo, que asalta la realidad porteña -ese resumen tipificado de medianía metropolitana- como expresión límite de una doble postergación.
La rutina del hombre
En primer lugar, el Hombre de Corrientes y Esmeralda está embrutecido por la falsa conciencia. «Se busca afanosamente a sí mismo», es evasivo y desencantado, porque su fatalismo no es otro que la dura condición del hombre-mercancía cercado por fuerzas materiales e invisibles que no puede controlar. «Es la suya una vida que se va cuesta abajo, resbalando despacito, lene, sin sacudones, una vida que se le escurre entre los días y los años, una vida enaceitada que se aja sin constancias, sin tragedias, entre días monótonos, grises, que se disuelven atónitos los unos a los otros». Es la rutina del hombre fragmentado, donde las cosas que produce y no domina se han transformado en ídolos ajenos. El Hombre experimenta al mundo capitalista de manera pasiva, como un receptor inanimado, como sujeto sin vida. Por ello es misántropo, hosco, opaco y los otros «le son indiferentes». La soledad -la espuria consecuencia del violento sistema competitivo- conduce a la perversión de todos los valores. Entonces el Hombre se repliega a fabricar sueños. Las ilusiones subliman la tristeza, y pasa de café en café a charlar con los pocos amigos que le quedan: porque ni mujer tiene. El del ’30 es un hombre «amachacado» dice Scalabrini: la Civilización ha impuesto junto al trabajo enajenado la desexualización de su cuerpo. «La mujer es elemento de voluptuosidad, y hay una zona del hombre que es impermeable a ella». (…) «La ternura aterra al Hombre de Corrientes y Esmeralda. Quizá ve en ella un desistimiento repudiable de la virilidad». Transformado en objeto, el amor no existe como reciprocidad. El ejercicio de los sentidos espirituales no puede surgir a través de la naturaleza deshumanizada, pues sólo en el uso de todos los sentidos el hombre se afirma. Separado materialmente, ajeno respecto de las cosas y de los otros, el amor es una quimera en el hombre segregado. El trabajo es una maldición: «Advierte que hay más muerte que vida en la vida de relación, y que el orden social ha pospuesto al hombre, lo ha sacrificado, no a una necesidad, sino a un principio, a una vaciedad». Aborrece al trabajo, «aborrece la obligación de ocuparse de cosas extrañas, porque le escamotean el tiempo para ocuparse de sí mismo». La desidia lo derriba y no ambiciona tampoco la riqueza («el adineramiento, esa fantasmagoría corroída»), pues sabe que «tener» es lo opuesto a «ser» y que en la sociedad fetichizada todo lo que se quita de vida se devuelve en dinero: cuánto más rico, cada vez más pobre.
Hacia la liberación
Pero toda alineación es provisoria. El Hombre comienza a «destruir espejismos» y asciende (en el curso de la obra) un proceso de rebeldía creciente. De la opresión inicial, Scalabrini lo ve erguirse en los capítulos finales hacia un empaque que dice «no» al ritual de las esencias. («Dos y dos pueden no ser cuatro…», «El que en caso de apuro no asalta un banco es un otario».) Quiere autorealizarse, pararse en dos patas, racionalizar la irracionalidad que lo circunda y salvarse uniéndose al clamor colectivo que lo excita. En principio, resiste: se burla de los «engrupidos»; «sobra» a la cultura europea; «siente» en vez de pensar, para no ceder al mundo de los valores concluidos; «intuye» para sobrevivir; se «sonríe» ante los pseudointelectuales desdeñosos: «palpita». Luego concientiza: «La Tradición, el Progreso, la Humanidad, la Familia, la Honra, ya son pamplinas que en el sentimiento del hombre porteño no sirven ni para gallardetes de clubes náuticos»; el famoso «no te metás» no es el apoliticismo que han usufructuado los divulgadores descreídos, sino la negación de un estado político (la dictadura de Uriburu) que le es ajeno, con el que no se identifica: «No te metás es un asunto que no es tuyo y es privilegio del estado. No te metás a apagar ese principio de incendio. No te metás a delatar ese contrabando. No te metás a cuidar de la vida de los bañistas que se adentran en el río. No te metás en las cosas que el estado debe cuidar. No te metás en las pertenencias en que señorea la nación; en el resguardo de las personas y los bienes, en el mantenimiento del orden y de la moral, en la seguridad externa y en la policía interna.» El capital extranjero puede producir la «norteamericanización» de la juventud argentina, advierte en 1931, y concluyendo el ensayo apunta al soporte estructural de todo el andamiaje de incurias que hundieron en la desesperanza al argentino. Dicen que la propiedad (privada) es inviolable: «El hombre se encabrita. ¿Cómo? ¿Qué inmunidades cubren la propiedad? ¿Quién las concedió? ¿No es su vida, la propiedad esencial del hombre, entonces?» Las grandes (y falsas) divisas ya no lo morigeran. El «Espíritu de la Tierra», como llama Scalabrini Ortiz a la nación en devenir, a la conciencia para sí que está despertando para liberarlo de la soledad, será forzosamente el derrotero de las muchedumbres que quince años más tarde encontrarán la conducción política propicia para consolidar en el poder a la conciencia nacional.
Un iniciador
Raúl Scalabrini Ortiz pensaba escribir una novela sobre Buenos Aires, pero produjo un ensayo. Empero una forma prenovelesca recorre El Hombre que está sólo y espera. Es la peripecia de un héroe que transita por las calles de la ciudad, que ama buscando el destino que lo integrará a sus compatriotas. Es cierto: está solo, espera, pero no se queda quieto.
El pensamiento de Scalabrini continúa la mejor herencia del existencialismo espiritualista occidental. Su preocupación por el Hombre, similar a Spinoza, Goethe, Hegel y Marx, lo ubican no solamente como iniciador del pensamiento nacional argentino, sino también como profundo crítico de la sociedad burguesa. Al denunciar la sociedad colonizada desmenuzó, por consiguiente, a la base contradictoria que la posibilita, y su metodología materialista, sus propuestas políticas e ideológicas inscriben un precedente óptimo del nuevo humanismo argentino y latinoamericano que el pueblo está forjando, del socialismo que se acerca.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar